Armand y Daniel deberían hablar largo y tendido a solas.
Lestat de Lioncourt
Hoy ha ocurrido algo que todavía
intento asimilar. Ha sido un suceso realmente extraño y
extraordinario. Hacía varios años que no conversaba con Armand de
la forma en la cual lo hemos hecho hoy. Desde hace algún tiempo
todos estamos conectados. Hemos comprendido que no vale la pena
despreciarnos, odiarnos y olvidarnos. Comprendo perfectamente los
sentimientos encontrados de mi creador, así como sus necesidades de
encontrar afecto inclusive en objetos inanimados. Codicia lo que
otros tienen porque a él le han negado en infinidad de ocasiones un
respeto puro, sin miedo u odio.
A primera hora me encontraba frente a
mi vieja olivetti, pues reconozco que me es imposible concentrarme
frente a un ordenador. Organizo mejor mis ideas frente a mi vieja
amiga. Los ordenadores está bien para difundir información, pero
amo lo clásico y acorde a mi época. Él apareció súbitamente
emocionado, me estrechó y se subió a la mesa moviendo sus piernas.
Parecía un adolescente caprichoso y feliz, para nada el ser
siniestro que puede llegar a ser. No era el ángel de la iglesia,
harapiento y sucio, que vio Lestat. Tampoco el líder que descubrió
Louis. Ni siquiera era el niño moribundo que Marius tomó entre sus
brazos. No. Jamás podrías creer que ese muchacho pudiese contener
un alma antigua y siniestra. Su boca generosa, sus pómulos llenos y
esos ojos profundos, aunque castaños, arrebatarían el aliento a
cualquiera. El pecado hecho carne, supongo.
—Hola—dijo tras unos segundos de
silencio—. ¿Qué haces?—preguntó husmeando con curiosidad mis
documentos.
—Me dispongo a escribir sobre un tema
que me resulta muy interesante. Quiero subirlo a la web en unas
horas. Es el tema sobre la mitología que nos envuelve—respondí—.
¿Acaso necesitas algo?
—No. No necesito nada.
Me encuentro en su edificio en Nueva
York. Marius ha decidido que debemos vivir cerca los unos de los
otros. Lestat pidió que estuviésemos, los más cercanos a él,
concentrados en pequeños grupos y dispuestos a llevar el peso de las
decisiones que él tomaría de acuerdo al consejo principal. El
consejo está basado, o formulado, en base a los más antiguos y
también, por supuesto, a todos aquellos que conocen bien su forma de
pensar. Aunque decir que conoces bien a Lestat es una utopía. Es
demasiado impredecible nuestro “gobernante”. Digamos, que Lestat
es una caja de sorpresas que no podemos controlar y tampoco debemos
hacerlo.
—De acuerdo—. Decidí continuar con
mi trabajo, pero sus ojos no se apartaban de mí. Por eso volví a
realizar la misma pregunta una vez más—. ¿Necesitas
algo?—pregunté apartando las manos de mi máquina de escribir,
para colocarlas sobre las suyas.
Vestía muy informal. Sabía que había
estado por los barrios bajos cazando alguna presa. Tenía las manos
cálidas, igual que las mejillas algo ruborizadas. Llevaba puesto una
camisa de cuadros negros y azul cielo, camiseta sin mangas blanca,
unos tejanos deslavados claros algo sucios, unas deportivas Converse
en el mismo tono de azul que la camisa y un colgante que me resultaba
familiar.
—Armand, ¿ese colgante de madera fue
mío?—pregunté estirando mi mano derecha hacia su cuello. Toqué
el cordón de tela cola de razón y deslicé los dedos hasta la
madera. Era una cruz de madera. Siempre la había llevado conmigo
cuando era un adolescente. No creía en Dios, pero la encontré en la
calle y decidí que la llevaría conmigo. Jamás pensé que me
protegería, diese suerte o fuese algo importante. Pero, allí
estaba. Esa cruz me trajo recuerdos y él pareció perdido en sus
pensamientos, al igual que yo lo hice por unos instantes.
—Estaba entre tus pertenencias cuando
decidió Marius cuidarte—explicó apartando mi mano con cuidado,
para luego quitársela y tendérmela—. Ahora estás aquí. No tengo
porqué llevarla para recordarme que el amor y los deseos tienen un
alto precio—susurró. Tomó mis manos entre las suyas, dejó el
colgante entre mis dedos y se bajó—. Vine porque deseaba verte.
Quería ver con mis propios ojos que sigues siendo el mismo hombre
que una vez fuiste. Ya no eres un ratón temeroso en un rincón de la
habitación. Mi presencia no te resulta incómoda, al igual que yo no
me siento abatido cuando te miro—rió como lo haría un niño y se
bajó de la mesa—. He mentido muchas veces, sobre todo en lo que
respecta a nosotros, y ahora no tengo porqué hacerlo. No hay
motivos.
Los inmortales solemos mentirnos para
poder superar los momentos más terribles, oscuros y dolorosos que
vivimos día a día. Es una forma de afrontar lo que sufrimos.
Algunos nos centramos en tareas mecánicas, como fue mi caso, y otros
intentan engañarse con falsos testimonios, como es el caso de
Armand, Louis o Marius. Tal vez debí impedir que se fuese de la
habitación, pero permití que se marchara y buscara cierta paz lejos
de mi presencia. Si bien, desde aquí, aclaro que no le odio, aunque
es imposible que podamos vivir sin discutir. Aceptaría sus abrazos,
aunque no del todo sus consejos. No suelo seguir los consejos de
nadie, pese a que los escucho con cuidado y los tengo presentes a la
hora de decidir qué hacer o qué sentir. Quizás medito demasiado
las cosas... Sí, lo hago. La próxima vez no le permitiré salir de
la habitación sin abrazarlo y darle las gracias por admitir que yo
fui importante para él, del mismo modo que él lo fue para mí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario