Lestat de Lioncourt
Era incomprensible. Durante algunos
meses había estado escuchando rumores sobre un programa de radio que
causaba sensación entre los más jóvenes, pero también entre
adultos de toda índole. Había escépticos que disfrutaban de las
historias de un diverso grupo de vampiros que transmitían normas,
vivencias y música a través de un portal online de radio. Era un
programa que poseía incluso una aplicación para móviles de última
generación y otros dispositivos. Se podía acceder con total
normalidad a la web desde cualquier punto del mundo, se escuchaba en
varios idiomas y se podía entender sus voces, de forma nítida, como
si cuchichearan en nuestro oído. También estaban los típicos
creyentes que adoraban a éstas criaturas, soñaban con ser uno de
ellos y rogaban por tener la suerte de toparse con uno de éstos
inmortales.
Tardé varios meses en armarme de
valor. Fue difícil para mí. Era duro admitir que había conocido a
varios de éstas criaturas e incluso, tenía que aceptar, que Mona,
esa chica desafiante a la par de inquieta, se había transformado en
lo que siempre creí que era la muerte en vida. Los vampiros existían
y yo lo sabía. Temía encender la radio y escucharlo a él. Ahora lo
llamaban Príncipe de los Vamprios. Yo había conseguido todos sus
libros y leído su historia. Hace años no lo conocía, no lo
comprendía y aún así lo amaba. En esos momentos sentía que ya no
era un amor platónico, tentador y ligeramente peligroso, sino algo
más importante.
Escuché durante horas a un adolescente
de unos doce o trece años, su voz era dulce aunque se notaba ciertos
cambios que quizás la sangre, así como la vida en las sombras, le
había proporcionado. Hablaba de las tragedias que habían acontecido
a espaldas del mundo. Leía e-mails y cartas de los fans del
programa, pero sobre todo aceptaba llamadas e información del mundo
de las tinieblas. Los vampiros estaban ahí. Se podía apreciar que
no era un mero truco.
Entonces, como si el destino hubiese
jugado nuevamente conmigo, lo escuché a él. Era un comunicado
enviado en audio. Hablaba de su hijo, del cual desconocía por
completo su existencia, como su sucesor en muchos aspectos. Se
vanagloriaba de la última reunión junto a sus amados compañeros.
De entre esos compañeros citó a Louis. Los celos se apoderaron de
mí y busqué un cigarrillo en mi bolso.
Había estado sin fumar por más de dos
meses, pero ahí estaba buscando el último que había dejado en mi
pitillera. Era como el recuerdo de no fumar. Estúpida de mí. Llené
mis pulmones de humo y recosté mi espalda en el sillón giratorio de
mi despacho. El café humeante no me calmaba, sino que me incitaba a
chillar. No lo hice. Igual que no estampé la taza contra el suelo,
algo que habría hecho liberar cierta tensión que sentía como una
culebra corriendo por mis venas.
En ese momento Michael entró en mi
despacho. La puerta estaba abierta y él decidió entrar sin llamar.
No esperaba importunarme ni encontrarme en ese estado. Me miró con
sus enormes, hermosos y amables ojos azules y se sentó en una de las
sillas que había frente a mi escritorio. No dijo nada.
Me quité los auriculares y apagué el
cigarrillo hundiéndolo en la taza de café. Después me acomodé el
cabello, pues empecé a llevarlo largo poco después de sentirme
abandonada por Lestat, y le miré intentando parecer serena. Él lo
supo. No tuve nada que decir.
Allí sentado, con la calma y la
paciencia que te dan los años, pude observar que tenía aún más
canas en sus patillas. Su barba estaba salpicada por algunos pelillos
blancos. Sus ojos azules eran muy llamativos. Tenía la piel algo más
oscura debido a todo un verano trabajando en diversas obras, codo con
codo con sus empleados, mientras que yo asistía a diversas reuniones
de neurociencia en varios Estados del país. Era un hombre atractivo,
al cual amaba, y aún así sentía celos por un dichoso vampiro que
no tuvo la educación de decirme adiós sin rodeos, de forma directa
y atenta.
Me sentí estúpida. Tenía todo.
Poseía éxito, poderes, una hija nacida en un vientre de alquiler y
un hombre maravilloso que deseaba estrecharme entre sus fuertes
brazos, sin importarle nada, y no era capaz de calmar mis celos.
Rompí a llorar y él se levantó, me abrazó y besó en el cuello
rodeándome allí mismo, sentada en mi sillón ejecutivo, mientras
dejaba que la ira se fuera con cada lágrima.
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