Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

domingo, 2 de febrero de 2014

La rosa de los celos

Bonsoir mes amis

Aquí les traigo otra memoria de Arion y Petronia, pero esta actual. 

Lestat de Lioncourt

La vida es hermosa cuando encuentras tu lugar en el mundo, más allá del tiempo y de las circunstancias, porque sabes que allá donde vayas siempre habrá un pequeño rincón que te estará esperando con los brazos abiertos. Nápoles o Atenas eran los lugares que siempre hemos elegido para descansar. Como si no supiéramos marcharnos de nuestros recuerdos o si estos nos anclaran a la tierra, igual que las raíces de un viejo y centenario árbol. Respiro en el ambiente los viejos sucesos del pasado, camino por mi viejo Palazzo de Nápoles como si fuera una prolongación de mí mismo y me aíslo de la miseria actual. Desde hace algunos años hemos adquirido una nueva vivienda en Grecia. Sin embargo, debido a conflictos y momentos históricos desafortunados hemos regresado a Nápoles.

La noche había comenzado con precipitaciones débiles que empapaban las calles y refrescaban el ambiente. Las temperaturas no eran demasiado bajas y eso me permitía estar en el palazzo con tan sólo una de mis camisas blancas de algodón. Mi piel resaltaba con el blanco de las losas y también con mis prendas. El pantalón que había elegido era de vestir y había sido adquirido en Roma. Petronia me había insistido que debía modernizar mi vestuario para poder acceder al mercado de la compra y venta de oro, buscar nuevos inversionistas y conseguir que nuestra prestigiosa marca de joyería tuviese mayor relevancia en el mercado.

Había estado reunido hasta hacía unas horas en mi despacho con algunos distribuidores de gemas. Me agradaban sus rubíes y también las esmeraldas que poseían. Eran mortales muy agradables y terriblemente cautivadores. La mujer poseía un cuello largo, muy atractivo, que dejaba engalanar con un collar de perlas blancas de gran calidad. Tenía el pelo recogido para que se vieran sus pendientes de camafeo algo largos y grandes, aunque elegantes y de mi firma. El traje de sastre que vestía era impecable. El joven que la acompañaba era su aprendiz. El muchacho tendría unos veinticinco años. Un chico rubio de ojos profundos y azules, poseía una sonrisa ciertamente encantadora y una elegancia innata. Sin embargo, él era sólo un complemento para ella y un juguete en la cama cuando su esposo la perdía de vista. Ambos me habían enseñado su nuevo catálogo y precios. El acuerdo se había llevado a cabo tras meditarlo seriamente. Necesitaba nuevas piezas para poder crear un colgante especial para Petronia. Posiblemente, el modelo que había dibujado, terminaría siendo exclusivo y tan sólo aparecería en el próximo catálogo como muestra de nuestro trabajo.

Después de la reunión decidí caminar por la galería de arte. La cúpula había sido restaurada recientemente y los pequeños querubines parecían más sonrosados que nunca. Sus rizos dorados eran destellos de un sol que hacía milenios que no veía. Sin embargo, no sólo había ángeles blancos y rechonchos. Hacía mucho que mandé a realizar algunos ángeles negros y otros de cabello oscuro. Detestaba pensar que muchos así veían la perfección: seres rubios, blancos y de sonrisa de anuncio de televisión.

Manfred se había marchado cansado de esperarme. Había decidido quizás salir a pasear reencontrándose con su pasado en cada esquina, recordando como conoció a Petronia y su vida dio un cambio tan inesperado como brusco. Un hombre como él había encontrado finalmente su destino fatal en los brazos de un ser como mi amada hija de la sangre. Ella era mi compañera y una mujer excepcional salvo cuando su molestia crecía hasta convertirse en un monstruo de siete cabezas. Comprendía que la rabia la envenenara pues había padecido demasiadas calamidades que todavía arrastraba.

Decidí que era el momento idóneo para conversar con ella. Necesitaba hablar con claridad de nuestro nuevo negocio y la posibilidad de abrir una tienda en Mónaco. Caminé por los amplios pasillos repletos de encantadoras y altas columnas, tan gruesas como decorativas en sus capiteles jónicos y sus fustes con acanaladuras de ángulos matados que yo mismo había pedido tallar a mano. Deseaba un palazzo con hermosas vistas, perfección en cada detalle y mármol. Siempre he amado los suelos, esculturas y columnas de mármol.

A llegar a las enormes puertas de pomos dorados sentí un vuelco en mi corazón. Percibí una fragancia distinta y noté que provenía del interior de nuestra alcoba. No era ella, pues su presencia seguía envuelta en un perfume que yo mismo solía obsequiarle ocasionalmente. Cuando las puertas se abrieron mi vista se fijó en el centro de la habitación, cerca de su tocador, donde se hallaba sentada mientras un joven cepillaba su larga melena realizando un espectacular peinado.

