Amadeo y Marius eran el uno para el otro, pero el fuego lo consumió todo. Reconozco que debí escuchar mejor la historia de aquel vampiro que me hizo la vida imposible...
Lestat de Lioncourt
—Estoy cansado de ti, de mí y de
todo—dijo de pie sosteniendo la máscara que yo le había
obsequiado.
Vestía con unas prendas encantadoras,
hechas a medida para él, en tono celeste con bordados dorados.
Parecía un ángel con aquellas medias blancas, esos zapatos de tacón
azul con hebillas resplandecientes y esa pequeña capa elegante, en
un tono un poco más oscuro que el celeste de sus restantes pendas.
El pañuelo blanco de su cuello realzaba éste, así como le daba un
poder mágico, como el fuego de una cálida hoguera, a su pelo.
Venecia derramaba su encanto en un carnaval demasiado pecaminoso, las
calles estaban a rebosar de almas que arderían en sus infiernos
personales y bajas pasiones, y se podía vislumbras tras los arcos de
piedra que había tras él. Era mi palazzo, el lugar donde lo hice
mío mil veces y susurré cientos de veces que le amaba. Ese
encantador lugar. Volví a mis recuerdos.
—Siempre me decepcionas... —susurró
trémulo con lágrimas en los ojos. Oh, aquellos ojos. Eran ojos
humanos. Las lágrimas eran translúcidas y saladas. Podía oler su
cálida sangre bombeando en su tierno y joven corazón. Deseaban
envolverlo entre mis brazos y decirle que le amaba.
—¡Yo te amo, Amadeo!—grité
despertándome en mi gigantesca cama de satén rojo, envuelto entre
mis sábanas y mi soledad.
Era una pesadilla recurrente. Daniel
estaba ya levantado, pese a su juventud, construyendo alguna de sus
maquetas. La nieve se acumulaba fuera. El mundo parecía un
cementerio frío y terrible. Mi mundo, el mundo que conocí entre
pinturas y cálidas conversaciones, se había convertido en fuego y
olvido hacía mucho tiempo. Odiaba a Santino. Necesitaba vengarme de
él. Quizás, al encontrar aquel día a Thorne, por eso terminé
provocando que aquel amable vikingo lo destruyera.
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