Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

martes, 14 de abril de 2015

Esperanza

Espero que sean felices. Es lo único que pido. Que Michael haga feliz a Rowan y Rowan a Michael. 

Lestat de Lioncourt

La he contemplado mil veces. Su curvilínea figura queda oculta tras la robusta bata de doctora. Sus cabellos, antaño cortos, siempre están ligeramente recogidos, despejando su frente del largo flequillo, mientras algunos mechones se escapan tras el arduo día de trabajo. Tiene el rostro sereno, casi inexpresivo, mientras ojea los informes una y otra vez. Sus manos, precisas en el quirófano, parecen dudar cuando juega con sus dedos sobre el teclado. Investiga arduamente cada noche, la luz de su despacho jamás se difumina, y el murmullo del motor de la torre de alimentación es continuo. Sus labios quedan manchados por un café solo, sin leche, tan intenso como delicado. Busca los pequeños placeres pese al dolor, la incomprensión y el terror significado de la muerte. Sabe que sus pacientes no siempre tienen cura y que ella, a pesar de todo, no es Dios. Intenta ser benevolente, pero es incapaz de aceptar la ineficacia o la tardanza. Siempre viste pulcra, con colores neutros y sin perfumes fuertes. Jamás se ha pintado los labios, echado algo de maquillaje o alargado sus rubias, espesas y grandes pestañas. No importa si está en casa o en el despacho. Si está perdida en su mundo de medicina, ciencia y trabajo duro jamás la verás perdida, dejando la mesa un segundo o permitiendo que el teléfono suene demasiado tiempo.

Sé cada uno de sus gestos. Tras tantos años he aprendido incluso a diferenciar el sonido de sus zapatos. Instintivamente sé cuando es un buen día, un mal día o un día pésimo. También conozco las palabras que no me dice y aquellas que necesita ocultarme porque cree que es lo correcto. Ella cree que no me importa en lo más mínimo sus pequeñas mentiras, pero las sé todas y me afectan. Sé cuando llora hundida en la miseria de saber que el tiempo pasa, los años fluyen y nosotros seguimos como aquella noche. Esa noche terrible. Nos cambió la vida. Nos dejó sin sueños. Y aún así seguimos juntos, intentando ser tan fuertes como la vivienda misma, y apreciamos el momento como si fuese, pese a todo, a tener una felicidad duradera.

Son los pequeños detalles, esos que no solemos recordar muy seguido, los que nos hace felices aunque nos hundamos. No hay risas de niños, no hay flores en los jarrones y tampoco fiestas exuberantes. Sin embargo, hay vida. Conocemos la vida. Tenemos una intimidad apetecible. Algo en nosotros se mueve y nos altera. Hemos tenido sueños intranquilos en las últimas noches. Ella creía tener una hija. Yo creí poder ser padre. Al despertar hemos aceptado la incómoda realidad. Envejecemos a solas, sin risas, ni fiestas de cumpleaños, ni olores infantiles, ni dibujos mal pintados en la nevera y tampoco hay ojos expectantes que nos miren como si fuésemos héroes.

Llevo en silencio varias horas. La contemplo en su pequeño despacho en ésta inmensa mansión. No hay heredera aún para el legado. Nadie es lo suficientemente fuerte para aceptar un desempeño tan terrible. Los Taltos parecen ejercer un papel fundamental. Ellos no aceptan a otros. No quieren a nadie elegido de la nada. Las mujeres no son tan fuertes como ella, Mona o cualquiera de las antiguas descendientes del glorioso Julien. Nadie es capaz de superar las expectativas.

—Si se puede sacar ADN vampírico, modificar su estructura y crear un hijo, ¿por qué no lo intentamos?—he dicho con cierto libro en las manos. Conozco al autor. Él es Lestat. Ella lo amó, deseó y tuvo entre sus manos. No niego que tengo sentimientos encontrados, pero no puedo controlar los sentimientos que ella posee.

—Michael... —dijo sin mirarme—. Debería ser sincera contigo, ¿no es así?

—Sí, creo que sería lo correcto—contesté cerrando el libro.

—He estado experimentando con nuestros genes, pruebas de tejidos y aquella prueba de semen que te pedí—explicó incorporándose—. No lo he dicho antes porque no sabía tu reacción—dijo.

De nuevo se hizo el silencio. Un silencio que podía tachar de dramático, pero más bien era un silencio crucial. Se aproximó a mí. Llevaba aquella noche los zapatos bajos, aunque con un pequeño tacón que sonaba sobre las baldosas, y un traje poco ceñido, el cual ocultaba del todo con la bata. Ni se había cambiado. Iba igual que en el hospital.

