Espero que sean felices. Es lo único que pido. Que Michael haga feliz a Rowan y Rowan a Michael.
Lestat de Lioncourt
La he contemplado mil veces. Su
curvilínea figura queda oculta tras la robusta bata de doctora. Sus
cabellos, antaño cortos, siempre están ligeramente recogidos,
despejando su frente del largo flequillo, mientras algunos mechones
se escapan tras el arduo día de trabajo. Tiene el rostro sereno,
casi inexpresivo, mientras ojea los informes una y otra vez. Sus
manos, precisas en el quirófano, parecen dudar cuando juega con sus
dedos sobre el teclado. Investiga arduamente cada noche, la luz de su
despacho jamás se difumina, y el murmullo del motor de la torre de
alimentación es continuo. Sus labios quedan manchados por un café
solo, sin leche, tan intenso como delicado. Busca los pequeños
placeres pese al dolor, la incomprensión y el terror significado de
la muerte. Sabe que sus pacientes no siempre tienen cura y que ella,
a pesar de todo, no es Dios. Intenta ser benevolente, pero es incapaz
de aceptar la ineficacia o la tardanza. Siempre viste pulcra, con
colores neutros y sin perfumes fuertes. Jamás se ha pintado los
labios, echado algo de maquillaje o alargado sus rubias, espesas y
grandes pestañas. No importa si está en casa o en el despacho. Si
está perdida en su mundo de medicina, ciencia y trabajo duro jamás
la verás perdida, dejando la mesa un segundo o permitiendo que el
teléfono suene demasiado tiempo.
Sé cada uno de sus gestos. Tras tantos
años he aprendido incluso a diferenciar el sonido de sus zapatos.
Instintivamente sé cuando es un buen día, un mal día o un día
pésimo. También conozco las palabras que no me dice y aquellas que
necesita ocultarme porque cree que es lo correcto. Ella cree que no
me importa en lo más mínimo sus pequeñas mentiras, pero las sé
todas y me afectan. Sé cuando llora hundida en la miseria de saber
que el tiempo pasa, los años fluyen y nosotros seguimos como aquella
noche. Esa noche terrible. Nos cambió la vida. Nos dejó sin sueños.
Y aún así seguimos juntos, intentando ser tan fuertes como la
vivienda misma, y apreciamos el momento como si fuese, pese a todo, a
tener una felicidad duradera.
Son los pequeños detalles, esos que no
solemos recordar muy seguido, los que nos hace felices aunque nos
hundamos. No hay risas de niños, no hay flores en los jarrones y
tampoco fiestas exuberantes. Sin embargo, hay vida. Conocemos la
vida. Tenemos una intimidad apetecible. Algo en nosotros se mueve y
nos altera. Hemos tenido sueños intranquilos en las últimas noches.
Ella creía tener una hija. Yo creí poder ser padre. Al despertar
hemos aceptado la incómoda realidad. Envejecemos a solas, sin risas,
ni fiestas de cumpleaños, ni olores infantiles, ni dibujos mal
pintados en la nevera y tampoco hay ojos expectantes que nos miren
como si fuésemos héroes.
Llevo en silencio varias horas. La
contemplo en su pequeño despacho en ésta inmensa mansión. No hay
heredera aún para el legado. Nadie es lo suficientemente fuerte para
aceptar un desempeño tan terrible. Los Taltos parecen ejercer un
papel fundamental. Ellos no aceptan a otros. No quieren a nadie
elegido de la nada. Las mujeres no son tan fuertes como ella, Mona o
cualquiera de las antiguas descendientes del glorioso Julien. Nadie
es capaz de superar las expectativas.
—Si se puede sacar ADN vampírico,
modificar su estructura y crear un hijo, ¿por qué no lo
intentamos?—he dicho con cierto libro en las manos. Conozco al
autor. Él es Lestat. Ella lo amó, deseó y tuvo entre sus manos. No
niego que tengo sentimientos encontrados, pero no puedo controlar los
sentimientos que ella posee.
—Michael... —dijo sin mirarme—.
Debería ser sincera contigo, ¿no es así?
—Sí, creo que sería lo
correcto—contesté cerrando el libro.
—He estado experimentando con
nuestros genes, pruebas de tejidos y aquella prueba de semen que te
pedí—explicó incorporándose—. No lo he dicho antes porque no
sabía tu reacción—dijo.
De nuevo se hizo el silencio. Un
silencio que podía tachar de dramático, pero más bien era un
silencio crucial. Se aproximó a mí. Llevaba aquella noche los
zapatos bajos, aunque con un pequeño tacón que sonaba sobre las
baldosas, y un traje poco ceñido, el cual ocultaba del todo con la
bata. Ni se había cambiado. Iba igual que en el hospital.
