—Buenas noches, David—dije dejando
el libro en la estantería—. ¿Acaso vienes a advertirme?
—Hace tiempo que tiré la toalla
contigo—suspiró pesadamente encogiéndose de hombros, cruzando los
brazos sobre su pecho y apoyándose del lado derecho contra la
estantería—. Eres imposible—dijo con una sonrisa suave. Era
elegante y tenía un aspecto muy atractivo. Aquel cuerpo había sido
moldeado por su alma de hombre culto, refinado e intuitivo. Nada
quedaba de ese brillo del principio, tan alocado y sumido en nuevas
impresiones, sino que había otro más sabio que te transmitía
conocimiento y misterio.
—¿Y a qué debo entonces que vengas
a visitarme?—pregunté apartándome de la mesa.
—Viene a vernos—sugirió Amel
alborotado—. Pregúntale si desea jugar al ajedrez—murmuró
echándose a reír a carcajadas—. Tenemos ventaja, belleza.
Yo sólo sonreí contemplándolo.
Deseaba estrecharlo entre mis brazos y decirle cuan agradecido estaba
de tenerlo ahí. Pero me contuve. Tan sólo me giré por completo
hacia él y me perdí en sus ojos. Amel podía contarme todo lo que
pasaba por su cerebro, eso que ocultaba ese alma llena de pecados y
aciertos, si bien jamás me gustó leer las mentes. Siempre he
preferido el misterio, lo insólito y sorprendente. Conocer con
antemano lo que me van a contar es demasiado insípido.
—Quería saber cómo estás...—dijo
acercándose a mí, para apoyar sus manos sobre mis hombros.
—Vienes a comprobar si sigo siendo el
mismo irresponsable, carismático e idiota de siempre o si me he
vuelto loco y permitido que Amel tome el control. David, por favor.
Amel es feliz compartiendo conmigo éste tiempo, una conversación
que durará para siempre, y que nos arrebata a ambos la soledad que
sufríamos. Ésto nos beneficia a los dos—expliqué mientras iba
hacia mi escritorio, donde me apoyé, girándome hacia él—. Ya me
has visto.
—He cometido un acto
terrible—susurró.
—¿Has matado a alguien que no lo
merecía?—indagué.
—He jugado con fuego... Daniel y
yo...
—No me interesa la clase de juegos
que tengáis—aseveré mientras me sentaba—. No soy la hermanita
de la caridad, ni alguien con el alma pura y dulce. Yo no te puedo
aconsejar.
—Tiene miedo de Marius,
seguro—murmuró Amel.
—Marius no te hará nada. Nos
aseguraremos de ello—dije con la mano derecha sobre mi corazón.
David sólo asintió y se marchó. Los
líos de faldas eran sólo divertidos cuando yo era el causante.
¡Tenían emoción! Pero lejos de ese círculo vicioso eran aburridos
e incluso tedioso hablar con una moral de la cual carecía.
Lestat de Lioncourt
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