Era un chico esbelto, de rostro aniñado y alto para su edad. Posiblemente podría tener la edad del joven Blackwood, Tarquin Blackwood, cuando Petronia lo trajo ante mí y ante Manfred. El muchacho poseía una piel pálida, de aspecto similar a la porcelana, que contrastaba con sus trenzados cabellos largos y negros como el azabache. Tenía una nariz respingona que encajaba perfectamente con sus pómulos algo definidos y su fino mentón. Era como contemplar a Adonis con ciertos rasgos femeninos. Sus hombros eran estrechos, pero a pesar de eso era grande y tenía una musculatura algo desarrollada. Vestía un jersey de lana celeste con cuello de pico y unos pantalones negros de vestir. No llevaba zapatos, pues estaban en la entrada de la habitación, y pude ver sus pies de dedos perfectos como los de sus hábiles manos.

Petronia vestía un vestido de gasa negro con un escote en forma de v muy pronunciado. Su largo cuello se veía tentador y pude observar que el muchacho lo rozaba disimuladamente. Aquello me entristeció y a la vez hizo que el volcán de mis celos escupiese ardiente magma. Mis ojos se llenaron de una rabia que intenté disimular aunque no lo logré en absoluto.

—Arion márchate—dijo sin siquiera girarse hacia mí.

El joven sí reparó en mí y me miró confuso. Tenía los ojos avellanados y profundos con unas cejas perfectas que parecían haber sido pintadas, o quizás cinceladas, por un gran artista. Aquella belleza me sobrecogió, pero a la vez avivó más mis celos.

—Vine a cepillarte—respondí guardando mis manos en los bolsillos del pantalón, para apretarlas mientras intentaba no hacer lo mismo con mi mentón—. Como de costumbre.

—Como ves Piero se encarga de ello—replicó con una sonrisa que podía ocultar planes perversos, tanto para el chico como para mí—. Puedes irte a jugar a las cartas con el baboso de tu amigo.

—Ese baboso lo trajiste tú—fue mi respuesta a su insolencia.

—Pero sin duda alguna es tu gran amigo. Él te adora y tú lo adoras. Así que yo he decidido encontrar una compañía más gratificante—se giró con elegancia hacia mí y me miró con aquellos profundos ojos negros que parecían estar hechos con trozos de cielo nocturno. Tan hermosa y desafiante. Tan única y decidida a expulsarme de nuestra habitación—. ¡Ahora cierra la maldita puerta y lárgate! ¡Quiero estar a solas con Piero!—exclamó al ver que ni siquiera había movido un músculo.

—¡No! ¡Este palazzo es tan tuyo como mío! ¡Quién debe marcharse es este imberbe!—acabé explotando sacando mis manos de los bolsillos para enfatizar mi enfado.

—¡Arion será mejor que te vayas ahora mismo! ¡Por tu bien y por el mío! ¡Por el bien de ambos!—gritó girándose de nuevo hacia el frente mientras el espejo reflejaba su belleza dura y desafiante. Tenía los labios y cejas fruncidos—. Piero termina tu peinado. ¿A qué estás esperando?—su voz sonó aterciopelada generando en mí mayores celos que antes.

—Sí, Petronia—el muchacho sonrió completamente extasiado por su belleza y dominio de la situación.

Quedé allí inmóvil bañado por la ira en un mar turbulento. Era como un barco que iba a la deriva y que sabía que terminaría zozobrando en medio de una cruel tempestad. La discusión sólo se había iniciado y por lo tanto quedaba aún lo peor. Fuera la llovizna se intensificó por unos segundos, como si el mundo se pusiera en mi lugar y me acompañara en aquellos momentos.

El joven tomó sin ningún miramiento el colgante con un hermoso camafeo que yo mismo había elaborado. Petronia era mi discípula y yo había tallado mucho antes hermosas joyas que vendía a altos precios. Ella copió mi técnica y la adaptó a su método de trabajo. Si bien, yo seguía creando joyas para ella y para compradores en todo el mundo. Al contemplar aquella pieza, símbolo de mi amor y pasión por ella, tomado con tanto desinterés para colgársela del cuello estallé nuevamente.

—¡Cómo te atreves a tomar esa delicada pieza de arte como si fuera una baratija!—grité acercándome a él para agarrarlo de las muñecas.

El muchacho giró su rostro a punto de romper a llorar. Estaba aterrado por mi reacción y parecía querer huir de mí lo antes posible. Ni siquiera me había detenido a leer su mente. Estaba tan celoso que no reaccionaba a otro estímulo que el visual. Petronia se incorporó rápidamente para tomarme de las manos intentando liberar al chico, pero no pudo. Eran como tenazas que dañaban los frágiles huesos de aquel mortal.

—¡Si tanto te molesta toma!—gritó arrancándose el colgante para pegarlo a mi pecho—. ¡Ponlo tú! ¡Maldita sea! ¡Ponlo tú!

