Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

martes, 4 de febrero de 2014

Regresando a tus brazos

Bosnoir mes amis

Esta noche es especial porque es la noche del amor... el cielo trae paz. Más allá de de toda oscuridad hay amor y paz. Quiero decir, que me desvío del tema, es la noche en la cual Mael y Avicus al fin se dan amor. En realidad Avicus le da todo su amor a Mael.

Lestat de Lioncourt

REGRESANDO A TUS BRAZOS

Sentado frente al fuego siempre recuerdo los momentos más importantes de mi vida. Creo que hay algo en él que logra cautivarme hundiéndome en diversos pensamientos. He aprendido a soportar el peso de los siglos contemplando las llamas destrozar los troncos. Mis errores quizás son más soportables que los que otros pueden llevar a sus espaldas, pero a veces un sólo error provoca que tu vida tiemble y el mundo que tanto aprecias se destruya.

En ocasiones he llegado a imaginar mis derrotas y fracasos como migas de pan. Puedo girarme y contemplar el camino por el cual he pasado y ver las aves pelear por ellas. Esas aves no son más que mi rechazo para aceptar mis errores. Soy demasiado obstinado para doblegarme ante las pesadas piedras que soy capaz de arrojarme.

El invierno es frío y lluvioso, pero cuando la tormenta amaina puedo sentarme en mi pequeño círculo y traer madera seca. Observo las llamas y pienso en él. Sobre todo pienso en él. Ese él no es otro que Avicus. He intentado imaginar mi vida como mortal miles de veces. Siempre me imaginé envejeciendo con una lustrosa barba, las manos callosas por la espada y por arrancar raíces para diversos ungüentos y tizanas. El cine y la literatura nos han caricaturizado miles de veces como seres complacientes, enigmáticos o portadores de la magia del bosque creando pociones para guerreros invencibles. Sin embargo la realidad era distinta. Hombres cultos, pero simples, hechos con el fragor de la batalla y los cánticos que solíamos entonar a los dioses. Es posible que hubiese muerto en una batalla o viendo como saqueaban mi pequeña aldea. No lo sé. Realmente él lo impidió.

Aún recuerdo la primera vez que vi su cuerpo destrozado y sus ojos hundidos en una calavera oscura. Estaba tan deteriorado que no podía imaginar siquiera que podía haber ocurrido. Para nosotros no eran vampiros sino dioses que bañaban la tierra de sangre, después de encerraban en los árboles y hacían que la próxima cosecha fuese excelente. Símbolos de un gran augurio y dicha para todos.

Recuerdo cuando era pequeño que solía tallar cerca de las raíces de los árboles que contenían los dioses. Me apoyaba en el tronco y dejaba que mi pelo rubio se llenara de hojarasca. He llegado a dormir toda una mañana acurrucado entre las raíces y dejando que el mecer de las ramas fueran mi mejor canción de cuna. Mi madre era considerada una hechicera y sabía pelear como una fiera. Mi padre era un buen guerrero y mi tío era druida. Primero me hicieron probar la espada, pero los árboles parecían llamar más mi atención. Siempre estaba a su lado escuchando el murmullo de sus poemas, cánticos y rezos. Me atraían como las moscas a la miel. No podía evitarlo.

Cuando me encargaron la misión de traer al mestizo pensé que empezaba a ser tomado en cuenta. Era joven y a veces alocado. Querían que aprendiera a ser menos impulsivo y tomar conciencia de la verdad que escondían ellos. Los dioses que nosotros venerábamos no eran cincelados por artistas, sino que vivían dentro de los vetustos robles. Por eso querían que yo aprendiera y comprendiera que era mi misión conseguir un nuevo dios. Ahora me doy cuenta que era simplemente una excusa porque no querían correr riesgos.

Traje a Marius, como aseguré, pero no logramos un nuevo dios como se esperaba. Él no amaba la cultura que yo le había narrado, no comprendía nuestro dialecto y prefería patalear mientras guardaba silencio esperando un poco de respeto por su parte. Ambos éramos jóvenes, aunque yo era algo más joven y más delgado. Posiblemente podían confundirnos con hermanos debido a los rasgos comunes o simplemente pasar por un compañero celta. Pero estaba tan enquistado el deseo de ser romano y que su padre lo viese como un buen hijo que era imposible.