—Hay posibilidades de tener un hijo.
Más adelante te diré todos los pasos... No es seguro aún—sus
manos temblaban—. No lo llevaré en mi vientre, pero será nuestro.
De inmediato me incorporé, tomándola
entre mis brazos, para comenzar a besarla desesperadamente. Mis
labios se apoderaban de los suyos, mis manos desnudaban su figura y
ella se apoyaba en mis hombros. La felicidad había llegado. El deseo
había comenzado. Sabía que un hijo era lo que nosotros siempre
teníamos como un anhelo, un pequeño deseo, algo que no se podía
olvidar pese a los años. Era inalcanzable, pero en esos momentos se
tocaba con la punta de los dedos.
Creo que la vi más atractiva que
nunca. Temblaba como una hoja. Parecía una colegiala. Incluso se
ruborizó. Me miraba asustada y esperanzada. Podía leer en cada una
de sus facciones una absoluta entrega y necesidad. Quería hacerme
feliz, pero también sentirse completa. Ella no llevaría el fruto,
pero nacería siendo hijo de ambos.
La bata cayó a los pies de sus zapatos
negros, su vestido, también oscuro, se abrió con facilidad al
deslizar la cremallera. Su ropa interior no era provocadora, pero me
excitó. Aquellas pequeñas bragas blancas, de algodón, me
recordaron a la inocencia que parecía haber encontrado nuevamente.
Tras la copa de su sujetador estaban sus pezones ligeramente cafés,
duros y erguidos. Sus pechos eran aún turgentes, pese a todo lo que
habían vivido, y su piel era tan suave como siempre.
Sus manos se movían rápidas. Quedé
desnudo sin la camisa y con el vaquero bajándose con rapidez. Mis
zapatos quedaron junto a los suyos y nuestros cuerpo se pegaron.
Besaba lentamente su cuello, notando como terminaba riendo bajo con
nerviosismo, mientras mis dedos rozaban su cintura. Caímos sobre el
suelo, yo encima de ella, mientras seguíamos besándonos otra vez
con esa avidez habitual en los matrimonios jóvenes, pero no en uno
que llevaba unos veinte años aguantando las terribles consecuencias
de un pasado que no era nuestro.
Sus manos acariciaban mi vientre,
jugando con el escaso camino de vello que llegaba hasta mi ombligo,
para luego bajar hasta mi entrepierna. Sentí sus dedos apretados
entorno a mi glande, para luego deslizarse hasta la base. Ella me
miraba con deseo y yo jadeaba intensamente. Quería tenerla. Me
endurecía con facilidad al pensar que tendríamos la felicidad que
queríamos, estaríamos completos y podríamos discutir sobre algo
más que el silencio que en ocasiones se ejercía entre ambos.
Mis dientes rozaron sus clavículas,
que se marcaban sutilmente, mientras sus brazos rodeaban mis hombros
anchos. Sus uñas comenzaron a deslizarse por mis omóplatos,
buscando encajarse donde mis costillas y caderas. Sus muslos siempre
me parecieron cálidos y torneados, igual que sus largas piernas, los
cuales me aprisionaron mientras, sin demasiados preparativos, ella me
invitó a entrar con deseo. Lo hice lentamente, sintiendo la presión
alrededor de mi miembro.
Acabé hundiendo mi rostro entre sus
pechos, mordisqueando y lamiendo los pliegues de éstos, mientras sus
caderas se movían junto a las mías. Los gemidos de su boca se
escapaban junto a los míos. El sudor empezaba a perlar a ambos
pegándonos aún más. Sus piernas se aferraron más a mí, igual que
sus uñas. Mis caderas cada vez se movían más rápidas. La
observaba con necesidad. Habíamos estado alejados por demasiado
tiempo.
Los mordiscos empezaron por su parte.
Sus labios rozaban mi cuello, sus dientes rozaban mi piel gruesa y su
aliento rozaba mi oreja. Esa respiración agitada me enloquecía.
Cada movimiento era más rápido. Mis manos buscaban sostenerla. Sus
músculos apretaron aún más mi miembro. Empezaba a llegar a su
orgasmo, al igual que yo. Cada movimiento me había llevado al
éxtasis. Sus músculos me estaban ayudando a llegar con ella. Mi voz
empezó a ser más ronca y mis movimientos más rápidos. Pronto
llegué al final, pocos segundos después ella.
No me moví. Me quedé allí. La
observaba con ternura y deseo. Ella me miraba confusa y con
necesidad. Me abrazó ocultando su rostro en mi pecho. Tenía miedo.
Podía notar que temía que no funcionase. Sin embargo, yo siempre he
mantenido la esperanza. Esperanza que se avivaba con fuerza.
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