—¡Tomas mucho interés en algo tan insignificante!—la increpé soltándolo para tomarla a ella de los brazos—. ¿Qué me ocultas mujer? ¿A caso estás pensando en abandonarme en brazos de un puberto que ni es capaz de sostenerme la mirada?

—Piero retírate. Márchate al hotel. Mañana te llamaré—él no sabía como reaccionar ante aquello—. ¡Hazme caso!

El joven finalmente se movió y corrió hacia las enormes puertas. Escuché sus zancadas por todo el pasillo de mármol hasta las enormes escaleras de caracol que daban a la entrada principal. Las pesadas puertas de hierro, madera y vidrieras se abrieron a duras penas por su escasa fuerza física y huyó dejando tras de si un portazo. Se marchó descalzo, sin abrigo y llorando. Las lágrimas acudieron a sus ojos nada más cruzar el pasillo, pues pude escuchar como iba gritando aterrado y con el alma temblorosa.

De inmediato Petronia me empujó mirándome como una fiera herida. Sus ojos eran igual que los de una pantera. Si no han visto a un animal salvaje mirarles directamente, sintiendo que su alma está condenada igual que sus último aliento, no podrán imaginar siquiera como puede mirarte ella con desafío, cólera ciega y rabia.

—¿Cómo te atreves?—siseó—. ¡Eres un maldito estúpido!—me empujó con fuerza provocando que tropezara y cayera sobre la cómoda cercana, donde a veces guardábamos algunos materiales y documentación de nuestras mercancías.

—¿Por qué lo has traído? ¡Sólo tenía que ver tu sonrisa para saber que gozabas con su compañía más que con la mía!—dije incorporándome.

El mueble había quedado dañado pero podría arreglarlo, no era la primera vez que algunos de nuestros muebles de anticuario habían resultado perjudicado en nuestras discusiones. Me llevé mi mano derecha a la cabeza pasándola por mi pelo rizado. Sentía que ella estaba molesta y yo no podía hacer nada para apaciguar su furia, pues yo también lo estaba.

—Lo he traído porque quise—dijo con los dientes apretados—. Tú no eres mi dueño Arion. Tú no eres mi dueño.

En ese momento me arrojó el camafeo, el cual me impactó en la cara y cayó al suelo quebrándose. Ambos miramos aquella pequeña joya de incunable valor. La había realizado hacía más de doscientos años y había sido una de las piezas de coleccionista más caras que jamás habían existido. Sólo había dos en todo el mundo y una fue a parar al cuello de la reina Isabel II, pero el original era el que ella acababa de destrozar presa de la ira. Nos sumimos ambos en un silencio incómodo, pero ella lo acabó rompiendo marchándose precipitadamente hacia la puerta.

Sin importarle absolutamente nada se arrancó el vestido dejando jirones por todo el pasillo. Iba en busca de su vestidor, allí donde guardaba su ropa de hombre, para poder vestirse para la ocasión. Saldría a pesar que llovía y se calaría hasta los huesos. Había decidido huir de nuevo a New Orleans.

Por mi parte quedé de pie mirando hacia el suelo. Aquella pequeña pieza de museo se había desquebrajado. Podía arreglarla, pero no volvería a lucir del mismo modo. Yo sabría que había estado rota y ella también. Me agaché quedando de rodillas mientras palpaba con cuidado la superficie desquebrajada. El relieve lo había sacado de una piedra de onic y tallado con gracia para sacar una rosa espectacular. El marco que poseía el camafeo era de oro y pequeños diamantes de gran calidad, pero diminutos y perfectos. La rosa había quedado rota por la mitad y sus delicados pétalos parecían marchitarse ante mis lágrimas.

La rosa Halfeti siempre le había fascinado a Petronia. Una mujer que siempre amó las flores y los grandes jardines, las fuentes con agua limpia y fresca, los pantanos llenos de animales de todo tipo y los balcones cargados de pequeñas macetas de flores diminutas. Ella, una mujer amante de la naturaleza, no podía dejar de admirar los pétalos de aquellas rosas provenientes de Turquía. Conseguía algún ramo, duraban escasos días y aún así ella era feliz contemplándolos. Decidí entonces crear ese hermoso camafeo para que siempre llevara una consigo. Y sin embargo él la había tocado y ella la había roto. Sabía bien que no había sido intencional y que sufriría por ese camafeo. Ella amaba su oficio y sabía que yo amaba el mío, el cual era sin duda el mismo. Una afición que nos unía y nos hundía en un silencio que a veces era incluso agobiante para nosotros.

Una de las ventanas tronó hasta estallar y después silencio mientras el viento se colaba. Manfred no había llegado y posiblemente llegaría hecho una sopa. Era de esos estúpidos que salían pesar del mal tiempo y Petronia estaba aficionándose a no pensar. No podía dejar de imaginar a ese muchacho tomándola por la cintura, besando su cuello y penando sus cabellos. De la misma forma que no podía dejar de pensar en ella en mis brazos sonriendo después de aquel maravilloso regalo.

No fui tras ella pues pensé que debía calmarse, llegar a New Orleans y concentrarse en sus pensamientos. Posiblemente se sentiría aún más molesta después de haber roto algo tan preciado para ambos. Tomé la dura decisión de ofrecerle una noche en paz y silencio por mi parte, para a su vez arreglar aquel desastre.

No tardé más de unos minutos en reaccionar e ir a mi mesa de trabajo. Con cuidado dejé la pequeña obra de arte sobre un delicado paño de terciopelo rojo y coloqué la lupa sobre esta. A pesar de mi buena vista necesitaba una ayuda. Tenía que usar pinzas y diverso material para reconstruir aquello sin que se apreciara muesca alguna. Había logrado restaurar cientos de piezas y por lo tanto sabía que podría lograrlo. Aún así ese suceso quedaría guardado en ambos como una pequeña desgracia.

Manfred llegó dos horas más tarde y no dijo nada. Tan sólo guardó silencio mientras me observaba de pie, con los brazos cruzados y posiblemente pensando que la discusión debió ser terrible para que me sumergiera en el silencio y en una tarea tan difícil. Por supuesto no dejé que se acercara, mi mirada cargada de furia logró que ni siquiera tuviese la mínima intención de sentarse a mi lado.

La mañana fue dura e insufrible. Detestaba saber que estaba en aquel pantano posiblemente entregándole varios cuerpos a sus caimanes. Ella los tenía domesticados, sanos y bien alimentados con la numerosa calaña que rondaban los bajos fondos de aquella ciudad. Si bien, más duro fue mi despertar sin ella en nuestra cama.

Su perfume aún rondaba las sábanas y bajo su almohada, la cual siempre terminaba en el suelo pues prefería usar la mía o mi torso, estaba su camisón de seda color vino. Me incorporé con él entre mis dedos recordando como estalló aquel hermoso camafeo tras una estúpida discusión. Los celos aún me torturaban de forma cruel provocando que meditara realmente el ir a buscarla o no. No obstante siempre había permanecido en el palazzo su regreso, pero en esos momentos no podía dejar de pensar que era posible que no regresara.

Tomé ropa de abrigo tan oscura como la noche y yo mismo. Era un gabán de tres cuartos grueso, pantalones igual de gruesos y unas botas idóneas para andar por las tierras que ella había conseguido gracias a los trucos con Manfred. La camisa era la misma que la noche anterior y el jersey era de cuello tortuga, uno de lana de oveja merina que ella me había obligado a comprar. Siempre vestía como ella deseaba y ella accedía a tomar las prendas que yo elegía. Estábamos unidos a pesar de las discusiones y numerosos desacuerdos. Sentía que mi corazón se partía igual que el camafeo cuando sopesaba la posibilidad de vivir una inmortalidad vacía de recuerdos, de momentos a su lado y de sus besos ardientes cuando finalmente optamos por amarnos.

La noche era igual de desapacible. Era un febrero que comenzaba lluvioso, aunque no eran intensas y podía volar bajo las nubes sin problemas. Tardaría horas en recorrer una distancia tan amplia, pero llegaría justo en el momento justo en el cual ella saliera a cazar. Había hecho cálculos exactos para averiguar el horario en el cual lograría alcanzarla.

Sin embargo, New Orleans había vivido una noche agitada. La tormenta eléctrica de la noche anterior había dejado algunos barrios sin luz. Al menos había arreciado y pese a lo encapotado que se hallaba el firmamento, el cual estaba cubierto de nubes grises, no llovería y la temperatura rondaba los dieciséis grados. Pese a todo estaba aún empapado y nada más aterrizar en Sugar Devil Islan sentí como mis botas se embarraban.

—¿Qué haces aquí?—escuché su voz y dirigí mi mirada hacia ella.

Estaba en la escalera del refugio que habían construido obreros que habían acabado siendo pasto de los caimanes. Ella misma se había encargado que nadie conociese aquel enorme misterio. La mayoría de los que allí habían ido no regresaron jamás a sus casas. Y sin embargo yo me hallaba allí de pie frente a ella, con el rostro aún congestionado por los celos y también por el sufrimiento de saber que estaba lejos de mis brazos.

—Vine a buscarte—respondí sin mover un músculo. Sabía que ella estaba furiosa por como me miraba y por su mandíbula apretada. Tenía un aspecto muy masculino cuando para mí como para ella era una mujer. No podía reconocerla como hombre a pesar que compartía parte del sexo opuesto.

—No te pregunto por lo obvio—dijo tras una amarga carcajada—. Eres tan estúpido, Arion.

—Necesitaba hablar contigo—susurré dando un par de pasos hacia ella, los cuales fueron difíciles debido a la inclinación de la tierra y el barro que hacía mis pasos resbaladizos.

—Conmigo ya no tienes nada de que hablar—comentó cruzándose de brazos mientras me daba la espalda.

Aquella espalda estrecha con su ligera cintura, la misma que rozaba las puntas de su trenza y que se hallaban envuelta en aquella chaqueta gris plomizo. Deseaba estrecharla entre mis brazos y sentir su delgada y delicada figura contra la mía mucho más ancha y de aspecto más robusto.

—Regresa a Nápoles—rogué acercándome al camino de baldosas que Tarquin había mandado construir.

—No pienso hacerlo. A partir de ahora este será mi lugar—explicó encogiéndose de hombros mientras me negaba un cruce de miradas, pues sabía que así me hería mucho más.

—Se lo regalaste a Tarquin—con aquellas palabras provoqué que se girara y me mirara con cierto odio.

Había sido un regalo a su creado. El chico necesitaba un lugar para ocultarse lo suficientemente escondido como para que nadie le buscase allí. Ella accedió a sus deseos y se lo obsequió como hacía tiempo lo había hecho con Manfred y aquel terreno para la fastuosa mansión que había mandado hacer casi a medida.

—Ese idiota me lo devolverá de un modo u otro—dijo achicando la mirada mientras fruncía sus perfectas y delineadas cejas—. Sabes que puedo obligarlo.

—Petronia regresa a casa—intenté tocar su brazo derecho para obtener cierto contacto con ella, pero de inmediato se alejó bajando los escasos escalones para ir hacia fuera del sendero. Quedó muy cerca del embarcadero, pero no se subió a la pequeña barcaza que allí intentaba no zozobrar, debido a las corrientes que esa noche tenía el pantano por la crecida de las aguas.

—¿Para qué? ¿Por qué? ¿Por ti?—aquellas preguntas las lanzó precipitadamente antes de echarse a reír a carcajadas crueles y obstinadas. Estaba seguro que deseaba refugiarse en mis brazos, como de costumbre, pero su orgullo podía mucho más—. ¡No me hagas reír Arion!

—Quiero que regreses a mi lado aunque tenga que compartirte con otro—susurré con la voz temblorosa porque la necesitaba—. Pude ver en él la fascinación que tiene por ti y como tú le adoras y proteges—mis ojos pugnaban por no dejar salir algunas lágrimas y ella lo sabía. Me tenía a su merced en ese momento y lo usaría para pisotearme. Aquella sonrisa me envenenó por completo—¡Lo mataré!

—¡No!—dijo furiosa acercándose a mí—. ¡Ni se te ocurra!

—¡Le proteges!—vociferé herido y finalmente le di una bofetada.

Siempre me reconcomía por dentro cuando lo hacía, pues sabía bien que mis manos debían curarla y no herirla. Ella no era de mi propiedad, pero mis celos me dominaban y me convertían en un monstruo que luchaba incansablemente por salir.
—¡Dices amarme pero no eres mejor que esos legionarios y patricios!—dijo rompiendo a llorar provocando que yo también lo hiciera. Intenté abrazarla pero me devolvió la bofetada y un empujón que me hizo caer sobre el barandal de la escalera, el cual cedió bajo mi peso y por la fuerza del impacto.

—Sabes bien que lo que hay en mi corazón es amor hacia ti. Temo que me arrebaten lo único que he amado por encima de todo e incluso de mí mismo. Eres una fiera por domesticar, pero no me importa. Yo te amo Petronia sin importarme nada. Nunca me ha importado. Siempre he querido protegerte. ¡Pero has encontrado a otro y me horroriza el saber que te irás de mi lado!—exploté del mismo modo que ella había explotado.

Ambos éramos dos fieras en ese momento completamente heridos y quizás emitiendo el último rugido. Nos mirábamos de forma intensa e irracional. Sin embargo, algo nos hizo salir de nuestra discusión sintiendo como llegaba un bote hacia la orilla. Ambos nos giramos quedando de cara al camino de losas y observamos como llegaban Tarquin y su compañera inmortal.

—¡¿Qué haces aquí?!—gritó aún desde el bote, el cual dejó con rapidez mientras ayudaba a Mona a bajar. La joven llevaba unos terribles tacones de aguja para nada aconsejables en un lugar como aquel.

—¡Es mi Santuario!—dijo orgullosa por la magnificencia del lugar. Era un sitio fastuoso y que había sido reconstruido por Tarquin con la idea de permanecer allí escondido, cerca de su viejo hogar, vigilando a todos los que una vez amó y aún amaba.

—¡Tú me lo diste!—exclamó caminando a grandes zancadas hasta nosotros.

Mona caminaba a duras penas e intentaba contener la ira de su noble Abelardo, como así lo llamaba. Su pequeño traje de pedrería era extremadamente llamativo. Poseía un escote en v extremadamente pronunciado y la falda a duras penas cubría la mitad de sus muslos. Sobre sus hombros llevaba el abrigo de su pareja, el cual estaba ensuciando sus zapatos y traje italianos para pelear con Petronia por la propiedad.

