Bonsoir mes amis
Aquí les traigo otra memoria de Arion y Petronia, pero esta actual.
Lestat de Lioncourt
La vida es hermosa cuando encuentras tu
lugar en el mundo, más allá del tiempo y de las circunstancias,
porque sabes que allá donde vayas siempre habrá un pequeño rincón
que te estará esperando con los brazos abiertos. Nápoles o Atenas
eran los lugares que siempre hemos elegido para descansar. Como si no
supiéramos marcharnos de nuestros recuerdos o si estos nos anclaran
a la tierra, igual que las raíces de un viejo y centenario árbol.
Respiro en el ambiente los viejos sucesos del pasado, camino por mi
viejo Palazzo de Nápoles como si fuera una prolongación de mí
mismo y me aíslo de la miseria actual. Desde hace algunos años
hemos adquirido una nueva vivienda en Grecia. Sin embargo, debido a
conflictos y momentos históricos desafortunados hemos regresado a
Nápoles.
La noche había comenzado con
precipitaciones débiles que empapaban las calles y refrescaban el
ambiente. Las temperaturas no eran demasiado bajas y eso me permitía
estar en el palazzo con tan sólo una de mis camisas blancas de
algodón. Mi piel resaltaba con el blanco de las losas y también con
mis prendas. El pantalón que había elegido era de vestir y había
sido adquirido en Roma. Petronia me había insistido que debía
modernizar mi vestuario para poder acceder al mercado de la compra y
venta de oro, buscar nuevos inversionistas y conseguir que nuestra
prestigiosa marca de joyería tuviese mayor relevancia en el mercado.
Había estado reunido hasta hacía unas
horas en mi despacho con algunos distribuidores de gemas. Me
agradaban sus rubíes y también las esmeraldas que poseían. Eran
mortales muy agradables y terriblemente cautivadores. La mujer poseía
un cuello largo, muy atractivo, que dejaba engalanar con un collar de
perlas blancas de gran calidad. Tenía el pelo recogido para que se
vieran sus pendientes de camafeo algo largos y grandes, aunque
elegantes y de mi firma. El traje de sastre que vestía era
impecable. El joven que la acompañaba era su aprendiz. El muchacho
tendría unos veinticinco años. Un chico rubio de ojos profundos y
azules, poseía una sonrisa ciertamente encantadora y una elegancia
innata. Sin embargo, él era sólo un complemento para ella y un
juguete en la cama cuando su esposo la perdía de vista. Ambos me
habían enseñado su nuevo catálogo y precios. El acuerdo se había
llevado a cabo tras meditarlo seriamente. Necesitaba nuevas piezas
para poder crear un colgante especial para Petronia. Posiblemente, el
modelo que había dibujado, terminaría siendo exclusivo y tan sólo
aparecería en el próximo catálogo como muestra de nuestro trabajo.
Después de la reunión decidí caminar
por la galería de arte. La cúpula había sido restaurada
recientemente y los pequeños querubines parecían más sonrosados
que nunca. Sus rizos dorados eran destellos de un sol que hacía
milenios que no veía. Sin embargo, no sólo había ángeles blancos
y rechonchos. Hacía mucho que mandé a realizar algunos ángeles
negros y otros de cabello oscuro. Detestaba pensar que muchos así
veían la perfección: seres rubios, blancos y de sonrisa de anuncio
de televisión.
Manfred se había marchado cansado de
esperarme. Había decidido quizás salir a pasear reencontrándose
con su pasado en cada esquina, recordando como conoció a Petronia y
su vida dio un cambio tan inesperado como brusco. Un hombre como él
había encontrado finalmente su destino fatal en los brazos de un ser
como mi amada hija de la sangre. Ella era mi compañera y una mujer
excepcional salvo cuando su molestia crecía hasta convertirse en un
monstruo de siete cabezas. Comprendía que la rabia la envenenara
pues había padecido demasiadas calamidades que todavía arrastraba.
Decidí que era el momento idóneo para
conversar con ella. Necesitaba hablar con claridad de nuestro nuevo
negocio y la posibilidad de abrir una tienda en Mónaco. Caminé por
los amplios pasillos repletos de encantadoras y altas columnas, tan
gruesas como decorativas en sus capiteles jónicos y sus fustes con
acanaladuras de ángulos matados que yo mismo había pedido tallar a
mano. Deseaba un palazzo con hermosas vistas, perfección en cada
detalle y mármol. Siempre he amado los suelos, esculturas y columnas
de mármol.
A llegar a las enormes puertas de pomos
dorados sentí un vuelco en mi corazón. Percibí una fragancia
distinta y noté que provenía del interior de nuestra alcoba. No era
ella, pues su presencia seguía envuelta en un perfume que yo mismo
solía obsequiarle ocasionalmente. Cuando las puertas se abrieron mi
vista se fijó en el centro de la habitación, cerca de su tocador,
donde se hallaba sentada mientras un joven cepillaba su larga melena
realizando un espectacular peinado.