—Hay posibilidades de tener un hijo. Más adelante te diré todos los pasos... No es seguro aún—sus manos temblaban—. No lo llevaré en mi vientre, pero será nuestro.

De inmediato me incorporé, tomándola entre mis brazos, para comenzar a besarla desesperadamente. Mis labios se apoderaban de los suyos, mis manos desnudaban su figura y ella se apoyaba en mis hombros. La felicidad había llegado. El deseo había comenzado. Sabía que un hijo era lo que nosotros siempre teníamos como un anhelo, un pequeño deseo, algo que no se podía olvidar pese a los años. Era inalcanzable, pero en esos momentos se tocaba con la punta de los dedos.

Creo que la vi más atractiva que nunca. Temblaba como una hoja. Parecía una colegiala. Incluso se ruborizó. Me miraba asustada y esperanzada. Podía leer en cada una de sus facciones una absoluta entrega y necesidad. Quería hacerme feliz, pero también sentirse completa. Ella no llevaría el fruto, pero nacería siendo hijo de ambos.

La bata cayó a los pies de sus zapatos negros, su vestido, también oscuro, se abrió con facilidad al deslizar la cremallera. Su ropa interior no era provocadora, pero me excitó. Aquellas pequeñas bragas blancas, de algodón, me recordaron a la inocencia que parecía haber encontrado nuevamente. Tras la copa de su sujetador estaban sus pezones ligeramente cafés, duros y erguidos. Sus pechos eran aún turgentes, pese a todo lo que habían vivido, y su piel era tan suave como siempre.

Sus manos se movían rápidas. Quedé desnudo sin la camisa y con el vaquero bajándose con rapidez. Mis zapatos quedaron junto a los suyos y nuestros cuerpo se pegaron. Besaba lentamente su cuello, notando como terminaba riendo bajo con nerviosismo, mientras mis dedos rozaban su cintura. Caímos sobre el suelo, yo encima de ella, mientras seguíamos besándonos otra vez con esa avidez habitual en los matrimonios jóvenes, pero no en uno que llevaba unos veinte años aguantando las terribles consecuencias de un pasado que no era nuestro.

Sus manos acariciaban mi vientre, jugando con el escaso camino de vello que llegaba hasta mi ombligo, para luego bajar hasta mi entrepierna. Sentí sus dedos apretados entorno a mi glande, para luego deslizarse hasta la base. Ella me miraba con deseo y yo jadeaba intensamente. Quería tenerla. Me endurecía con facilidad al pensar que tendríamos la felicidad que queríamos, estaríamos completos y podríamos discutir sobre algo más que el silencio que en ocasiones se ejercía entre ambos.

Mis dientes rozaron sus clavículas, que se marcaban sutilmente, mientras sus brazos rodeaban mis hombros anchos. Sus uñas comenzaron a deslizarse por mis omóplatos, buscando encajarse donde mis costillas y caderas. Sus muslos siempre me parecieron cálidos y torneados, igual que sus largas piernas, los cuales me aprisionaron mientras, sin demasiados preparativos, ella me invitó a entrar con deseo. Lo hice lentamente, sintiendo la presión alrededor de mi miembro.

Acabé hundiendo mi rostro entre sus pechos, mordisqueando y lamiendo los pliegues de éstos, mientras sus caderas se movían junto a las mías. Los gemidos de su boca se escapaban junto a los míos. El sudor empezaba a perlar a ambos pegándonos aún más. Sus piernas se aferraron más a mí, igual que sus uñas. Mis caderas cada vez se movían más rápidas. La observaba con necesidad. Habíamos estado alejados por demasiado tiempo.

Los mordiscos empezaron por su parte. Sus labios rozaban mi cuello, sus dientes rozaban mi piel gruesa y su aliento rozaba mi oreja. Esa respiración agitada me enloquecía. Cada movimiento era más rápido. Mis manos buscaban sostenerla. Sus músculos apretaron aún más mi miembro. Empezaba a llegar a su orgasmo, al igual que yo. Cada movimiento me había llevado al éxtasis. Sus músculos me estaban ayudando a llegar con ella. Mi voz empezó a ser más ronca y mis movimientos más rápidos. Pronto llegué al final, pocos segundos después ella.


No me moví. Me quedé allí. La observaba con ternura y deseo. Ella me miraba confusa y con necesidad. Me abrazó ocultando su rostro en mi pecho. Tenía miedo. Podía notar que temía que no funcionase. Sin embargo, yo siempre he mantenido la esperanza. Esperanza que se avivaba con fuerza.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt