A media luz, como le gustan a los
bohemios y a los amantes, sentados en un café apartados del bullicio
ancestral de ese enjambre de almas que puede ser la ciudad, las
calles céntricas y sus correveidile. En el mostrador un joven
atendía rápidamente los pedidos y dos jóvenes camareras
distribuían estos por las mesas. Olía a café, té, dulces recién
elaborados y pan caliente. Era tarde. Muchos apenas estaban abriendo
los ojos y nosotros prácticamente dormitábamos.
Él estaba frente a mí, vestido como
cualquier otro adolescente, con esos cabellos castaño rojizos tan
perfectamente peinados, igual que si acabara de cepillarlos,
mirándome con sus enormes ojos cafés llenos de una emoción
extraña, mestiza y profunda. Me miraba con detenimiento, pero a la
vez intentaba no dejarse llevar por los recuerdos, buenos y malos,
que le aprisionaban con fuerza.
—Hay miles que te darán sus consejos
de forma gratuita, sin necesidad de pedirlos, pero tú decidirás
siempre tomar el camino más difícil—murmuró sin inmutarse cuando
una de las jóvenes, de estilizado cuello de cisne y hermosos ojos
azules, dejó la taza de cacao frente a él.
Era hermosa y radiante. Poseía un
aspecto fresco y divertido. Parecía la primavera encarnada en mujer,
pues tenía las mejillas sonrojadas y la piel nívea e impoluta. Sus
largos cabellos rubios estaban trenzados y recogidos en un moño
grueso, el cual parecía una espiga de trigo recogida sobre sí
misma. Hermosa, sin duda. Era bella y joven. Posiblemente no tenía
más de veinte años. Sus pechos turgentes se insinuaban en el ligero
escote de su jersey. Sus pantalones eran ajustados y ayudaban a
imaginar sus largas piernas. Pero él ni la miró. Posiblemente para
él la mujer más hermosa estaba en su mansión, a unas cuantas
manzanas, tocando apasionadamente el piano.
—Me gusta el camino difícil, es más
divertido—respondí riéndome bajo.
La chica dejó un café muy cerca de
mis manos, pero también una escueta nota con su número de teléfono.
Ni siquiera me había dignado a coquetear con ella, sin embargo ella
había tomado la iniciativa. No dudé en guiñarle un ojo bajando mis
gafas violetas de aviador, para luego recostarme en el asiento.
—Y también peligroso—apostilló.
—Lo peligroso también es divertido,
pues cuanto más al borde estás de la muerte, o de perder algo que
realmente aprecias, comprendes cuan importante es conservar la vida o
la esperanza—tomé la taza entre mis manos, sintiendo su agradable
calor, para luego echar una carcajada al aire. Me divertía—. Te
haces astuto.
—¿Astuto? Jamás aprendes—dijo—.
No seas mentiroso.
Había arrugado su pequeña nariz y
bufado como si fuese un gato molesto. Me entraron unas ganas
terribles de revolver su pelo, abrazarlo y susurrarle al oído que se
veía adorable, igual que un niño pequeño enojado porque su cometa
se perdió. Era peligroso, pero a mí me parecía inocente.
—La mentira es un don, pero ésta vez
no he mentido—musité olfateando el café e imitando un corto
sorbo.
—Yo no te veo más astuto—respondió
con una sonrisa llena de malicia.
—Soy más sibarita a la hora de
aceptar aventuras—puse la taza sobre su plato, y meneé suavemente
mi cabeza a ritmo de aquella balada de rock alternativo que sonaba en
la radio. Quería bailar y moverme entre las mesas, igual que si
fuese un escenario y yo su estrella principal, pero me contuve.
—Puede...
—¿Y qué has aprendido tú?—pregunté
por preguntar, aunque debo admitir que me moría de curiosidad—.
Hace tiempo que no tengo conocimiento de tus aventuras, de tus
locuras y motivaciones.
—Como bien sabes he seguido alguno de
tus consejos, pero otros los he desechado—susurró tomando la taza
entre sus pequeños y finos dedos. Eran manos pequeñas, como las de
un ángel, y tan blancas como las de una muñeca de porcelana. Apenas
quedaban restos de aquella exposición al sol. Se había curado
rápido, pero juraría que aún le dolían algunas heridas. No
parecía un monstruo de mármol, pero sí tenía un ligero aspecto de
talla venerada en las iglesias.
—Vaya, ¿sigues mis consejos?—dije
divertido.
—En cuanto a la literatura sí, pues
quiero comprender más los sentimientos humanos. ¿Y qué mejor lugar
que la literatura para hallarlos? También está la música, el cine,
y la tecnología...—sus ojos brillaban cuando hablaban de sus
motivaciones. No era el Armand de hacía siglos. Él era distinto.
Algo en él había cambiado mágicamente y eso, sin duda alguna, me
hacía feliz.
—¿Sigues desguazando objetos para
comprender su mágico funcionamiento?—entrecerré los ojos y moví
los dedos como si lo hechizara, pero él ni se inmutó.
—A ratos.—suspiró mirando por la
ventana. Había comenzado a llover. Eran las seis de la mañana y el
amanecer estaba como a una hora. Pronto tendríamos que marcharnos de
allí, no sin antes dejar una buena propina.
—No has cambiado nada en éstos
años—dije para molestarle, pues no era cierto.
—Ah... ¿y tú sí?
Giró su rostro hacia mí y por primera
vez, en mucho tiempo, pude ver de nuevo a ese muchacho perdido en
París. Era hermoso. Definitivamente cualquiera podría enamorarse de
él. Bajo esas ropas aún imaginaba su cintura estrecha, sus hombros
diminutos y frágiles, esa espalda menuda y sus elegantes pasos por
el mármol. Podría verlo moverse con descaro frente a los santos,
bajo las luces de las velas de aquella enorme iglesia, mientras el
resto de sus seguidores creían que moriríamos si pisábamos el
interior de una.
—Tal vez me he vuelto más precavido,
pero sigo siendo el mismo iluso de siempre—me encogí de hombros y
me dejé llevar por la canción tarareándola. Había escuchado ese
tema en las últimas noches. Amel parecía disfrutar del ritmo y yo
también—. Bueno, eso dicen.
—¿Crees todavía en nuestro
Señor?—no me esperaba esa pregunta, así que supongo que en mi
rostro se vio cierta sorpresa.
—No, Armand. Ya no creo en el
concepto del Bien y en el Mal, pero sí en el amor. ¿Crees en el
amor más allá de Dios?—pregunté.
—Creo, pero aún estoy ciego—hizo
un inciso y suspiró recostándose en el asiento—. No comprendo
bien el amor, pero lo codicio. Es un extraño vals que...
—Amas, Armand. Sabes amar, pero no lo
comprendes. Es difícil de comprender el amor, pues hay que dejarse
de egoísmos y centrarse en lo importante que es la felicidad de esa
persona que amas, codicias y necesitas. Sin embargo, tienes que
aprender a dejar que el amor sea libre y no a retenerlo hasta que se
marchita.
Mis palabras surgieron solas, del mismo
modo que me levanté de improvisto para sentarme a su lado, tomar sus
manos entre las mías y notar el calor frío de éstas. Quería
besarlo allí mismo. Necesitaba llenar su rostro con hermosos y
dulces besos que le hicieran olvidar el dolor, la soledad y las
promesas rotas. Tantas promesas rotas, tan preciadas y
significativas, como esas alas que una vez se perdieron quedando tan
sólo dibujadas, como si nada, en aquel hermoso cuadro.
—Pero yo quiero ser amado...—dijo a
punto de romper en lágrimas.
—Eres amado—le aseguré.
—¿Por quién?—su voz sonó ahogada
por lágrimas que no querían surgir, pues él las retenía con
fuerza.
—Por muchos, Armand—chisté—.
Incluso yo te amo.
—¿Me amas?—preguntó confuso.
—Creo que siempre te he amado a mi
modo, pequeño monstruo de rostro de ángel—le guié provocando que
se moviera molesto, apartando mis manos de las suyas, para girarse
instintivamente hacia la ventana. Un gesto huraño, pero típico de
él.
—¡Muérete!—dijo levantándose
dispuesto a huir.
De inmediato lo retuve entre mis
brazos, ofreciéndole el olor agradable de mi colonia y el tacto
ligeramente frío del cuero de mi chaqueta. Era incorregible. Parecía
un rockero trasnochado y él el pobre diablillo de mi hermano
pequeño, o quizás un primo, al que tenía que custodiar para llegar
bien a casa.
—No puedo, soy terriblemente inmortal
y si desapareciera, si ocurriera esa desgracia, tú llorarías tanto
como mi madre, Louis o David—susurré cerca de su oído, para luego
besar suavemente sus mejillas—. Jamás desapareceré. Ya no puedes
librarte de mí.
Lestat de Lioncourt
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