Lestat de Lioncourt
Jamás creí volver a verla. Había
olvidado el lozano aspecto de sus redondas y llenas mejillas, su
pequeños labios carnosos, sus intensos ojos claros, sus perfectos
cabellos perfectamente peinados y sueltos sobre sus hombros. Estaba
ante la viva imagen del Renacimiento, de la época de luz que viví
en Venecia, y lo hacía prendado de aquella perfecta muñeca de
estrecha cintura, generoso escote y hermosas manos de porcelana que
sujetaban con majestuosidad un pequeño abanico azul pastel. Vestía
con un traje similar al que solía llevar, con un encantador y
tentador corsé, una amplia falda pomposa y llena de flores bordadas
en plata sobre una tela del mismo color que su abanico.
Sentí deseos de llorar. Me sentía
sobrecogido por la belleza de aquella mujer. Siempre la tuve en mi
corazón, y a ratos la desprecié. Ella no había venido a buscarme,
tampoco Marius. Ambos me habían dejado rodeado de demonios que
terminaron alzándome como su Dios y único líder. Volví a ser un
chiquillo estúpido y desesperado. Me sentí el muchacho que fui y
quise ir a llorar sobre su falda. Sin embargo, tan sólo me acomodé
mi chaqueta de terciopelo celeste, así como el pañuelo de seda que
llevaba al cuello.
Permanecí inmóvil escrutándola como
si fuese un cuadro. Pude ver cambios en su expresión. A ratos
parecía que reía, pero también parecía conmovida. Me movía
suavemente con aquellas elegantes ropas de hombre de negocios de
altos vuelos, como si fuese un hombre hecho y derecho y no la imagen
infantil de un jovencito descarado.
—Parece que fue ayer cuando viniste a
llorar a mi alcoba—aquellas palabras me ruborizaron de
sobremanera—. Y mírate. Más bien, míranos. Estamos aquí, frente
a frente, en un mundo cargado de belleza oscura, tecnología
imposible de manejar y frivolidad. No hemos cambiado demasiado. Tus
gustos siguen presentes en los objetos y la decoración de ésta
casa—sonrió de una forma tan seductora que quedé inmóvil, como
una estatua de mármol.
—Así es...—dije frunciendo
ligeramente mi ceño, pues intentaba calmarme. No deseaba estar
nervioso y cargado de emociones que no servirían demasiado—. ¿Por
qué no viniste a verme? ¿Por qué huiste de mí?
—Ya no eras tú—respondió—. Y yo
estaba perdida. Preferí ser yo misma, encontrarme nuevamente en
mitad de la soledad. Además, me sentía en deuda contigo—. Abrió
entonces el abanico y empezó a mover suavemente su muñeca. Una risa
fresca se escapó de sus labios mientras coqueteaba conmigo
descaradamente. Lo hacía como antaño.
—Bianca...—murmuré dando un paso
atrás. Temía caer en su juego, pero ella se retiró antes de hacer
otro movimiento.
—Es divertido ver como todavía tengo
cierto poder sobre ti—suspiró cerrando su abanico, para luego
mirar hacia el suelo de mármol. Observaba las baldosas como si
fueran una hermosa obra de arte—. Me siento triste y la tristeza
ahoga mi corazón.
—Sé que es eso—susurré
acercándome a ella.
Tomé asiento en el sofá a su lado.
Mis manos se mezclaron entre las suyas, el abanico cayó y sus brazos
me rodearon rápidamente. Noté como lloraba. Yo también lloré. Era
el primer abrazo que tenía de ella en mucho tiempo.
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