Era un chico esbelto, de rostro aniñado
y alto para su edad. Posiblemente podría tener la edad del joven
Blackwood, Tarquin Blackwood, cuando Petronia lo trajo ante mí y
ante Manfred. El muchacho poseía una piel pálida, de aspecto
similar a la porcelana, que contrastaba con sus trenzados cabellos
largos y negros como el azabache. Tenía una nariz respingona que
encajaba perfectamente con sus pómulos algo definidos y su fino
mentón. Era como contemplar a Adonis con ciertos rasgos femeninos.
Sus hombros eran estrechos, pero a pesar de eso era grande y tenía
una musculatura algo desarrollada. Vestía un jersey de lana celeste
con cuello de pico y unos pantalones negros de vestir. No llevaba
zapatos, pues estaban en la entrada de la habitación, y pude ver sus
pies de dedos perfectos como los de sus hábiles manos.
Petronia vestía un vestido de gasa
negro con un escote en forma de v muy pronunciado. Su largo cuello se
veía tentador y pude observar que el muchacho lo rozaba
disimuladamente. Aquello me entristeció y a la vez hizo que el
volcán de mis celos escupiese ardiente magma. Mis ojos se llenaron
de una rabia que intenté disimular aunque no lo logré en absoluto.
—Arion márchate—dijo sin siquiera
girarse hacia mí.
El joven sí reparó en mí y me miró
confuso. Tenía los ojos avellanados y profundos con unas cejas
perfectas que parecían haber sido pintadas, o quizás cinceladas,
por un gran artista. Aquella belleza me sobrecogió, pero a la vez
avivó más mis celos.
—Vine a cepillarte—respondí
guardando mis manos en los bolsillos del pantalón, para apretarlas
mientras intentaba no hacer lo mismo con mi mentón—. Como de
costumbre.
—Como ves Piero se encarga de
ello—replicó con una sonrisa que podía ocultar planes perversos,
tanto para el chico como para mí—. Puedes irte a jugar a las
cartas con el baboso de tu amigo.
—Ese baboso lo trajiste tú—fue mi
respuesta a su insolencia.
—Pero sin duda alguna es tu gran
amigo. Él te adora y tú lo adoras. Así que yo he decidido
encontrar una compañía más gratificante—se giró con elegancia
hacia mí y me miró con aquellos profundos ojos negros que parecían
estar hechos con trozos de cielo nocturno. Tan hermosa y desafiante.
Tan única y decidida a expulsarme de nuestra habitación—. ¡Ahora
cierra la maldita puerta y lárgate! ¡Quiero estar a solas con
Piero!—exclamó al ver que ni siquiera había movido un músculo.
—¡No! ¡Este palazzo es tan tuyo
como mío! ¡Quién debe marcharse es este imberbe!—acabé
explotando sacando mis manos de los bolsillos para enfatizar mi
enfado.
—¡Arion será mejor que te vayas
ahora mismo! ¡Por tu bien y por el mío! ¡Por el bien de
ambos!—gritó girándose de nuevo hacia el frente mientras el
espejo reflejaba su belleza dura y desafiante. Tenía los labios y
cejas fruncidos—. Piero termina tu peinado. ¿A qué estás
esperando?—su voz sonó aterciopelada generando en mí mayores
celos que antes.
—Sí, Petronia—el muchacho sonrió
completamente extasiado por su belleza y dominio de la situación.
Quedé allí inmóvil bañado por la
ira en un mar turbulento. Era como un barco que iba a la deriva y que
sabía que terminaría zozobrando en medio de una cruel tempestad. La
discusión sólo se había iniciado y por lo tanto quedaba aún lo
peor. Fuera la llovizna se intensificó por unos segundos, como si el
mundo se pusiera en mi lugar y me acompañara en aquellos momentos.
El joven tomó sin ningún miramiento
el colgante con un hermoso camafeo que yo mismo había elaborado.
Petronia era mi discípula y yo había tallado mucho antes hermosas
joyas que vendía a altos precios. Ella copió mi técnica y la
adaptó a su método de trabajo. Si bien, yo seguía creando joyas
para ella y para compradores en todo el mundo. Al contemplar aquella
pieza, símbolo de mi amor y pasión por ella, tomado con tanto
desinterés para colgársela del cuello estallé nuevamente.
—¡Cómo te atreves a tomar esa
delicada pieza de arte como si fuera una baratija!—grité
acercándome a él para agarrarlo de las muñecas.
El muchacho giró su rostro a punto de
romper a llorar. Estaba aterrado por mi reacción y parecía querer
huir de mí lo antes posible. Ni siquiera me había detenido a leer
su mente. Estaba tan celoso que no reaccionaba a otro estímulo que
el visual. Petronia se incorporó rápidamente para tomarme de las
manos intentando liberar al chico, pero no pudo. Eran como tenazas
que dañaban los frágiles huesos de aquel mortal.
—¡Si tanto te molesta toma!—gritó
arrancándose el colgante para pegarlo a mi pecho—. ¡Ponlo tú!
¡Maldita sea! ¡Ponlo tú!
