Marius está defendiendo lo que es "suyo" o más bien "cree suyo".
Lestat de Lioncourt
—¿Podríamos hablar?—pregunté
interrumpiendo su animada charla consigo mismo. Se lamentaba por el
crimen que había cometido contra Maharet, pero aún no tenía
agallas de aceptar o asimilar que había hecho algo similar con
Khayman. Él aún distinguía entre “civiles” y “guerreros”
como si aquel pobre milenario, el cual lideró durante años una
resistencia que acabó protegiéndonos a todos, no hubiese sido usado
como un mero juguete de un espíritu aterrado y adolorido—.
Desearía hablar contigo sosegadamente—afirmé.
—Por supuesto—dijo incorporándose.
Estaba de rodillas reclinado contra un
pequeño altar vacío de dioses, flores o libros sagrados. Había
tomado aquel pequeño rincón olvidado en la capilla familiar del
castillo Lioncourt, en mitad de una importante reunión de la cúpula
de vampiros más poderosos o influyentes, para meditar y orar por sus
estúpidos planes. Su rostro era bondadoso pero sus ojos aún tenían
la frustración de una guerra mal trazada. Había escuchado grandes
cosas de él y de su reino oculto a los ojos y oídos del hombre, y
que ahora no existía ni siquiera sus pedazos, pero también tenía
conocimiento de su hipocresía.
—Me pregunto qué problema tienes con
mi Amadeo—dije acomodando la toga que había elegido para esa
noche.
Siempre que llegaba a mis reuniones me
desvinculaba de las ropas bárbaras que solían usar los hombres
modernos. Dejaba atrás mis camisa de seda en tonalidades borgoña o
cereza, me arrancaba los pantalones clásicos de color oscuro y los
zapatos cerrados para huir a mis viejas prendas. Incluso me deshacía
de la ropa interior que me impedía sentirme libre.
—Dirás Armand—indicó en tono
sosegado mientras remangaba las mangas de su pulcra y sencilla camisa
blanca—. Él ya no se considera Amadeo y tampoco cree ser tuyo.
—Lo que él crea poco me
importa—aseguré—. A mí sólo me interesa saber los motivos que
te llevan a desear su muerte.
—Es fácil...—susurró con una
sonrisa diabólica.
—Adelante, ilumíname—contesté
abriendo los brazos encogiendo mis hombros.
—Él incapacitó el buen juicio de
mis creaciones y acabaron siguiendo su desdichada religión. Algunos
de ellos acabaron muriendo—hablaba desde la rabia y el
desconocimiento.
Armand jamás torturó a sus
seguidores. Él sólo adoctrinaba en su fe, la cual creía cierta, a
todo aquel que se acercaba y lo escuchaba como si fuera un Mesías
surgido de los infiernos. Aquel rostro dulce, de querubín o niño de
coral de iglesia, provocaba que todos quedaran convencidos y
asombrados por la sensatez de sus palabras. En algo debían creer
cuando la muerte se volvía pesada y la vida parecía olvidada en un
pozo de recuerdos llenos de amargas lágrimas.
—Ellos pudieron resistirse—respondí.
—¡No si los secuestran!—exclamó.
—Eran libres de ir y venir—dije.
Era cierto salvo con Magnus. Él sabía
que era peligroso aquel hombre enajenado por su horrendo rostro y
cuerpo lleno de desgracias. Era un portentoso alquimista con un
cerebro privilegiado, pero también era un tullido de rostro de
gárgola y mirada aviesa. Sabía que estaba decidido a romper la
organización desde la base y por eso lo siguió. Y no le faltaba
razón. Magnus creó a un guerrero importante cuya espada eran sus
filosas palabras.
—¡Eso no lo sabes!—espetó.
—Lo sé porque siempre estuve
vigilándolo—admití para su asombro.
—Ah... así que es cierta tu
cobardía—susurró.
¿Mi cobardía? ¿Y qué había de la
suya? En ningún momento fue a por sus hijos, sus amigos y
seguidores. Ellos, que confiaron ciegamente en él, fueron
abandonados a su suerte.
—Simplemente me di cuenta que éramos
incompatibles en creencias—dije con cierta amargura en la punta de
mi lengua—. Él estaba demasiado influido por una vieja doctrina
renacida en su pecho como si fuese la semilla del mal.
—Claro, pero mientras tanto otros
sufrían las consecuencias de su abandono y dolor—se había
incorporado y girado hacia mí para enfrentarme. Realmente deseaba
desafiarme.
—Sigue pensando lo que quieras. Yo
sólo he venido a advertirte—mi tono de voz cambió dejando atrás
la amabilidad. Estaba profundamente molesto por su actitud. Sabía
que Amel ya no regía en su mente y era él quien hablaba con todas
las consecuencias de este aciago mundo.
—¿Tú a mí? Eres mucho más joven
que yo—dijo carcajeándose.
No me importaban sus casi 6.000 años.
No me interesaba lo que pudiese haber hecho en aquel lugar perdido de
la jungla, entre manglares y ruinas reconstruidas con la pasión
metódica que únicamente sabía tener Maharet, porque sólo podía
pensar en proteger a quien amaba.
—Tengo a Lestat de mi parte, Rhosh—le
aseguré.
—Prosigue...
Sabía bien que eso le detendría para
escucharme.
—Si pones tus sucias manos sobre
Armand o sobre cualquiera de mis creaciones, pero especialmente sobre
mi muchacho, te juro que no descansaré hasta que sus sesos y
entrañas decoren el suelo de mi palacio veneciano—dije con mis
ojos de frías tonalidades azules clavados en los suyos como si fuera
un infierno glacial.
—Ah... italiano tenías que ser... Se
nota que el espíritu de la mafia viene de antiguo.
—Sólo te advierto—aseguré antes
de marcharme para regresar al consejo de sabios que se estaba
celebrando.
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