—¡Yo mandé construirlo!—rugió apretando sus puños porque deseaba golpearlo.

—¡Yo lo reformé! ¡Lo hice! ¡Es mío!—apostilló mirándola con un odio enfermizo.

—Todo lo que tu tienes Tarquin, inclusive la calderilla de tus bolsillos, es gracias a mí. Tu casa, tus propiedades, tus obras de arte o los camafeos de tu tía. Todo ha sido adquirido gracias al dinero que le ofrecí a Manfred para que pudiera casarse con esa estúpida de Virginia Lee—la cólera en la mirada de Tarquin aumentó del mismo modo que la saña con la cual le escupía Petronia aquella verdad cruel y sincera.

—¡Pero tú diste tu palabra!-dijo empujándola, lo cual fue sin duda un error.

Petronia lo golpeó duramente en el rostro hundiéndole el puño en el pómulo, provocando que sangrara y cayera a la crecida hierba. Se ensució el traje con el barro y su cuerpo quedó arrojado casi al borde del islote. Si bien, él se levantó y la abofeteó logrando que Petronia le pateara. Mona chillaba pidiéndole que parara y rogándole a Petronia que también lo hiciera. Por mi parte guardé silencio permitiendo aquello hasta que me pareció excesivo. Mona estaba a punto de llorar por el pánico que sentía. Ella sabía bien, gracias a Tarquin, de como podía ser su creadora. Comprobé entonces que Mona, aquella hermosa pelirroja, era mucho más inteligente y sensata que nuestro hijo. Pero cuando Tarquin fue a devolver el último golpe me interpuse entre ambos.

—¡Basta!—grité—. ¿Cómo te atreves a golpearla?—pregunté mirándolo con ira ciega—. Ella que te ama y te ha dado todo lo que tienes. Deberías estarle agradecido porque tienes incluso mudas limpias que ponerte. Todo lo que has disfrutado ha sido gracias a ella desde tu excelente educación hasta la familia que te ha rodeado. Todo lo que tienes Tarquin. Inclusive el poder estar al lado de Mona y haber conocido a tu gran héroe. Todo se lo debes a ella—aquello provocó que él quedara en silencio observándola de reojo mientras intentaba recobrar la compostura—. Márchate.

—Ya has oído al maestro, Tarquin—dijo rodeándome el brazo derecho mientras le miraba con suspicacia.

—Tarquin, por favor—susurró Mona tomándole del brazo derecho para que la atendiera—. Vamos a otro lugar. Podemos ir a la calle Amelia—dijo tomándolo del rostro con su mano diestra mientras le miraba completamente preocupada.

—Buenas noches Tarquin—dije en un tono gentil y él asintió aún sofocado.

—Buenas noches Arion—murmuró entre dientes mientras se marchaba hacia el bote.

Petronia y yo quedamos en silencio observando como las dos figuras se volvían lejanas y vacías. Las aguas estaban infestadas de caimanes que ella adoraba y prácticamente trataba como si fueran gatos. Por mi parte me sentía aún herido por las últimas palabras que nos habíamos ofrecido, pero ella seguía aferrada a mi brazo como si fuera un madero a la deriva.

—Ese joven me recuerda a mí—susurró tras un largo silencio en el cual se escucharon algunos insectos zumbar a nuestro alrededor—. Piero.

—¿Y qué tiene de parecido a ti? ¡No hay parecido alguno!—la aparté porque el sólo hecho de escuchar su nombre en sus labios me angustiaba y torturaba.

—¡Debiste leer su mente antes de comportarte tan ridículo!—me buscó el rostro tomándome de éste con sus manos. Unas manos finas y hermosas de dedos suaves y algo fríos.

Éramos como la noche y el día. Ella era extremadamente pasional y yo era mucho más taimado hasta que la tempestad nos arrastraba. Su piel era de mármol y la mía era tan oscura como la noche que nos rodeaba. Mis ojos profundos intentaban comprender esa mirada de angustia y desesperación que vi en ella. Quería que la escuchara y accedí a regañadientes.

—No entiendo porque debería.

—Piero ha sufrido malos tratos desde la cuna a manos de un padre borracho y adicto a los juegos de azar. Y no contento con esto ha ganado dinero ofreciendo a su hijo como una vulgar ramera a cuanto hombre ha podido. Incluso él ha violado a su hijo en repetidas ocasiones—su voz se volvió quebradiza mientras narraba esa epopeya. Pero yo estaba aún tan ciego y celoso que era incpaz de aceptarlo—. ¡Y aprecia mi trabajo! ¡Quiere aprender mi oficio! ¿No te recuerda a alguien? Tiene sueños y aspiraciones Arion—hizo una pausa colocándose de puntillas para dejar su frente contra la mía—. Tú me enseñaste eso.

