El demonio está de regreso. No sé si correr o enfrentarme a él junto con Amel.
Lestat de Lioncourt
El asfalto ardía y una ligera pátina
se veía en el horizonte. La noche aún no había caído. El sol
estaba a punto de manchar el cielo de un rojizo y turbio atardecer.
El púrpura daría paso a la oscuridad absoluta, sin estrellas
visibles y sin necesidad de ellas. Ya habían suficientes estrellas
en los disparatados logotipos y carteles de neón que daban la
bienvenida a los diversos tugurios de la ciudad, así como casas de
juegos y restaurantes de dudosa reputación.
El barrio parecía en calma de no ser
por el sonido, no muy lejano, de las sirenas de policía. Un atraco
que salió mal en una gasolinera, un muerto y varios heridos, el
dinero manchado de sangre, como sus manos, y las ilusiones volando
por los aires como todos los sueños que alguna vez contuvo aquel
enganchado a la droga más barata y mortal. Todos estamos condenados,
pero algunos se condenan solos por las tentaciones de demonios con
piel de cordero.
El termómetro colocado en la
marquesina de publicidad, donde se desnuda sensualmente dos amantes
en un caro anuncio de perfumería barata, marcan más de cuarenta
grados. Es un trozo de infierno sobre la tierra. Debería sentirme
como en casa, pero la contaminación nubla mi vista y me provoca
rechazo. En una librería cercana, de las pocas que existen en un
lugar así, puedo ver el último libro de las Crónicas Vampíricas.
Es muy elegante, muy sutil y muy estúpido.
—Los demonios existen—murmuré
despejando, de varios largos mechones rubios, mi frente antes de
cruzar la calzada sin mirar, como cualquier estúpido adolescente.
Una vez al otro lado, frente a aquel lugar de “culto” a la
ignorancia y la sabiduría, pegué mis manos al vidrio e hice arder
aquel para nada barato ejemplar de bolsillo—. El demonio ha
regresado, príncipe.
De inmediato la alarma contra incendios
sonó y empezó a empapar los restantes ejemplares, incluyendo las
santas escrituras de diversas religiones. Poseo una santa paciencia
para ese estúpido, pero me estoy cansando. No soy un lechado de
virtudes y él no debería tentarme demasiado.
—Ahora tienes algo preciado que
perder... —dije regodeándome en el placer de conocer de primera
mano la belleza de Viktor, el cual ni siquiera reparó en mí. Tan
estúpido como su padre, tan heróico y hermoso—. He vuelto...
Saqué mi móvil del bolsillo y conecté
con la emisora de Benjamín. Desde hacía horas emitía un programa
donde se hablaba de las últimas noticias sobre Lestat y su hermosa
tribu. Se deshacía en halagos hacia el su príncipe y yo deseaba
retorcerle el cuello. Él era mío. Mío.
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