Lestat de Lioncourt
Recuerdo nuestro primer abrazo como si
fuese hoy mismo. Tan salvaje, como un animal en plena naturaleza,
esperando alcanzar la plenitud de un valle nuevo. Conquisté tus
tiernos labios demasiado pronto y te arranqué del mundo guardándote
entre mis brazos. Desnudé mi alma junto a la tuya, bañé de
caricias cada recoveco de tu cuerpo y tú cediste tan rápido a mis
deseos que la locura nos convirtió en dos monstruos hambrientos.
Teníamos hambre de amor y sed de lujuria. Tu cuerpo me alimentó
como yo alimenté el tuyo.
No olvido la primera vez que besé tus
rosados pezones, deslizando mi lengua con cuidado y deseo, mientras
apretaba con fuerza mis labios. Tus piernas cedieron rápidamente,
abriéndose húmedas bajo los pliegues de la falda de aquel vestido
primaveral. Mis manos, suaves y grandes, se deslizaron por tus
rodillas hasta tus muslos, de tus muslos a tus ingles y de éstas a
la cálida vagina que tanto codiciaba. Mi dedo índice estimulaba tu
clítoris mientras tú temblabas. Inexperta, pero conocedora de miles
de pecados, decidiste gemir buscando mi sexo.
Bajé mi cremallera y te ofrecí mi
miembro, para alimentar tu boca con mi cálida leche. Gemiste,
temblaste, bebiste y te convertiste así en mi amante. Pero no fue la
primera vez que probaste de mi manantial, ni yo me quedé atrás. En
aquellos cómodos asientos, de esa limusina tintada, te hice mía
repetidamente. Te permití ser mi amazona, que cabalgaras sobre mi
sexo, y despeinaras mis largos cabellos negros. Tú, salvaje
pelirroja, te convertiste en un animal seductor con unos ojos enormes
e insaciables.
Y allí, en aquel lugar pequeño y
confortable, tuvimos a nuestro primer hijo mucho antes de llegar a
las ruinas donde conmemoramos nuestro amor. Esas piedras en círculo,
alzándose en silencio, nos contemplaron y bendijeron. Después el
aeropuerto, los océanos, la playa, los hijos, los celos y el
desastre. Ahora sólo queda silencio. Un silencio terrible mientras
siento el frío que nos congela y nos mata.
No hay comentarios:
Publicar un comentario