Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

jueves, 5 de noviembre de 2015

Dos monstruos en un café

A media luz, como le gustan a los bohemios y a los amantes, sentados en un café apartados del bullicio ancestral de ese enjambre de almas que puede ser la ciudad, las calles céntricas y sus correveidile. En el mostrador un joven atendía rápidamente los pedidos y dos jóvenes camareras distribuían estos por las mesas. Olía a café, té, dulces recién elaborados y pan caliente. Era tarde. Muchos apenas estaban abriendo los ojos y nosotros prácticamente dormitábamos.

Él estaba frente a mí, vestido como cualquier otro adolescente, con esos cabellos castaño rojizos tan perfectamente peinados, igual que si acabara de cepillarlos, mirándome con sus enormes ojos cafés llenos de una emoción extraña, mestiza y profunda. Me miraba con detenimiento, pero a la vez intentaba no dejarse llevar por los recuerdos, buenos y malos, que le aprisionaban con fuerza.

—Hay miles que te darán sus consejos de forma gratuita, sin necesidad de pedirlos, pero tú decidirás siempre tomar el camino más difícil—murmuró sin inmutarse cuando una de las jóvenes, de estilizado cuello de cisne y hermosos ojos azules, dejó la taza de cacao frente a él.

Era hermosa y radiante. Poseía un aspecto fresco y divertido. Parecía la primavera encarnada en mujer, pues tenía las mejillas sonrojadas y la piel nívea e impoluta. Sus largos cabellos rubios estaban trenzados y recogidos en un moño grueso, el cual parecía una espiga de trigo recogida sobre sí misma. Hermosa, sin duda. Era bella y joven. Posiblemente no tenía más de veinte años. Sus pechos turgentes se insinuaban en el ligero escote de su jersey. Sus pantalones eran ajustados y ayudaban a imaginar sus largas piernas. Pero él ni la miró. Posiblemente para él la mujer más hermosa estaba en su mansión, a unas cuantas manzanas, tocando apasionadamente el piano.

—Me gusta el camino difícil, es más divertido—respondí riéndome bajo.

La chica dejó un café muy cerca de mis manos, pero también una escueta nota con su número de teléfono. Ni siquiera me había dignado a coquetear con ella, sin embargo ella había tomado la iniciativa. No dudé en guiñarle un ojo bajando mis gafas violetas de aviador, para luego recostarme en el asiento.

—Y también peligroso—apostilló.

—Lo peligroso también es divertido, pues cuanto más al borde estás de la muerte, o de perder algo que realmente aprecias, comprendes cuan importante es conservar la vida o la esperanza—tomé la taza entre mis manos, sintiendo su agradable calor, para luego echar una carcajada al aire. Me divertía—. Te haces astuto.

—¿Astuto? Jamás aprendes—dijo—. No seas mentiroso.

Había arrugado su pequeña nariz y bufado como si fuese un gato molesto. Me entraron unas ganas terribles de revolver su pelo, abrazarlo y susurrarle al oído que se veía adorable, igual que un niño pequeño enojado porque su cometa se perdió. Era peligroso, pero a mí me parecía inocente.

—La mentira es un don, pero ésta vez no he mentido—musité olfateando el café e imitando un corto sorbo.

—Yo no te veo más astuto—respondió con una sonrisa llena de malicia.

—Soy más sibarita a la hora de aceptar aventuras—puse la taza sobre su plato, y meneé suavemente mi cabeza a ritmo de aquella balada de rock alternativo que sonaba en la radio. Quería bailar y moverme entre las mesas, igual que si fuese un escenario y yo su estrella principal, pero me contuve.



—Puede...

—¿Y qué has aprendido tú?—pregunté por preguntar, aunque debo admitir que me moría de curiosidad—. Hace tiempo que no tengo conocimiento de tus aventuras, de tus locuras y motivaciones.

—Como bien sabes he seguido alguno de tus consejos, pero otros los he desechado—susurró tomando la taza entre sus pequeños y finos dedos. Eran manos pequeñas, como las de un ángel, y tan blancas como las de una muñeca de porcelana. Apenas quedaban restos de aquella exposición al sol. Se había curado rápido, pero juraría que aún le dolían algunas heridas. No parecía un monstruo de mármol, pero sí tenía un ligero aspecto de talla venerada en las iglesias.

—Vaya, ¿sigues mis consejos?—dije divertido.