—¡Sólo me dices eso para que me conforme!—la aparté de mí deseando que fuese mentira, pues había sido injusto y cruel con aquel muchacho—¡Mientes!—grité tomándola de los brazos para agitarla. De haber llevado su peculiar sombrero, el que casi siempre llevaba cuando vestía como un hombre, habría rodado hasta las pantanosas aguas que nos rodeaban.

—¡Suéltame imbécil! ¡No quiero saber nada de ti! ¡Ni de tus camafeos!—gritó queriendo apartarme pero era imposible. La tenía agarrada con fuerza y ella era más débil que yo.

—¡Petronia! ¡Por favor! ¡Dime la verdad!—respondí mientras sentía como mis botas se embarraban más y la noche se volvía algo más fresca.

—¡Te he dicho la verdad! ¡He dicho todo lo que debías saber!—exclamó furiosa antes de sentir mis labios.

De inmediato dejamos de discutir olvidándonos de todos y del lugar donde nos encontrábamos. Ella aceptó mi beso y sus brazos me rodearon apoyándose en mis hombros. Por el contrario mis manos acariciaban su cintura y ya no la tenía agarrada como si fuera una bestia descontrolada. Ese beso nos dejaba a ambos en silencio. Al apartarnos nos miramos como dos estúpidos y sentimos que el dolor que habíamos sentido se disipaba. No podíamos estar el uno sin el otro.

—Entremos—dijo apartándose para tomarme de la mano derecha y tirar finalmente de mí.

No era la primera vez que entraba en aquel lugar, pues ella ya me había indicado y enseñado lo que había logrado siglos atrás y no hacía mucho tuvimos una reunión con Tarquin en aquel paraíso infectado de caimanes, mosquitos y silencio. Sin embargo, no dejaba de parecerme increíble que aquello que hubiese construido y reformado para unos caprichosos inmortales.

Petronia no tardó en sonreír quitándose la chaqueta. Bajo esta tenía una camisa fina, casi transparente, y podía ver sus pechos con total claridad. No llevaba sujetador pues sus pechos eran firmes aunque pequeños, de pezones algo tostados y que en ese momento abultaban bajo la suave tela. Tenía una belleza que podía pugnar con la de cualquier mujer que no estuviese maldita como ella, pues sobre ella cayó esa maldición de la naturaleza que yo solía obviar y que sólo recordaba cuando ella se vestía de esa forma.

Me quité las botas dejándolas a un lado y me acerqué a ella besándola de nuevo. Mi boca y la suya se fundieron en una guerra sin cuartel. Mi lengua pugnaba con la suya por llevar el control mientras nuestras manos se deshacían de la ropa, la cual caía por el suelo mientras íbamos hacia el piso superior. Allí, donde había muerto Rebeca a manos de ella, había un dormitorio con una mullida cama y unos cuantos muebles que conformaban un espacio íntimo.

Su cuerpo delgado tenía algunos músculos definidos, pero era tan frágil que a veces dudaba de su fuerza. Pero ella era una fiera con una enorme coraza, la cual cuando caía era una mujer tierna y preocupada. Realmente quería a Tarquin aunque ambos no podían convivir más de cinco minutos. Era impensable que pudiesen compartir algo más que insultos. Por mi parte yo era su alma gemela. Éramos distintos y a la vez demasiado parecidos.

Ambos tuvimos que prostituirnos, pues yo era un esclavo sexual de mis diversos ambos. No fui vejado ni violado, pero tuve que dejar atrás mis sentimientos y ofrecer mis servicios a hombres que finalmente decían amarme entre gemidos. Ella vivió un auténtico calvario. Los golpes eran bienvenidos todos los días entre lágrimas y frustración. Pero sin duda ambos habíamos conocido el peso de los grilletes y el sabor amargo de ver cortada nuestra libertad. Los dos disfrutábamos del arte y de crearlo con cautela, en silencio y con la vista perdida en una diminuta pieza. Ella era mi mitad y yo era la suya. A pesar de los celos no podíamos separarnos. Los enfrentamientos no duraban más de unas horas o días, los cuales daban paso a momentos como aquellos.

Ella se tumbó en la cama ofreciéndome una maravillosa visión. Sus largas piernas se abrieron mientras sus manos palpaban su vientre hasta sus muslos y nuevamente subían hasta sus costados y pechos. Sus pezones eran como la guinda de un postre perfecto. Podía notar como sus pechos temblaban mientras ella respiraba por puro reflejo. Era hermosa, sobre todo cuando me aproximé a ella y deshice su trenza.

Me senté a su lado palpando su cuerpo mientras ella me guiaba mi mano hasta su sexo. Hundí mi dedo corazón junto al índice. Dos dedos que empezaron a estimularla logrando que gimiera bajo. Ella me incitaba a ser su amante nuevamente y unirme a ella perdiendo los estribos.