Cuando él huyó todas las culpas cayeron sobre mí. Los ancianos pensaron que era el idóneo para ocupar su lugar y me llevaron hacia uno de los últimos dioses. Y como he dicho, porque ya lo he dicho, sentí que su aspecto era terrible pero no temible. Otros hubiesen muerto en ese momento por la impresión, pero él me habló de forma dulce con un tono de voz profundo. Era cortés y agradable. Pero no hubo tiempo de conversar más que lo oportuno, se abalanzó sobre mí e hizo lo que tenía que hacer. Una vez concluido el proceso nos quedamos en silencio observándonos.

Era un gigante de cabello negro y ondulado que caía hasta sus hombros. Tenía un rostro agradable, algo serio pero que se denotaba tímido y reservado. Los pómulos estaban marcados y su mentón, la cara no era extremadamente larga sino algo redonda. Marius lo describe demasiado redondo como si estuviese obeso, pero no era un obeso. Él era un guerrero que se había prestado a un ritual macabro y yo era un druida que se había prestado a caer en una estúpida trampa.

La huida fue terrible. Tuve que matar a personas que admiraba para poder sobrevivir. No quería vivir eternamente encerrado en un árbol sino contemplarlos, amarlos y sentir sus hojas moviéndose sobre mi cabeza. Acepté que fuese mi compañero porque le necesitaba y porque me había enamorado de él.

Nunca había cedido mi corazón a nadie. Tenía una mujer y una vida. Pocos saben esa parte de mi pasado. Me había casado joven como cualquier muchacho del poblado. Ella era hermosa y sus cabellos parecían de plata porque su rubio era muy pálido. Sus labios eran sensuales y su mirada tímida. Jamás he visto una mujer tan hermosa como ella. Ni siquiera Maharet o Jesse, a las cuales amo y admiro, pueden compararse con la belleza de una mujer celta. Mi madre era atractiva incluso con sus años, a pesar de haber tenido varios abortos, pero ni siquiera se parecía a mi hermosa Aldana. Pero como he dicho ni siquiera a ella le había cedido mi corazón.

Avicus se convirtió en mi oscura pasión. En las noches más frías intentaba encontrar su frío calor. Quería sentir su corazón latiendo suavemente gracias a la sangre humana. Sus cabellos negros rozaban mis mejillas cuando mis labios se dedicaban a recorrer su rostro. Mis manos buscaban las suyas para entrelazarlas igual que un niño busca el amor de su madre. Recuerdo que me hizo suyo en alguna ocasión marcándome como si fuera tan sólo un objeto inanimado. Era de su propiedad, o al menos así lo sentía. Y mientras él me marcaba mis celos se encendían. Detestaba que cazara en solitario porque temía que se prendara de cualquier otro u otra. Mis mayores miedos era quedarme solo sin su presencia.

Encontrar a Marius fue una casualidad fatal del destino. Aunque limamos asperezas, las cuales eran demasiadas para quitar todas las astillas, jamás acepté que él se acercara demasiado a mi maestro, padre y amante. Él era mi compañero y no permitía que otro gobernase sobre él. Su voz profunda de palabras dulces y atentas empezaron a leer pergaminos de obras que ese insensato le ofrecía. Y mis noches entre sus brazos, las cuales se habían transformado en lo único que me ataba a la felicidad, se iban quedando atrás junto a los viejos senderos que transitamos. Mi carácter se fue agriando y comencé a comportarme como un tirano sobre su persona. Caí en un juego terrible y finalmente fui abandonado.

Zenobia me arrebató lo que más quería o quizás lo único que me importaba realmente. Ella con sus ojos enormes, sus labios llenos de inocencia fingida y esa pose delicada de niña estúpida me quitaron todo. Lloré amargamente cuando Avicus me pidió quedarse con ella y más aún cuando tuvimos que separarnos. Durante décadas me sumí en el silencio. Marius hizo su vida y llenó su casa de niños tan insufribles como ella. Ambos se habían dejado guiar por la inocencia, por muy calculada que estuviese, y yo me dejaba guiar por la hiedra venenosa que era la soledad.

Maharet coincidió conmigo en mi vidaje a América. Se estaba formando lo que hoy muchos estadounidenses llaman “La tierra de la libertad y las oportunidades”. Ella me arrancó parcialmente la soledad y Jesse la llenó de preocupación. Me convertí en un protector con ambas.

No obstante mi vida era vacía y simple. En ocasiones iba a la biblioteca para perderme entre los centenares de libros. Tomaba uno al azar y me preguntaba si Avicus ya lo habría leído. Quería sentir de nuevo esos brazos rodeándome y provocando que perdiera el juicio. El hombre que fui no existía en esos días y tan sólo era un mero reflejo borroso de algo que ya no tenía valor.

Las noches tras el incidente del velo de Verónica fueron las más terribles de mi vida. Quise inmolarme, pero por fortuna Jesse me cuidó como yo lo hice con ella. Estoy vivo y he podido contemplar su regreso. Me he convertido en un ser distinto al cual muchos conocían a pesar de mis burdos intentos de proseguir con mis miradas aviesas, mi lengua afilada y mis comentarios hirientes.

Me hallaba sentado ante el fuego, como hago en estos momentos, observando la lumbre elevándose mientras mis manos acariciaban el tronco sobre el cual me hallaba sentado. Mis manos jugaban con los viejos surcos que tenía la madera. El olor a madera se impregnaba en mi cuerpo del mismo modo que mis manos olían a musgo y tierra mojada. Aún me pregunto como pudo sentarse a mi lado sin sentir su presencia. Quizás estaba tan hundido en mis divagaciones que ni siquiera percibí sus pisadas.

—Te he estado buscando—esa frase, con su voz profunda, me estremecieron.

Me giré de inmediato hacia la derecha y lo contemplé. Sus largos cabellos ondulados rozaban sus hombros y sus ojos oscuros, tan marrones como la tierra húmeda, me miraban directamente. Estoy seguro que mi rostro era de sorpresa, pero mis ojos se llenaron de ira ciega. Él me había abandonado por una estúpida mujer. De inmediato, y sin que él pudiera evitarlo, le encajé un puñetazo mientras me levantaba rápidamente del tronco.

Había golpeado su pómulo derecho con un poderoso gancho de izquierdas. Él cayó al suelo quedando sus piernas sobre el tronco y su espalda contra la hojarasca. Llevaba unos pantalones de cuero y una camisa verde bastante favorecedora, pero en esos momentos deseé quemar su cuerpo y sus nueva imagen en mi propia hoguera. Deseé hacerlo como los druidas del bosque pretendían hacer con él.

Mis ropas eran las comunes en un moderno druida. Vestía una camisa blanca y unos tejanos con unas botas de baquero marrones. Mi caballo no estaba lejos y decidí que sería mejor subirme a este y desaparecer. No quería quedarme a su lado porque sabía que me quebraría y posiblemente no se quedaría a reparar ese terrible acto de cobardía.

—¡Mientes! ¡Tú no me has estado buscando!—exclamé dolido—. ¡Ni te preocupes en disculparte! ¡No vuelvas a mi vida! ¡No quiero que vuelvas! ¡Largo de aquí!

—He venido para quedarme—explicó con calma incorporándose clavando los codos en la tierra.

—¡Mientes! ¡Mientes como ese romano estúpido! ¡Todos me ven como si fuera un engendro sin sentimientos salvo mi asqueroso orgullo!—bramaba igual que lo podía hacer una bestia herida y salvaje. Posiblemente era igual que un lobo que decide cazar solo alejándose de la manada, hundiéndose en el bosque, y termina en el territorio de otro. Sí, esa misma fiereza estaba demostrando—. ¡Ni siquiera pensáis que tengo miedo o padezco por la terrible soledad que agita mi alma! ¡Ninguno tiene la suficiente paciencia o bondad para escuchar mis necesidades!—rompí a llorar manchando mi rostro mientras él se levantaba—. ¡Ni te acerques o te tiro al fuego! ¡Te tiraré al fuego! ¡Lo haré!—me miró confundido y terriblemente apenado— ¡Todo el amor que te tenía lo he convertido en odio! ¡Felicítame! ¡Aunque más bien yo debería felicitarte a ti! ¡Bastardo!-dije acercándome para escupirle directo al rostro y propinarle una fuerte patada.

—¡Mael escúchame!—dijo apretando los puños y endureciendo su rostro. Pero ni siquiera de ese modo haría que yo me detuviera. Me había cansado de ser el estúpido de la historia.

—¿Escucharte?—solté una profunda risotada que hizo que se detuviera—. ¡Tú no me escuchaste! ¡Preferiste a esa estúpida antes que a mí!—ese recuerdo lo llevaba tatuado en mi pecho como si me lo hubiesen colocado con un hierro ardiente.

Sus puños se abrieron y su cuerpo intentó relajarse, pero era un momento tenso. Estaba seguro que no era el reencuentro que él esperaba. Sus ojos y los míos tenían un duelo interno lleno de rabia, dolor, pasión, deseo y necesidad. Él quería abrazarme y yo abrazarlo, sin embargo yo no estaba dispuesto a ceder y al fin condenarme.

—Ya no estoy con ella—dijo estirando sus brazos hacía mí. Quería que lo abrazara, pero lo único que tuvo fue mi figura dando media vuelta para ir hacia mi yegua.

—¡Seguro que se cansó de ti y se buscó a otro que la atienda mejor!—el fuego quedaba atrás, a unos metros, mientras que mi hermoso animal relinchaba inquieto—. ¡O que la llene de joyas! ¡Esa patética criatura era sólo una sanguijuela!

Aquella yegua se llamaba Aldana. Alda era el nombre de mi madre y Aldana el de mi mujer. Dos nombres celtas tan clásicos como hermosos. Ella me comprendía con sus enormes ojos negros de pestañas blancas. Sentía magnetismo hacia su fuerza y elegancia. Una yegua que había amado nada más verla galopar en la finca ecuestre de donde la robé.

Los celtas siempre hemos amado los caballos y nuestros guerreros eran excelentes jinetes. Teníamos carros de combate muy superiores a los romanos y una agilidad increíble para pelear desde nuestras monturas. Nos sentíamos en deuda con los animales y sobre todo con los caballos, pues nos hacían ser fuertes y admirados.

—Es cierto que me abandonó—por su bien me hubiese callado. Pero aquel imbécil no sabía guardar silencio y distancia.

—¡Y ahora me buscas porque no tienes a nadie que te alegre las noches!—grité tomando las riendas de mi montura—. ¡Púdrete!—exclamé haciendo que la yegua me acompañara en mi último grito.

—Mael, por favor—dijo con un quiebro de voz echando a caminar hasta donde me encontraba.

—Atrás Avicus—solté las riendas y le miré frunciendo el ceño. Mis ojos chispeaban una ira incontenible—. ¡Atrás malnacido!—dije cuando noté que me tomaba de la cintura.

Mis manos fueron directas a las suyas clavando mis uñas, rasguñando el dorso de estas y tirando de sus muñecas. Los puños de mi camisa se empezaron a manchar de sangre y el olor metálico me estaba volviendo loco. Podía soportar el olor de las heridas, pues ya era un anciano, pero no el suyo. Su sangre era distinta a cualquier otra. Fue su sangre la que me dio la vida.

—Te amo—musitó aproximando sus labios a lado izquierdo de mi cuello, pero no pudo hacerlo porque le encajé un codazo en el estómago. De inmediato tuvo que dar un par de pasos hacia atrás.

—¡Bravo!—respondí—¡Has necesitado dos milenios para tener los huevos suficientes para decirme eso!—dije con una sonrisa amarga—. Pero lo peor de todo eso es que me has dicho que me amas sólo porque esa buscona ya no está. Sólo lo has hecho porque ella no te toma del rostro y te dice el amor que siente por ti—Aldana se aproximó a mí y la abracé dejando que mi rostro se perdiera en su crin.

—Eres testarudo—masculló con rabia.

—¡Y tú un completo idiota!—grité sin sacar mi rostro de ella. Deseaba calmarme y yo quería huir, pero a la vez deseaba quedarme a su lado escuchando todas esas fantásticas mentiras.

—Realmente te amo—sus manos se apoyaron en mis hombros intentando consolarme, pero sólo me provocaban deseos de partírselas—. Tuve miedo.

—Ahora deberías tenerlo porque soy capaz de convertirte en leña. ¡Seguro que ardes mejor que la literatura barata que suelo quemar cuando me enervo de tanta estupidez!

—Mael—balbuceó quebrando su voz.

—¡Muérete!—dije con una furia temible.

—¡Mael!—me apartó de la yegua y me tomó de las muñecas mientras me encajaba entre el roble centenario de la finca y él. Su figura me impuso tanto respeto como la primera vez, pero no estaba dispuesto a doblegarme.

—Eres despreciable—susurré entrecortado—. Maldigo el día en el cual nos encontramos—dije girando mi rostro para verlo directamente a los ojos. Él también estaba llorando en silencio.

La yegua estaba manchada con mis lágrimas y con la sangre fresca de mis manos. Esa sangre era la suya. Aldana se movía inquieta y temí que relinchara colocándose a dos patas.

—Mael—murmuró.

—¡Qué!—me aparté por completo del animal y dejé que mi rostro quedara a pocos centímetros del suyo.

—Mael—dijo nuevamente mientras me tomaba del rostro apartando mi pelo, pues algunos mechones se ocultaban parcialmente mis facciones. Palpó mis pómulos y dirigió sus dedos a mis labios, para luego bajarlos hasta mi cuello y finalmente tomarme de la cintura. Con cuidado empezó a envolverme con sus brazos maniatándome, convirtiéndome en un idiota quejumbroso más propio de las novelas románticas que un amargado secundario que todos maldecían.

—Avicus—dije rompiéndome del todo—. No me sueltes—mi voz sonó quebrada y en un tono bajo—Por favor, no me sueltes—había guardado silencio unos segundos admitiendo mi derrota y cuando lo hice él me besó las comisuras de mis labios.

—Como ordenes.

Ambos estábamos de nuevo unidos. De alguna forma siempre estuvimos esperando ese instante. Pude notar como su sonrisa se ensanchaba tan bondadosa y sincera como hacía siglos. Mis manos se apoyaron en sus anchos hombros mientras meditaba que más podía decir. Sin embargo él tomó el primer paso. Sus labios se pegaron a los míos y noté como su boca comenzó a dominarme.

Era el primer beso que me regalaba después de casi dos mil años. Mi cuerpo tembló debido a la emoción. Su lengua se hundía desesperada buscando la mía y yo le ofrecí la respuesta. Notaba el tronco del árbol pegado a mí del mismo modo que su pierna derecha entre las mías. Su rodilla no tardó en comenzar a rozarse contra mi bragueta y yo no dudé en ofrecerle una reacción rápida. Jadeé cerca de su boca mientras mordisqueaba su labio inferior, el cual tiré y succioné, para luego seguir besándolo con mis manos deslizándose sobre su torso para desabrochar su camisa.

Debido a mi nerviosismo, y a la situación en sí, terminé rompiendo la camisa y arrancando la interior, una blanca de algodón sin mangas, a jalones. Sin embargo cuando lo tuve con el torso desnudo, frente a mí una vez más, temblé. La excitación subía desde la punta de los pies hasta cada célula de mi cuerpo. No dudé ni por un segundo en mordisquear sus pezones y recorrer cada uno de sus marcados músculos. Él echó la cabeza hacia delante intentando ver que hacía, pero cuando llegué al broche de su pantalón, y decidí quitarlo con los dientes, la echó hacia atrás. Su mano diestra cayó sobre mi cabeza, hundiendo sus dedos entre mis mechones rubios, apartándose a su vez unos centímetros para permitir que me arrodillara bajo aquel árbol.

No tardé mucho en bajar sus pantalones y obtener su miembro entre mis labios. Aún no estaba crecida así que tuve el placer de notar como se endurecía. Sus robustas manos, las cuales siempre me habían parecido poderosas y atractivas, intentaban acariciar mis mejillas pero no podía. Su instinto le pedía que me agarrara de la cabeza y empujara con desesperación sus caderas hacia mi rostro. La suave mata de pelo negro golpeaba mi nariz mientras mis ojos intentaban dirigirse hacia su rostro. Lo único que podía ver era su grueso y largo cuello, con su nuez de adán subiendo y bajando, mientras su mentón temblaba.

Mi nombre en su boca era como una melodía celestial. Sentía que era sin duda el mejor sonido que se podía escuchar en las noches. Si existía un dios, fuese quien fuese, no me interesaba en esos momentos, del mismo modo que no me importaba que ella hubiese estado en su vida. Él estaba allí ofreciéndome su miembro grueso de gran tamaño, llenando mi boca y provocando que mi maxilar a penas pudiese abrirse del todo para darle paso. Sus testículos empezaron a chocar con violencia en mi mentón y su vello público a rozar cada vez más mis labios. Me obligaba a cubrir con mi saliva, labios y lengua cada uno de sus centímetros.

Su pene era grueso, tenía las venas hinchadas y parecía desear hacerme olvidar el amargo sabor de la soledad. Si bien paró levantándome con su asombrosa fuerza, girándome contra el tronco y rompiéndome el pantalón como si fuera tela barata. Mis slip quedaron a relucir en medio de la oscuridad, la cual sólo se iluminaba brevemente por la fogata, porque a diferencia suya sí usaba ropa interior.

—No pares. Quiero que me rompas en dos como solías hacerlo—dije sonando peor que una puta barata. Mi voz era masculina, pero cualquiera que me hubiese escuchado pensaría que era una hembra desesperada—.¡Hazlo!

Como respuesta a mis órdenes él me azotó y arrancó la ropa interior para después llevarla a su nariz. Pude ver por encima de mi hombro como la olía y sonreía. Estaba tan excitado que había manchado con el presemen mis prendas y él lo había notado. Sólo se la había chupado y ni siquiera me había tocado más allá del rostro. En sus labios se formó una sonrisa pícara mientras con su mano izquierda acariciaba en círculos mi cadera.

Tiró la prenda y me agarró del pelo pegando mi rostro contra la corteza. Intentaba girar mi cara para poder ver como la metía, pero sólo pude sentir como entraba la cabeza y después el resto de su miembro. Recuerdo que chillé desesperado y adolorido. Había olvidado que era albergar un pene de semejante tamaño. Estaba apretado y desesperado. Casi no tocaba el suelo y estaba subido a las raíces, las puntas de mis botas eran lo único que lograba mantenerme en equilibro junto mis brazos. Me había agarrado al árbol para no caerme.

Marius siempre había pensado que lo dominaba, pero la verdad era distinta. Cuando no estábamos en su compañía Avicus se transformaba en una bestia desesperada que me hacía gritar su nombre durante horas. Y el Avicus que yo amaba, el dominante a la hora del sexo, había regresado con estocadas certeras como si jamás hubiésemos estado el uno lejos del otro.

Podía escuchar a la perfección como sus testículos chocaban contra mis glúteos, del mismo modo que sentía cada vena friccionando en mi interior. Me ardía y me dolía, pero el dolor dio paso al placer y mis quejidos lastimeros se convirtieron en los gemidos de un amante entregado. Cada movimiento de su pelvis era una tortura, la cual paraba para azotarme con su miembro contra cada una de mis nalgas. Ese juego perverso que me recordaba que era suyo, que me había marcado y robado la virginidad pocas horas después de nuestra huida, había regresado. Era tal el placer que no lograba tener los ojos abiertos.

Mis uñas se clavaron en la madera dejando que mis dedos se llenaran de astillas por el momento. Su zurda fue a mi sexo y comenzó a pellizcar mi glande. Podía notar como me ordeñaba para que llegara al éxtasis. También percibía sus jadeos y gruñidos muy cerca de mi nuca, resoplando y mordiendo mis hombros sobre la tela de mi camisa. Ambos estábamos empapados en sudor y las pequeñas gotitas se mezclaban con mis lágrimas. Sí, había vuelto a llorar. Ésta vez lloraba por el placer que estaba sintiendo y no por la ira o el dolor que me habían dominado.

Su ritmo se volvió imposible y llegué al orgasmo eyaculando contra el maltratado árbol. Si bien, él no lo hizo. Con sus manos, las cuales me parecieron garras, me agarraron de las muñecas y me apartaron del tronco. Sin cuidado alguno me tiró del pelo de nuevo y me arrodilló en medio del pasto. Allí mismo me metió otra vez su miembro, pero esta vez entre mis labios, y eyaculó.

—No dejes ni una gota porque ese es mi amor hacia ti—dijo con la voz ronca mientras salía de mi boca.

No sólo tragué aquel cálido torrente sino que lamí y succioné nuevamente. Lo hacía entusiasmado y perdido por el deseo. Logré lengueteando, besando y mordisqueando todo su pene que volviese a endurecerse. También me llevé a la boca sus testículos, los cuales apreté entre mis labios con deseo, mientras le miraba.

—Te amo—volvió a decir sonando sincero esta vez. Podía ver en sus ojos la disculpa y el tormento de haber estado sin mí y haber abrazado la soledad.

La segunda vez fue tirado sobre el pasto, ya sin prenda alguna y únicamente con las botas puestas, me hizo suyo frente a frente. Mis piernas lo abrazaron del mismo modo desesperado que mis brazos. Mis uñas se clavaban en sus omóplatos y yo gemía con gran escándalo. Ambos llegamos casi a la vez, pero nuevamente yo lo hice primero. Después de ese momento de placer quedamos tirados sobre la hierva fresca y miramos las estrellas en silencio.


No perdono su huida de mi lado, tampoco que Zenobia siga interponiéndose con su recuerdo y ni mucho menos que huya de mí para conversar con Marius. No perdono nada. Sin embargo soy al único que es capaz de hacerle el amor y mostrarle las dos caras de una misma moneda.  

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Lestat de Lioncourt