Siempre jugué en la delgada línea del
bien y del mal. Aposté a burlarme de la muerte. Fui un insensato
durante tantos años que perdí el rumbo de mis pasos. Me adentré en
el jardín salvaje con la conciencia tranquila. Sabía que nada ni
nadie podría ser más magnífico y terrible que los colmillos de un
igual, pero estaba equivocado. Aún a día de hoy siento que mi
corazón se agita, mis pupilas se dilatan y mi rostro se vuelve un
amasijo entre sorpresa y terror.
El demonio, en persona, me tendió la
mano y me agarró con fuerza. Una mano firme, con uñas filosas y
áspera piel. Podía oler el azufre rezumando de cada poro. Tuve
miedo. Por primera vez en muchos años el pánico cayó sobre mí, y
por primera vez creí que no tendría escapatoria.
Hoy desconozco que ocurrió. Sin
embargo, ese misterio no pesa sobre mis hombros. El miedo se
desvaneció. Permití que el demonio narrase su historia. Acepté sus
lágrimas, consolé sus palabras llenas de dolor y huí cuando
descubrí que en el infierno me espera cada error que cometí. No sé
si he sido justo e injusto, pero soy un pecador confeso. Morir e ir
al infierno no es tentador, aunque tampoco lo es ser un santo al
servicio del egoísmo de los rezos y salmos de otros.
Me pregunto si el demonio aún me
recuerda, más allá de aquel vampiro rebelde que huyó sin mirar
atrás. Quizás sea un buen recuerdo que todavía saborea, pero
desconozco la verdad sobre su mente. Sólo sé que mi alma quedó
torturada y mi camino truncado durante algunos años. Sin embargo,
estoy de una pieza y sigo correteando por este mundo, el mundo humano
donde el límite del bien y del mal lo impongo yo con mis colmillos.
Si él desea presentarse ante mí una
vez más, sea como sea, le estaré esperando más sabio, más fuerte
y más desafiante.
Lestat de Lioncourt
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