Acabé sobre ella, pero mi boca bajó rápidamente por su figura con besos y lamidas. Su vagina, bajo aquellos atrofiados testículos y pequeño pene que tomaba forma, estaba húmeda y dispuesta a sentir mi lengua. Con cuidado acaricié su clítoris con la punta y por último dejé una larga lamida entre sus labios inferiores. Mis dientes mordisquearon su monte de venus, para luego hundir mi lengua en su orificio mientras con mis dedos estimulaba su clítoris.

Sus manos acariciaban mis brazos, pero finalmente me agarraron de mis rizos negros mientras movía su pelvis completamente extasiada por el placer. Sus piernas se cerraron entorno a mi cabeza mientras se retorcía como serpiente sin cabeza. Apoyó los talones en el colchón mientras sus dedos se cerraba y dejó tenso el cuerpo llegando a un primer orgasmo. Pero yo continué lamiendo y jugando con su sexo. Gritaba mi nombre a sabiendas que no lo escucharía Manfred y los únicos que podrían ser testigos de ello eran los reptiles. Esos gemidos, el aroma de sus perlas de sudor sanguinolento y sus ojos llenos de deseo provocaban que mi miembro se endureciera, y no dudara en masturbarme mientras la hacía gritar de placer.

Tiró de mi pelo provocando que levantara mi rostro y me besó mientras cambiábamos las posiciones. Aquella noche quería dejar en claro que me amaba y deseaba a pesar de nuestras peleas. Caí de espaldas al colchón y ella se penetró sin mi ayuda. Mis manos acariciaron su vientre, el cual se contraía mientras sus movimientos cada vez eran más intensos. Con su anterior orgasmo había manchado de esperma su vientre, pues su sexo masculino aunque no fue tocado también contribuía en el sexo de algún modo.

Ella comenzó a cabalgarme ofreciéndome un espectáculo sensual y único. Sus manos acariciaban mi torso mientras las mías estrujaban sus pechos. Tenía los labios abiertos jadeando, maldiciendo por el placer, gimiendo mi nombre y también dejando escapar algún quejido. Su ritmo era suave en un principio, pero terminó siendo violento. La cama se quejaba, el colchón se movía de su sitio y sus cabellos caían salvajes sobre su cuerpo perlado de pequeñas gotitas rojizas. Yo también sudaba mientras repetía su nombre como si fuera la oración que me permitiese escalar el monte Olipo en busca de Afrodita. Pero ella era mi Afrodita, pues ella tenía un elixir único que me intoxicaba nada más lamer sus partes íntimas. Su sabor era adictivo y el calor con el cual me rodeaba mi miembro era único. Nunca más tuve sexo con otra mujer desde que llegó a mi vida. Ella era la razón por la cual no me había vuelto loco en mitad de la eternidad.

—¡Te amo!—grité sintiendo aquel hormigueo que era como un rayo que me atravesaba de pies a cabeza, dejando que los músculos de mi cuerpo se tensaran y finalmente llenara su vagina.

—¡Arion! ¡Te amo!—que dijera eso era sin duda especial. No estaba acostumbrado a escucharlo y quizás por ello le daba valor a sus palabras.

Ambos acabamos con un fuerte orgasmo que nos ofreció oleadas de placer. Un placer que era producto de la lujuria y de un amor profundo. Ambos caímos en el colchón de sábanas revueltas y nos quedamos dormidos. Las ventanas estaban cerradas y nadie entraría a un lugar como aquel, pues nadie en su sano juicio iría en busca de la isla pantanosa que se tragó al Loco Manfred.

La noche siguiente tuvo un despertar muy distinto al anterior. Ella dormía encima mía con nuestras piernas entrelazadas. En aquel momento recordé que llevaba conmigo el camafeo en el bolsillo izquierdo del pantalón. Con cierta dificultad estiré mi brazo y lo agarré, saqué el colgante con la pequeña pieza de arte y la dejé entorno a su cuello. Permanecimos allí algunas horas más y regresamos a Nápoles volando juntos, atados uno al otro, pero una vez allí nos dividimos encontrando a Manfred sollozando.

—¿Qué demonios te ocurre viejo infeliz?—preguntó Petronia propinándole una patada, ya que estaba sentado en el suelo de nuestro pequeño taller.

—Me encontraba muy triste y solo. Me puse a pensar en mi vida. En mi Virginia Lee—dijo llevando sus manos al rostro mientras seguía hipando y llorando—. ¡Ella fue mi trozo de cielo!

—Arion calla a ese maldito imbécil o te juro que lo mato—dijo molesta mientras se dirigía al dormitorio para poder tomar un baño y cambiarse de ropa.

—Manfred ¿una partida?—pregunté provocando que su arrugado rostro se iluminara.

—¡Sí! ¡Sí!—gritó provocando que Petronia, desde la otra habitación, gruñera molesta.


Son escasas las noches en las cuales puedo escuchar de sus labios un te amo, ínfimas las que puedo retenerla en la cama y terribles las que debo dormir solo. Pero cada pelea se compensa con sus besos y con despertar a su lado.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt