Esta noche es especial porque es la noche del amor... el cielo trae paz. Más allá de de toda oscuridad hay amor y paz. Quiero decir, que me desvío del tema, es la noche en la cual Mael y Avicus al fin se dan amor. En realidad Avicus le da todo su amor a Mael.
Lestat de Lioncourt
REGRESANDO A TUS BRAZOS
Sentado frente al fuego siempre
recuerdo los momentos más importantes de mi vida. Creo que hay algo
en él que logra cautivarme hundiéndome en diversos pensamientos. He
aprendido a soportar el peso de los siglos contemplando las llamas
destrozar los troncos. Mis errores quizás son más soportables que
los que otros pueden llevar a sus espaldas, pero a veces un sólo
error provoca que tu vida tiemble y el mundo que tanto aprecias se
destruya.
En ocasiones he llegado a imaginar mis
derrotas y fracasos como migas de pan. Puedo girarme y contemplar el
camino por el cual he pasado y ver las aves pelear por ellas. Esas
aves no son más que mi rechazo para aceptar mis errores. Soy
demasiado obstinado para doblegarme ante las pesadas piedras que soy
capaz de arrojarme.
El invierno es frío y lluvioso, pero
cuando la tormenta amaina puedo sentarme en mi pequeño círculo y
traer madera seca. Observo las llamas y pienso en él. Sobre todo
pienso en él. Ese él no es otro que Avicus. He intentado imaginar
mi vida como mortal miles de veces. Siempre me imaginé envejeciendo
con una lustrosa barba, las manos callosas por la espada y por
arrancar raíces para diversos ungüentos y tizanas. El cine y la
literatura nos han caricaturizado miles de veces como seres
complacientes, enigmáticos o portadores de la magia del bosque
creando pociones para guerreros invencibles. Sin embargo la realidad
era distinta. Hombres cultos, pero simples, hechos con el fragor de
la batalla y los cánticos que solíamos entonar a los dioses. Es
posible que hubiese muerto en una batalla o viendo como saqueaban mi
pequeña aldea. No lo sé. Realmente él lo impidió.
Aún recuerdo la primera vez que vi su
cuerpo destrozado y sus ojos hundidos en una calavera oscura. Estaba
tan deteriorado que no podía imaginar siquiera que podía haber
ocurrido. Para nosotros no eran vampiros sino dioses que bañaban la
tierra de sangre, después de encerraban en los árboles y hacían
que la próxima cosecha fuese excelente. Símbolos de un gran augurio
y dicha para todos.
Recuerdo cuando era pequeño que solía
tallar cerca de las raíces de los árboles que contenían los
dioses. Me apoyaba en el tronco y dejaba que mi pelo rubio se llenara
de hojarasca. He llegado a dormir toda una mañana acurrucado entre
las raíces y dejando que el mecer de las ramas fueran mi mejor
canción de cuna. Mi madre era considerada una hechicera y sabía
pelear como una fiera. Mi padre era un buen guerrero y mi tío era
druida. Primero me hicieron probar la espada, pero los árboles
parecían llamar más mi atención. Siempre estaba a su lado
escuchando el murmullo de sus poemas, cánticos y rezos. Me atraían
como las moscas a la miel. No podía evitarlo.
Cuando me encargaron la misión de
traer al mestizo pensé que empezaba a ser tomado en cuenta. Era
joven y a veces alocado. Querían que aprendiera a ser menos
impulsivo y tomar conciencia de la verdad que escondían ellos. Los
dioses que nosotros venerábamos no eran cincelados por artistas,
sino que vivían dentro de los vetustos robles. Por eso querían que
yo aprendiera y comprendiera que era mi misión conseguir un nuevo
dios. Ahora me doy cuenta que era simplemente una excusa porque no
querían correr riesgos.
Traje a Marius, como aseguré, pero no
logramos un nuevo dios como se esperaba. Él no amaba la cultura que
yo le había narrado, no comprendía nuestro dialecto y prefería
patalear mientras guardaba silencio esperando un poco de respeto por
su parte. Ambos éramos jóvenes, aunque yo era algo más joven y más
delgado. Posiblemente podían confundirnos con hermanos debido a los
rasgos comunes o simplemente pasar por un compañero celta. Pero
estaba tan enquistado el deseo de ser romano y que su padre lo viese
como un buen hijo que era imposible.
