Michael y Mona tuvieron ciertos encuentros sexuales, los cuales quedaron reflejados en la historia que se narró sobre los Mayfair. De hecho la hija de Mona, Morrigan, era hija de Michael. Admito que saber eso me da una idea sobre el cariño y deseo que pudo tener Michael hacia ella durante un tiempo.
Lestat de Lioncourt
En aquella biblioteca, la cual rezumaba
aún el murmullo de una historia que jamás sería contada
correctamente, podía sentir que mi vida discurría con dificultad.
Encontraba una ligera mejoría, pero aún así me sentía aturdido y
cansado. Mi corazón había sufrido físicamente, pero también el
corazón sentimental estaba siendo torturado con su marcha sin
despedida. Cada noche tenía que marcharme de la biblioteca para
recostarme en una cama vacía, fría y sin su aroma. Había decidido
pasar la tarde entre viejos documentos, nuevos proyectos para mi
empresa de restauración y ciertas carpetas con archivos que debía
enviar urgentemente al correo. El trabajo me aislaba de la soledad,
pero también su joven presencia.
Se veía tan tierna recostada en aquel
sofá, con aquellas mejillas sonrosadas y llenas. Poseía una boca
pecaminosa, pese a su edad, y una mirada salvaje como desesperanzada.
Sus largos cabellos pelirrojos caían sobre sus hombros desnudos. El
vestido que llevaba ya no era tan infantil como los que usualmente
decía elegir de su armario. Parecía algo más adulta, pero seguía
siendo prácticamente una niña. Sus pequeños pechos se abultaban
bajo la suave tela de algodón blanco. Tenía unas piernas largas y
torneadas para su edad y su estatura. Se encontraba descalza, con el
cabello revuelto y somnolienta. Una adolescente que florecía como
una azucena salvaje.
Me quedé contemplando su nariz
salpicada por infinidad de pecas, así como sus mejillas y sus
delicados brazos. La observaba con calma y sin preocupación alguna.
Ella dormía, disfrutaba de un mundo onírico mucho más placentero
que la cruel realidad reinante. Por mi parte intentaba desvanecer mis
miedos y preocupaciones contemplando su descanso. No obstante me
incorporé para aproximarme a ella. Parecía un ángel que desconocía
el pecado y el dolor, pero no era así. Aquella criatura de delicadas
proporciones era un pequeño demonio con una inteligencia poderosa,
unas artes de seducción demasiado tentadoras y un cuerpo que llamaba
la atención a cualquier hombre.
Acabé de pie frente a ella, deslizando
mis manos ásperas por sus cabellos, para viajar hasta su escote y
palpar sus pequeños pechos. Ella se despertó mirándome ligeramente
somonolienta, pero poseía una sonrisa traviesa que iluminaba por
entero su rostro. Sin importarle nada, como si ya lo hubiese
previsto, remangó ligeramente su vestido mostrándome su sexo
desprovisto de ropa interior. A penas tenía algo de vello, y éste
era tan pelirrojo como los mechones de su cabeza.
Dudé durante unos instantes qué
hacer, pero acabé llevando un dedo hasta el borde de aquel pequeño
volcán. Tenía los labios cálidos, pero aún más cálido era su
clítoris que acabé tocando. Ella abrió mucho mejor sus piernas
recostándose de espaldas en el sofá. Sus caderas se alzaron y yo
acabé entre sus muslos.
Besaba su vientre, sus muslos e inglés.
Lamía su monte de Venus y la abertura cálida de aquel pequeño
tesoro. Terminé por introducir mi lengua y acairiciar, en círculos
suaves, su clítoris. También lo lamía rápido y desesperado, pero
volvía a los movimientos pausados concentrándome en su respiración
agitada. No tardó en llevar sus manos a sus pechos, apretándoslos
uno contra otros, mientras sus pezones se endurecían dejándose ver
bajo la tela.
Me había jurado que no ocurriría otra
vez, pero allí estaba bajándome la cremallera de la bragueta. Podía
notar su deseo, del mismo modo que ella notaba el mío. La atraje
hasta mí metiendo mis fuertes bazos bajo su cuerpo, pegando así su
trasero a mi entrepierna y sus muslos quedaron rodeando mis caderas.
Ella sonrió perversa moviendo su pelvis y jadeando suave, muy bajo,
como si fuese el ronroneo de un gato. Por mi parte, como no, ejercí
cierta violencia girándola contra el sofá, llevándola al borde de
ésta y penetrándola con deseo.
Mi miembro era demasiado grueso y ella
no estaba acostumbrada. Mis venas rozaban su estrecha vagina, la cual
me daba libre acceso. Gemía y lloraba de placer. Su vestido quedó
arrugado entorno a su cintura; el cual usaba para sujetarla con la
mano izquierda, pues con la diestra la agarraba del pelo tirando de
ella hacia atrás. Sus labios, canosos y seductores, se abrían
emitiendo largos gemidos que tan sólo me animaban a dominarla con
más ahínco.
Al derramarme en su interior ella
apretó con fuerza sus piernas, cerrándolas. Me aprisionaba con
fuerza, la misma con la que se había agarrado al sofá clavando sus
uñas. Tenía los ojos cerrados y la boca abierta, pero su lengua se
pasaba por sus labios como si pudiese saborear mi semen. Cuando
permitió soltarme mi miembro ya estaba flácido. La solté dejándola
sobre el sofá, pero decidió arrodillarse, como si implorara ante un
altar, para lamer los restos del semen que aún coronaba mi glande.
Percibí entonces como resbalaba de sus muslos unos pequeños hilos
de mi esencia, igual que ella estaba terriblemente empapada por haber
llegado a un orgasmo extremadamente placentero.
—Yo nunca te hubiese dejado, tío
Michael—dijo, apartando de sus labios mi miembro—. Amo tus
ásperas caricias—murmuró mirándome a los ojos comenzando a
masturbarme.
Reconozco que me erizó los vellos de
la nuca y permití que acariciara aquella piel sensible con sus
manos, sus labios, su lengua y sus pequeños pechos hasta que
nuevamente tuve una lógica erección. Si bien, aquella vez ella
decidió que su boca sería suficiente. Cuando la leche cayó en su
lengua, llenando aquella diminuta y carnosa boca, ella no dudó en
tragarlo mientras jugueteaba con el vello que coronaba mi sexo.
Quedé allí, de pie frente a ella, sin
saber qué hacer o decir. Me sentía perdido. Ella tomó una decisión
por ambos, pues se colocó bien el vestido y me sonrió como si fuese
un dulce ángel. Yo la agarré por la cintura, rodeándola y
pegándola a mi torso, pero ella decidió escabullirse hasta la
habitación que le había preparado.
Mona fue la única tentación que he
tenido y que, a día de hoy, sigue siéndolo. A veces la recuerdo
entre mis brazos, completamente dominaba por el placer y la lujuria,
pidiendo que moviese mis caderas con un ritmo duro y terrible. Ella
siempre será el único capricho que he permitido ofrecerme.
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