—¡Tomas mucho interés en algo tan
insignificante!—la increpé soltándolo para tomarla a ella de los
brazos—. ¿Qué me ocultas mujer? ¿A caso estás pensando en
abandonarme en brazos de un puberto que ni es capaz de sostenerme la
mirada?
—Piero retírate. Márchate al hotel.
Mañana te llamaré—él no sabía como reaccionar ante aquello—.
¡Hazme caso!
El joven finalmente se movió y corrió
hacia las enormes puertas. Escuché sus zancadas por todo el pasillo
de mármol hasta las enormes escaleras de caracol que daban a la
entrada principal. Las pesadas puertas de hierro, madera y vidrieras
se abrieron a duras penas por su escasa fuerza física y huyó
dejando tras de si un portazo. Se marchó descalzo, sin abrigo y
llorando. Las lágrimas acudieron a sus ojos nada más cruzar el
pasillo, pues pude escuchar como iba gritando aterrado y con el alma
temblorosa.
De inmediato Petronia me empujó
mirándome como una fiera herida. Sus ojos eran igual que los de una
pantera. Si no han visto a un animal salvaje mirarles directamente,
sintiendo que su alma está condenada igual que sus último aliento,
no podrán imaginar siquiera como puede mirarte ella con desafío,
cólera ciega y rabia.
—¿Cómo te atreves?—siseó—.
¡Eres un maldito estúpido!—me empujó con fuerza provocando que
tropezara y cayera sobre la cómoda cercana, donde a veces
guardábamos algunos materiales y documentación de nuestras
mercancías.
—¿Por qué lo has traído? ¡Sólo
tenía que ver tu sonrisa para saber que gozabas con su compañía
más que con la mía!—dije incorporándome.
El mueble había quedado dañado pero
podría arreglarlo, no era la primera vez que algunos de nuestros
muebles de anticuario habían resultado perjudicado en nuestras
discusiones. Me llevé mi mano derecha a la cabeza pasándola por mi
pelo rizado. Sentía que ella estaba molesta y yo no podía hacer
nada para apaciguar su furia, pues yo también lo estaba.
—Lo he traído porque quise—dijo
con los dientes apretados—. Tú no eres mi dueño Arion. Tú no
eres mi dueño.
En ese momento me arrojó el camafeo,
el cual me impactó en la cara y cayó al suelo quebrándose. Ambos
miramos aquella pequeña joya de incunable valor. La había realizado
hacía más de doscientos años y había sido una de las piezas de
coleccionista más caras que jamás habían existido. Sólo había
dos en todo el mundo y una fue a parar al cuello de la reina Isabel
II, pero el original era el que ella acababa de destrozar presa de la
ira. Nos sumimos ambos en un silencio incómodo, pero ella lo acabó
rompiendo marchándose precipitadamente hacia la puerta.
Sin importarle absolutamente nada se
arrancó el vestido dejando jirones por todo el pasillo. Iba en busca
de su vestidor, allí donde guardaba su ropa de hombre, para poder
vestirse para la ocasión. Saldría a pesar que llovía y se calaría
hasta los huesos. Había decidido huir de nuevo a New Orleans.
Por mi parte quedé de pie mirando
hacia el suelo. Aquella pequeña pieza de museo se había
desquebrajado. Podía arreglarla, pero no volvería a lucir del mismo
modo. Yo sabría que había estado rota y ella también. Me agaché
quedando de rodillas mientras palpaba con cuidado la superficie
desquebrajada. El relieve lo había sacado de una piedra de onic y
tallado con gracia para sacar una rosa espectacular. El marco que
poseía el camafeo era de oro y pequeños diamantes de gran calidad,
pero diminutos y perfectos. La rosa había quedado rota por la mitad
y sus delicados pétalos parecían marchitarse ante mis lágrimas.
La rosa Halfeti siempre le había
fascinado a Petronia. Una mujer que siempre amó las flores y los
grandes jardines, las fuentes con agua limpia y fresca, los pantanos
llenos de animales de todo tipo y los balcones cargados de pequeñas
macetas de flores diminutas. Ella, una mujer amante de la naturaleza,
no podía dejar de admirar los pétalos de aquellas rosas
provenientes de Turquía. Conseguía algún ramo, duraban escasos
días y aún así ella era feliz contemplándolos. Decidí entonces
crear ese hermoso camafeo para que siempre llevara una consigo. Y sin
embargo él la había tocado y ella la había roto. Sabía bien que
no había sido intencional y que sufriría por ese camafeo. Ella
amaba su oficio y sabía que yo amaba el mío, el cual era sin duda
el mismo. Una afición que nos unía y nos hundía en un silencio que
a veces era incluso agobiante para nosotros.
Una de las ventanas tronó hasta
estallar y después silencio mientras el viento se colaba. Manfred no
había llegado y posiblemente llegaría hecho una sopa. Era de esos
estúpidos que salían pesar del mal tiempo y Petronia estaba
aficionándose a no pensar. No podía dejar de imaginar a ese
muchacho tomándola por la cintura, besando su cuello y penando sus
cabellos. De la misma forma que no podía dejar de pensar en ella en
mis brazos sonriendo después de aquel maravilloso regalo.
No fui tras ella pues pensé que debía
calmarse, llegar a New Orleans y concentrarse en sus pensamientos.
Posiblemente se sentiría aún más molesta después de haber roto
algo tan preciado para ambos. Tomé la dura decisión de ofrecerle
una noche en paz y silencio por mi parte, para a su vez arreglar
aquel desastre.
No tardé más de unos minutos en
reaccionar e ir a mi mesa de trabajo. Con cuidado dejé la pequeña
obra de arte sobre un delicado paño de terciopelo rojo y coloqué la
lupa sobre esta. A pesar de mi buena vista necesitaba una ayuda.
Tenía que usar pinzas y diverso material para reconstruir aquello
sin que se apreciara muesca alguna. Había logrado restaurar cientos
de piezas y por lo tanto sabía que podría lograrlo. Aún así ese
suceso quedaría guardado en ambos como una pequeña desgracia.
Manfred llegó dos horas más tarde y
no dijo nada. Tan sólo guardó silencio mientras me observaba de
pie, con los brazos cruzados y posiblemente pensando que la discusión
debió ser terrible para que me sumergiera en el silencio y en una
tarea tan difícil. Por supuesto no dejé que se acercara, mi mirada
cargada de furia logró que ni siquiera tuviese la mínima intención
de sentarse a mi lado.
La mañana fue dura e insufrible.
Detestaba saber que estaba en aquel pantano posiblemente entregándole
varios cuerpos a sus caimanes. Ella los tenía domesticados, sanos y
bien alimentados con la numerosa calaña que rondaban los bajos
fondos de aquella ciudad. Si bien, más duro fue mi despertar sin
ella en nuestra cama.
Su perfume aún rondaba las sábanas y
bajo su almohada, la cual siempre terminaba en el suelo pues prefería
usar la mía o mi torso, estaba su camisón de seda color vino. Me
incorporé con él entre mis dedos recordando como estalló aquel
hermoso camafeo tras una estúpida discusión. Los celos aún me
torturaban de forma cruel provocando que meditara realmente el ir a
buscarla o no. No obstante siempre había permanecido en el palazzo
su regreso, pero en esos momentos no podía dejar de pensar que era
posible que no regresara.
Tomé ropa de abrigo tan oscura como la
noche y yo mismo. Era un gabán de tres cuartos grueso, pantalones
igual de gruesos y unas botas idóneas para andar por las tierras que
ella había conseguido gracias a los trucos con Manfred. La camisa
era la misma que la noche anterior y el jersey era de cuello tortuga,
uno de lana de oveja merina que ella me había obligado a comprar.
Siempre vestía como ella deseaba y ella accedía a tomar las prendas
que yo elegía. Estábamos unidos a pesar de las discusiones y
numerosos desacuerdos. Sentía que mi corazón se partía igual que
el camafeo cuando sopesaba la posibilidad de vivir una inmortalidad
vacía de recuerdos, de momentos a su lado y de sus besos ardientes
cuando finalmente optamos por amarnos.
La noche era igual de desapacible. Era
un febrero que comenzaba lluvioso, aunque no eran intensas y podía
volar bajo las nubes sin problemas. Tardaría horas en recorrer una
distancia tan amplia, pero llegaría justo en el momento justo en el
cual ella saliera a cazar. Había hecho cálculos exactos para
averiguar el horario en el cual lograría alcanzarla.
Sin embargo, New Orleans había vivido
una noche agitada. La tormenta eléctrica de la noche anterior había
dejado algunos barrios sin luz. Al menos había arreciado y pese a lo
encapotado que se hallaba el firmamento, el cual estaba cubierto de
nubes grises, no llovería y la temperatura rondaba los dieciséis
grados. Pese a todo estaba aún empapado y nada más aterrizar en
Sugar Devil Islan sentí como mis botas se embarraban.
—¿Qué haces aquí?—escuché su
voz y dirigí mi mirada hacia ella.
Estaba en la escalera del refugio que
habían construido obreros que habían acabado siendo pasto de los
caimanes. Ella misma se había encargado que nadie conociese aquel
enorme misterio. La mayoría de los que allí habían ido no
regresaron jamás a sus casas. Y sin embargo yo me hallaba allí de
pie frente a ella, con el rostro aún congestionado por los celos y
también por el sufrimiento de saber que estaba lejos de mis brazos.
—Vine a buscarte—respondí sin
mover un músculo. Sabía que ella estaba furiosa por como me miraba
y por su mandíbula apretada. Tenía un aspecto muy masculino cuando
para mí como para ella era una mujer. No podía reconocerla como
hombre a pesar que compartía parte del sexo opuesto.
—No te pregunto por lo obvio—dijo
tras una amarga carcajada—. Eres tan estúpido, Arion.
—Necesitaba hablar contigo—susurré
dando un par de pasos hacia ella, los cuales fueron difíciles debido
a la inclinación de la tierra y el barro que hacía mis pasos
resbaladizos.
—Conmigo ya no tienes nada de que
hablar—comentó cruzándose de brazos mientras me daba la espalda.
Aquella espalda estrecha con su ligera
cintura, la misma que rozaba las puntas de su trenza y que se
hallaban envuelta en aquella chaqueta gris plomizo. Deseaba
estrecharla entre mis brazos y sentir su delgada y delicada figura
contra la mía mucho más ancha y de aspecto más robusto.
—Regresa a Nápoles—rogué
acercándome al camino de baldosas que Tarquin había mandado
construir.
—No pienso hacerlo. A partir de ahora
este será mi lugar—explicó encogiéndose de hombros mientras me
negaba un cruce de miradas, pues sabía que así me hería mucho más.
—Se lo regalaste a Tarquin—con
aquellas palabras provoqué que se girara y me mirara con cierto
odio.
Había sido un regalo a su creado. El
chico necesitaba un lugar para ocultarse lo suficientemente escondido
como para que nadie le buscase allí. Ella accedió a sus deseos y se
lo obsequió como hacía tiempo lo había hecho con Manfred y aquel
terreno para la fastuosa mansión que había mandado hacer casi a
medida.
—Ese idiota me lo devolverá de un
modo u otro—dijo achicando la mirada mientras fruncía sus
perfectas y delineadas cejas—. Sabes que puedo obligarlo.
—Petronia regresa a casa—intenté
tocar su brazo derecho para obtener cierto contacto con ella, pero de
inmediato se alejó bajando los escasos escalones para ir hacia fuera
del sendero. Quedó muy cerca del embarcadero, pero no se subió a la
pequeña barcaza que allí intentaba no zozobrar, debido a las
corrientes que esa noche tenía el pantano por la crecida de las
aguas.
—¿Para qué? ¿Por qué? ¿Por
ti?—aquellas preguntas las lanzó precipitadamente antes de echarse
a reír a carcajadas crueles y obstinadas. Estaba seguro que deseaba
refugiarse en mis brazos, como de costumbre, pero su orgullo podía
mucho más—. ¡No me hagas reír Arion!
—Quiero que regreses a mi lado aunque
tenga que compartirte con otro—susurré con la voz temblorosa
porque la necesitaba—. Pude ver en él la fascinación que tiene
por ti y como tú le adoras y proteges—mis ojos pugnaban por no
dejar salir algunas lágrimas y ella lo sabía. Me tenía a su merced
en ese momento y lo usaría para pisotearme. Aquella sonrisa me
envenenó por completo—¡Lo mataré!
—¡No!—dijo furiosa acercándose a
mí—. ¡Ni se te ocurra!
—¡Le proteges!—vociferé herido y
finalmente le di una bofetada.
Siempre me reconcomía por dentro
cuando lo hacía, pues sabía bien que mis manos debían curarla y no
herirla. Ella no era de mi propiedad, pero mis celos me dominaban y
me convertían en un monstruo que luchaba incansablemente por salir.
—¡Dices amarme pero no eres mejor
que esos legionarios y patricios!—dijo rompiendo a llorar
provocando que yo también lo hiciera. Intenté abrazarla pero me
devolvió la bofetada y un empujón que me hizo caer sobre el
barandal de la escalera, el cual cedió bajo mi peso y por la fuerza
del impacto.
—Sabes bien que lo que hay en mi
corazón es amor hacia ti. Temo que me arrebaten lo único que he
amado por encima de todo e incluso de mí mismo. Eres una fiera por
domesticar, pero no me importa. Yo te amo Petronia sin importarme
nada. Nunca me ha importado. Siempre he querido protegerte. ¡Pero
has encontrado a otro y me horroriza el saber que te irás de mi
lado!—exploté del mismo modo que ella había explotado.
Ambos éramos dos fieras en ese momento
completamente heridos y quizás emitiendo el último rugido. Nos
mirábamos de forma intensa e irracional. Sin embargo, algo nos hizo
salir de nuestra discusión sintiendo como llegaba un bote hacia la
orilla. Ambos nos giramos quedando de cara al camino de losas y
observamos como llegaban Tarquin y su compañera inmortal.
—¡¿Qué haces aquí?!—gritó aún
desde el bote, el cual dejó con rapidez mientras ayudaba a Mona a
bajar. La joven llevaba unos terribles tacones de aguja para nada
aconsejables en un lugar como aquel.
—¡Es mi Santuario!—dijo orgullosa
por la magnificencia del lugar. Era un sitio fastuoso y que había
sido reconstruido por Tarquin con la idea de permanecer allí
escondido, cerca de su viejo hogar, vigilando a todos los que una vez
amó y aún amaba.
—¡Tú me lo diste!—exclamó
caminando a grandes zancadas hasta nosotros.
Mona caminaba a duras penas e intentaba
contener la ira de su noble Abelardo, como así lo llamaba. Su
pequeño traje de pedrería era extremadamente llamativo. Poseía un
escote en v extremadamente pronunciado y la falda a duras penas
cubría la mitad de sus muslos. Sobre sus hombros llevaba el abrigo
de su pareja, el cual estaba ensuciando sus zapatos y traje italianos
para pelear con Petronia por la propiedad.
—¡Yo mandé construirlo!—rugió
apretando sus puños porque deseaba golpearlo.
—¡Yo lo reformé! ¡Lo hice! ¡Es
mío!—apostilló mirándola con un odio enfermizo.
—Todo lo que tu tienes Tarquin,
inclusive la calderilla de tus bolsillos, es gracias a mí. Tu casa,
tus propiedades, tus obras de arte o los camafeos de tu tía. Todo ha
sido adquirido gracias al dinero que le ofrecí a Manfred para que
pudiera casarse con esa estúpida de Virginia Lee—la cólera en la
mirada de Tarquin aumentó del mismo modo que la saña con la cual le
escupía Petronia aquella verdad cruel y sincera.
—¡Pero tú diste tu palabra!-dijo
empujándola, lo cual fue sin duda un error.
Petronia lo golpeó duramente en el
rostro hundiéndole el puño en el pómulo, provocando que sangrara y
cayera a la crecida hierba. Se ensució el traje con el barro y su
cuerpo quedó arrojado casi al borde del islote. Si bien, él se
levantó y la abofeteó logrando que Petronia le pateara. Mona
chillaba pidiéndole que parara y rogándole a Petronia que también
lo hiciera. Por mi parte guardé silencio permitiendo aquello hasta
que me pareció excesivo. Mona estaba a punto de llorar por el pánico
que sentía. Ella sabía bien, gracias a Tarquin, de como podía ser
su creadora. Comprobé entonces que Mona, aquella hermosa pelirroja,
era mucho más inteligente y sensata que nuestro hijo. Pero cuando
Tarquin fue a devolver el último golpe me interpuse entre ambos.
—¡Basta!—grité—. ¿Cómo te
atreves a golpearla?—pregunté mirándolo con ira ciega—. Ella
que te ama y te ha dado todo lo que tienes. Deberías estarle
agradecido porque tienes incluso mudas limpias que ponerte. Todo lo
que has disfrutado ha sido gracias a ella desde tu excelente
educación hasta la familia que te ha rodeado. Todo lo que tienes
Tarquin. Inclusive el poder estar al lado de Mona y haber conocido a
tu gran héroe. Todo se lo debes a ella—aquello provocó que él
quedara en silencio observándola de reojo mientras intentaba
recobrar la compostura—. Márchate.
—Ya has oído al maestro,
Tarquin—dijo rodeándome el brazo derecho mientras le miraba con
suspicacia.
—Tarquin, por favor—susurró Mona
tomándole del brazo derecho para que la atendiera—. Vamos a otro
lugar. Podemos ir a la calle Amelia—dijo tomándolo del rostro con
su mano diestra mientras le miraba completamente preocupada.
—Buenas noches Tarquin—dije en un
tono gentil y él asintió aún sofocado.
—Buenas noches Arion—murmuró entre
dientes mientras se marchaba hacia el bote.
Petronia y yo quedamos en silencio
observando como las dos figuras se volvían lejanas y vacías. Las
aguas estaban infestadas de caimanes que ella adoraba y prácticamente
trataba como si fueran gatos. Por mi parte me sentía aún herido por
las últimas palabras que nos habíamos ofrecido, pero ella seguía
aferrada a mi brazo como si fuera un madero a la deriva.
—Ese joven me recuerda a mí—susurró
tras un largo silencio en el cual se escucharon algunos insectos
zumbar a nuestro alrededor—. Piero.
—¿Y qué tiene de parecido a ti? ¡No
hay parecido alguno!—la aparté porque el sólo hecho de escuchar
su nombre en sus labios me angustiaba y torturaba.
—¡Debiste leer su mente antes de
comportarte tan ridículo!—me buscó el rostro tomándome de éste
con sus manos. Unas manos finas y hermosas de dedos suaves y algo
fríos.
Éramos como la noche y el día. Ella
era extremadamente pasional y yo era mucho más taimado hasta que la
tempestad nos arrastraba. Su piel era de mármol y la mía era tan
oscura como la noche que nos rodeaba. Mis ojos profundos intentaban
comprender esa mirada de angustia y desesperación que vi en ella.
Quería que la escuchara y accedí a regañadientes.
—No entiendo porque debería.
—Piero ha sufrido malos tratos desde
la cuna a manos de un padre borracho y adicto a los juegos de azar. Y
no contento con esto ha ganado dinero ofreciendo a su hijo como una
vulgar ramera a cuanto hombre ha podido. Incluso él ha violado a su
hijo en repetidas ocasiones—su voz se volvió quebradiza mientras
narraba esa epopeya. Pero yo estaba aún tan ciego y celoso que era
incpaz de aceptarlo—. ¡Y aprecia mi trabajo! ¡Quiere aprender mi
oficio! ¿No te recuerda a alguien? Tiene sueños y aspiraciones
Arion—hizo una pausa colocándose de puntillas para dejar su frente
contra la mía—. Tú me enseñaste eso.
—¡Sólo me dices eso para que me
conforme!—la aparté de mí deseando que fuese mentira, pues había
sido injusto y cruel con aquel muchacho—¡Mientes!—grité
tomándola de los brazos para agitarla. De haber llevado su peculiar
sombrero, el que casi siempre llevaba cuando vestía como un hombre,
habría rodado hasta las pantanosas aguas que nos rodeaban.
—¡Suéltame imbécil! ¡No quiero
saber nada de ti! ¡Ni de tus camafeos!—gritó queriendo apartarme
pero era imposible. La tenía agarrada con fuerza y ella era más
débil que yo.
—¡Petronia! ¡Por favor! ¡Dime la
verdad!—respondí mientras sentía como mis botas se embarraban más
y la noche se volvía algo más fresca.
—¡Te he dicho la verdad! ¡He dicho
todo lo que debías saber!—exclamó furiosa antes de sentir mis
labios.
De inmediato dejamos de discutir
olvidándonos de todos y del lugar donde nos encontrábamos. Ella
aceptó mi beso y sus brazos me rodearon apoyándose en mis hombros.
Por el contrario mis manos acariciaban su cintura y ya no la tenía
agarrada como si fuera una bestia descontrolada. Ese beso nos dejaba
a ambos en silencio. Al apartarnos nos miramos como dos estúpidos y
sentimos que el dolor que habíamos sentido se disipaba. No podíamos
estar el uno sin el otro.
—Entremos—dijo apartándose para
tomarme de la mano derecha y tirar finalmente de mí.
No era la primera vez que entraba en
aquel lugar, pues ella ya me había indicado y enseñado lo que había
logrado siglos atrás y no hacía mucho tuvimos una reunión con
Tarquin en aquel paraíso infectado de caimanes, mosquitos y
silencio. Sin embargo, no dejaba de parecerme increíble que aquello
que hubiese construido y reformado para unos caprichosos inmortales.
Petronia no tardó en sonreír
quitándose la chaqueta. Bajo esta tenía una camisa fina, casi
transparente, y podía ver sus pechos con total claridad. No llevaba
sujetador pues sus pechos eran firmes aunque pequeños, de pezones
algo tostados y que en ese momento abultaban bajo la suave tela.
Tenía una belleza que podía pugnar con la de cualquier mujer que no
estuviese maldita como ella, pues sobre ella cayó esa maldición de
la naturaleza que yo solía obviar y que sólo recordaba cuando ella
se vestía de esa forma.
Me quité las botas dejándolas a un
lado y me acerqué a ella besándola de nuevo. Mi boca y la suya se
fundieron en una guerra sin cuartel. Mi lengua pugnaba con la suya
por llevar el control mientras nuestras manos se deshacían de la
ropa, la cual caía por el suelo mientras íbamos hacia el piso
superior. Allí, donde había muerto Rebeca a manos de ella, había
un dormitorio con una mullida cama y unos cuantos muebles que
conformaban un espacio íntimo.
Su cuerpo delgado tenía algunos
músculos definidos, pero era tan frágil que a veces dudaba de su
fuerza. Pero ella era una fiera con una enorme coraza, la cual cuando
caía era una mujer tierna y preocupada. Realmente quería a Tarquin
aunque ambos no podían convivir más de cinco minutos. Era
impensable que pudiesen compartir algo más que insultos. Por mi
parte yo era su alma gemela. Éramos distintos y a la vez demasiado
parecidos.
Ambos tuvimos que prostituirnos, pues
yo era un esclavo sexual de mis diversos ambos. No fui vejado ni
violado, pero tuve que dejar atrás mis sentimientos y ofrecer mis
servicios a hombres que finalmente decían amarme entre gemidos. Ella
vivió un auténtico calvario. Los golpes eran bienvenidos todos los
días entre lágrimas y frustración. Pero sin duda ambos habíamos
conocido el peso de los grilletes y el sabor amargo de ver cortada
nuestra libertad. Los dos disfrutábamos del arte y de crearlo con
cautela, en silencio y con la vista perdida en una diminuta pieza.
Ella era mi mitad y yo era la suya. A pesar de los celos no podíamos
separarnos. Los enfrentamientos no duraban más de unas horas o días,
los cuales daban paso a momentos como aquellos.
Ella se tumbó en la cama ofreciéndome
una maravillosa visión. Sus largas piernas se abrieron mientras sus
manos palpaban su vientre hasta sus muslos y nuevamente subían hasta
sus costados y pechos. Sus pezones eran como la guinda de un postre
perfecto. Podía notar como sus pechos temblaban mientras ella
respiraba por puro reflejo. Era hermosa, sobre todo cuando me
aproximé a ella y deshice su trenza.
Me senté a su lado palpando su cuerpo
mientras ella me guiaba mi mano hasta su sexo. Hundí mi dedo corazón
junto al índice. Dos dedos que empezaron a estimularla logrando que
gimiera bajo. Ella me incitaba a ser su amante nuevamente y unirme a
ella perdiendo los estribos.
Acabé sobre ella, pero mi boca bajó
rápidamente por su figura con besos y lamidas. Su vagina, bajo
aquellos atrofiados testículos y pequeño pene que tomaba forma,
estaba húmeda y dispuesta a sentir mi lengua. Con cuidado acaricié
su clítoris con la punta y por último dejé una larga lamida entre
sus labios inferiores. Mis dientes mordisquearon su monte de venus,
para luego hundir mi lengua en su orificio mientras con mis dedos
estimulaba su clítoris.
Sus manos acariciaban mis brazos, pero
finalmente me agarraron de mis rizos negros mientras movía su pelvis
completamente extasiada por el placer. Sus piernas se cerraron
entorno a mi cabeza mientras se retorcía como serpiente sin cabeza.
Apoyó los talones en el colchón mientras sus dedos se cerraba y
dejó tenso el cuerpo llegando a un primer orgasmo. Pero yo continué
lamiendo y jugando con su sexo. Gritaba mi nombre a sabiendas que no
lo escucharía Manfred y los únicos que podrían ser testigos de
ello eran los reptiles. Esos gemidos, el aroma de sus perlas de sudor
sanguinolento y sus ojos llenos de deseo provocaban que mi miembro se
endureciera, y no dudara en masturbarme mientras la hacía gritar de
placer.
Tiró de mi pelo provocando que
levantara mi rostro y me besó mientras cambiábamos las posiciones.
Aquella noche quería dejar en claro que me amaba y deseaba a pesar
de nuestras peleas. Caí de espaldas al colchón y ella se penetró
sin mi ayuda. Mis manos acariciaron su vientre, el cual se contraía
mientras sus movimientos cada vez eran más intensos. Con su anterior
orgasmo había manchado de esperma su vientre, pues su sexo masculino
aunque no fue tocado también contribuía en el sexo de algún modo.
Ella comenzó a cabalgarme ofreciéndome
un espectáculo sensual y único. Sus manos acariciaban mi torso
mientras las mías estrujaban sus pechos. Tenía los labios abiertos
jadeando, maldiciendo por el placer, gimiendo mi nombre y también
dejando escapar algún quejido. Su ritmo era suave en un principio,
pero terminó siendo violento. La cama se quejaba, el colchón se
movía de su sitio y sus cabellos caían salvajes sobre su cuerpo
perlado de pequeñas gotitas rojizas. Yo también sudaba mientras
repetía su nombre como si fuera la oración que me permitiese
escalar el monte Olipo en busca de Afrodita. Pero ella era mi
Afrodita, pues ella tenía un elixir único que me intoxicaba nada
más lamer sus partes íntimas. Su sabor era adictivo y el calor con
el cual me rodeaba mi miembro era único. Nunca más tuve sexo con
otra mujer desde que llegó a mi vida. Ella era la razón por la cual
no me había vuelto loco en mitad de la eternidad.
—¡Te amo!—grité sintiendo aquel
hormigueo que era como un rayo que me atravesaba de pies a cabeza,
dejando que los músculos de mi cuerpo se tensaran y finalmente
llenara su vagina.
—¡Arion! ¡Te amo!—que dijera eso
era sin duda especial. No estaba acostumbrado a escucharlo y quizás
por ello le daba valor a sus palabras.
Ambos acabamos con un fuerte orgasmo
que nos ofreció oleadas de placer. Un placer que era producto de la
lujuria y de un amor profundo. Ambos caímos en el colchón de
sábanas revueltas y nos quedamos dormidos. Las ventanas estaban
cerradas y nadie entraría a un lugar como aquel, pues nadie en su
sano juicio iría en busca de la isla pantanosa que se tragó al Loco
Manfred.
La noche siguiente tuvo un despertar
muy distinto al anterior. Ella dormía encima mía con nuestras
piernas entrelazadas. En aquel momento recordé que llevaba conmigo
el camafeo en el bolsillo izquierdo del pantalón. Con cierta
dificultad estiré mi brazo y lo agarré, saqué el colgante con la
pequeña pieza de arte y la dejé entorno a su cuello. Permanecimos
allí algunas horas más y regresamos a Nápoles volando juntos,
atados uno al otro, pero una vez allí nos dividimos encontrando a
Manfred sollozando.
—¿Qué demonios te ocurre viejo
infeliz?—preguntó Petronia propinándole una patada, ya que estaba
sentado en el suelo de nuestro pequeño taller.
—Me encontraba muy triste y solo. Me
puse a pensar en mi vida. En mi Virginia Lee—dijo llevando sus
manos al rostro mientras seguía hipando y llorando—. ¡Ella fue mi
trozo de cielo!
—Arion calla a ese maldito imbécil o
te juro que lo mato—dijo molesta mientras se dirigía al dormitorio
para poder tomar un baño y cambiarse de ropa.
—Manfred ¿una partida?—pregunté
provocando que su arrugado rostro se iluminara.
—¡Sí! ¡Sí!—gritó provocando
que Petronia, desde la otra habitación, gruñera molesta.
Son escasas las noches en las cuales
puedo escuchar de sus labios un te amo, ínfimas las que puedo
retenerla en la cama y terribles las que debo dormir solo. Pero cada
pelea se compensa con sus besos y con despertar a su lado.
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