—En cuanto a la literatura sí, pues quiero comprender más los sentimientos humanos. ¿Y qué mejor lugar que la literatura para hallarlos? También está la música, el cine, y la tecnología...—sus ojos brillaban cuando hablaban de sus motivaciones. No era el Armand de hacía siglos. Él era distinto. Algo en él había cambiado mágicamente y eso, sin duda alguna, me hacía feliz.

—¿Sigues desguazando objetos para comprender su mágico funcionamiento?—entrecerré los ojos y moví los dedos como si lo hechizara, pero él ni se inmutó.

—A ratos.—suspiró mirando por la ventana. Había comenzado a llover. Eran las seis de la mañana y el amanecer estaba como a una hora. Pronto tendríamos que marcharnos de allí, no sin antes dejar una buena propina.

—No has cambiado nada en éstos años—dije para molestarle, pues no era cierto.

—Ah... ¿y tú sí?

Giró su rostro hacia mí y por primera vez, en mucho tiempo, pude ver de nuevo a ese muchacho perdido en París. Era hermoso. Definitivamente cualquiera podría enamorarse de él. Bajo esas ropas aún imaginaba su cintura estrecha, sus hombros diminutos y frágiles, esa espalda menuda y sus elegantes pasos por el mármol. Podría verlo moverse con descaro frente a los santos, bajo las luces de las velas de aquella enorme iglesia, mientras el resto de sus seguidores creían que moriríamos si pisábamos el interior de una.

—Tal vez me he vuelto más precavido, pero sigo siendo el mismo iluso de siempre—me encogí de hombros y me dejé llevar por la canción tarareándola. Había escuchado ese tema en las últimas noches. Amel parecía disfrutar del ritmo y yo también—. Bueno, eso dicen.

—¿Crees todavía en nuestro Señor?—no me esperaba esa pregunta, así que supongo que en mi rostro se vio cierta sorpresa.

—No, Armand. Ya no creo en el concepto del Bien y en el Mal, pero sí en el amor. ¿Crees en el amor más allá de Dios?—pregunté.

—Creo, pero aún estoy ciego—hizo un inciso y suspiró recostándose en el asiento—. No comprendo bien el amor, pero lo codicio. Es un extraño vals que...

—Amas, Armand. Sabes amar, pero no lo comprendes. Es difícil de comprender el amor, pues hay que dejarse de egoísmos y centrarse en lo importante que es la felicidad de esa persona que amas, codicias y necesitas. Sin embargo, tienes que aprender a dejar que el amor sea libre y no a retenerlo hasta que se marchita.

Mis palabras surgieron solas, del mismo modo que me levanté de improvisto para sentarme a su lado, tomar sus manos entre las mías y notar el calor frío de éstas. Quería besarlo allí mismo. Necesitaba llenar su rostro con hermosos y dulces besos que le hicieran olvidar el dolor, la soledad y las promesas rotas. Tantas promesas rotas, tan preciadas y significativas, como esas alas que una vez se perdieron quedando tan sólo dibujadas, como si nada, en aquel hermoso cuadro.

—Pero yo quiero ser amado...—dijo a punto de romper en lágrimas.

—Eres amado—le aseguré.

—¿Por quién?—su voz sonó ahogada por lágrimas que no querían surgir, pues él las retenía con fuerza.

—Por muchos, Armand—chisté—. Incluso yo te amo.

—¿Me amas?—preguntó confuso.

—Creo que siempre te he amado a mi modo, pequeño monstruo de rostro de ángel—le guié provocando que se moviera molesto, apartando mis manos de las suyas, para girarse instintivamente hacia la ventana. Un gesto huraño, pero típico de él.

—¡Muérete!—dijo levantándose dispuesto a huir.

De inmediato lo retuve entre mis brazos, ofreciéndole el olor agradable de mi colonia y el tacto ligeramente frío del cuero de mi chaqueta. Era incorregible. Parecía un rockero trasnochado y él el pobre diablillo de mi hermano pequeño, o quizás un primo, al que tenía que custodiar para llegar bien a casa.

—No puedo, soy terriblemente inmortal y si desapareciera, si ocurriera esa desgracia, tú llorarías tanto como mi madre, Louis o David—susurré cerca de su oído, para luego besar suavemente sus mejillas—. Jamás desapareceré. Ya no puedes librarte de mí.




Lestat de Lioncourt 

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Lestat de Lioncourt