Cuando él huyó todas las culpas
cayeron sobre mí. Los ancianos pensaron que era el idóneo para
ocupar su lugar y me llevaron hacia uno de los últimos dioses. Y
como he dicho, porque ya lo he dicho, sentí que su aspecto era
terrible pero no temible. Otros hubiesen muerto en ese momento por la
impresión, pero él me habló de forma dulce con un tono de voz
profundo. Era cortés y agradable. Pero no hubo tiempo de conversar
más que lo oportuno, se abalanzó sobre mí e hizo lo que tenía que
hacer. Una vez concluido el proceso nos quedamos en silencio
observándonos.
Era un gigante de cabello negro y
ondulado que caía hasta sus hombros. Tenía un rostro agradable,
algo serio pero que se denotaba tímido y reservado. Los pómulos
estaban marcados y su mentón, la cara no era extremadamente larga
sino algo redonda. Marius lo describe demasiado redondo como si
estuviese obeso, pero no era un obeso. Él era un guerrero que se
había prestado a un ritual macabro y yo era un druida que se había
prestado a caer en una estúpida trampa.
La huida fue terrible. Tuve que matar a
personas que admiraba para poder sobrevivir. No quería vivir
eternamente encerrado en un árbol sino contemplarlos, amarlos y
sentir sus hojas moviéndose sobre mi cabeza. Acepté que fuese mi
compañero porque le necesitaba y porque me había enamorado de él.
Nunca había cedido mi corazón a
nadie. Tenía una mujer y una vida. Pocos saben esa parte de mi
pasado. Me había casado joven como cualquier muchacho del poblado.
Ella era hermosa y sus cabellos parecían de plata porque su rubio
era muy pálido. Sus labios eran sensuales y su mirada tímida. Jamás
he visto una mujer tan hermosa como ella. Ni siquiera Maharet o
Jesse, a las cuales amo y admiro, pueden compararse con la belleza de
una mujer celta. Mi madre era atractiva incluso con sus años, a
pesar de haber tenido varios abortos, pero ni siquiera se parecía a
mi hermosa Aldana. Pero como he dicho ni siquiera a ella le había
cedido mi corazón.
Avicus se convirtió en mi oscura
pasión. En las noches más frías intentaba encontrar su frío
calor. Quería sentir su corazón latiendo suavemente gracias a la
sangre humana. Sus cabellos negros rozaban mis mejillas cuando mis
labios se dedicaban a recorrer su rostro. Mis manos buscaban las
suyas para entrelazarlas igual que un niño busca el amor de su
madre. Recuerdo que me hizo suyo en alguna ocasión marcándome como
si fuera tan sólo un objeto inanimado. Era de su propiedad, o al
menos así lo sentía. Y mientras él me marcaba mis celos se
encendían. Detestaba que cazara en solitario porque temía que se
prendara de cualquier otro u otra. Mis mayores miedos era quedarme
solo sin su presencia.
Encontrar a Marius fue una casualidad
fatal del destino. Aunque limamos asperezas, las cuales eran
demasiadas para quitar todas las astillas, jamás acepté que él se
acercara demasiado a mi maestro, padre y amante. Él era mi compañero
y no permitía que otro gobernase sobre él. Su voz profunda de
palabras dulces y atentas empezaron a leer pergaminos de obras que
ese insensato le ofrecía. Y mis noches entre sus brazos, las cuales
se habían transformado en lo único que me ataba a la felicidad, se
iban quedando atrás junto a los viejos senderos que transitamos. Mi
carácter se fue agriando y comencé a comportarme como un tirano
sobre su persona. Caí en un juego terrible y finalmente fui
abandonado.
Zenobia me arrebató lo que más quería
o quizás lo único que me importaba realmente. Ella con sus ojos
enormes, sus labios llenos de inocencia fingida y esa pose delicada
de niña estúpida me quitaron todo. Lloré amargamente cuando Avicus
me pidió quedarse con ella y más aún cuando tuvimos que
separarnos. Durante décadas me sumí en el silencio. Marius hizo su
vida y llenó su casa de niños tan insufribles como ella. Ambos se
habían dejado guiar por la inocencia, por muy calculada que
estuviese, y yo me dejaba guiar por la hiedra venenosa que era la
soledad.
Maharet coincidió conmigo en mi vidaje
a América. Se estaba formando lo que hoy muchos estadounidenses
llaman “La tierra de la libertad y las oportunidades”. Ella me
arrancó parcialmente la soledad y Jesse la llenó de preocupación.
Me convertí en un protector con ambas.
No obstante mi vida era vacía y
simple. En ocasiones iba a la biblioteca para perderme entre los
centenares de libros. Tomaba uno al azar y me preguntaba si Avicus ya
lo habría leído. Quería sentir de nuevo esos brazos rodeándome y
provocando que perdiera el juicio. El hombre que fui no existía en
esos días y tan sólo era un mero reflejo borroso de algo que ya no
tenía valor.
Las noches tras el incidente del velo
de Verónica fueron las más terribles de mi vida. Quise inmolarme,
pero por fortuna Jesse me cuidó como yo lo hice con ella. Estoy vivo
y he podido contemplar su regreso. Me he convertido en un ser
distinto al cual muchos conocían a pesar de mis burdos intentos de
proseguir con mis miradas aviesas, mi lengua afilada y mis
comentarios hirientes.
Me hallaba sentado ante el fuego, como
hago en estos momentos, observando la lumbre elevándose mientras mis
manos acariciaban el tronco sobre el cual me hallaba sentado. Mis
manos jugaban con los viejos surcos que tenía la madera. El olor a
madera se impregnaba en mi cuerpo del mismo modo que mis manos olían
a musgo y tierra mojada. Aún me pregunto como pudo sentarse a mi
lado sin sentir su presencia. Quizás estaba tan hundido en mis
divagaciones que ni siquiera percibí sus pisadas.
—Te he estado buscando—esa frase,
con su voz profunda, me estremecieron.
Me giré de inmediato hacia la derecha
y lo contemplé. Sus largos cabellos ondulados rozaban sus hombros y
sus ojos oscuros, tan marrones como la tierra húmeda, me miraban
directamente. Estoy seguro que mi rostro era de sorpresa, pero mis
ojos se llenaron de ira ciega. Él me había abandonado por una
estúpida mujer. De inmediato, y sin que él pudiera evitarlo, le
encajé un puñetazo mientras me levantaba rápidamente del tronco.
Había golpeado su pómulo derecho con
un poderoso gancho de izquierdas. Él cayó al suelo quedando sus
piernas sobre el tronco y su espalda contra la hojarasca. Llevaba
unos pantalones de cuero y una camisa verde bastante favorecedora,
pero en esos momentos deseé quemar su cuerpo y sus nueva imagen en
mi propia hoguera. Deseé hacerlo como los druidas del bosque
pretendían hacer con él.
Mis ropas eran las comunes en un
moderno druida. Vestía una camisa blanca y unos tejanos con unas
botas de baquero marrones. Mi caballo no estaba lejos y decidí que
sería mejor subirme a este y desaparecer. No quería quedarme a su
lado porque sabía que me quebraría y posiblemente no se quedaría a
reparar ese terrible acto de cobardía.
—¡Mientes! ¡Tú no me has estado
buscando!—exclamé dolido—. ¡Ni te preocupes en disculparte! ¡No
vuelvas a mi vida! ¡No quiero que vuelvas! ¡Largo de aquí!
—He venido para quedarme—explicó
con calma incorporándose clavando los codos en la tierra.
—¡Mientes! ¡Mientes como ese romano
estúpido! ¡Todos me ven como si fuera un engendro sin sentimientos
salvo mi asqueroso orgullo!—bramaba igual que lo podía hacer una
bestia herida y salvaje. Posiblemente era igual que un lobo que
decide cazar solo alejándose de la manada, hundiéndose en el
bosque, y termina en el territorio de otro. Sí, esa misma fiereza
estaba demostrando—. ¡Ni siquiera pensáis que tengo miedo o
padezco por la terrible soledad que agita mi alma! ¡Ninguno tiene la
suficiente paciencia o bondad para escuchar mis necesidades!—rompí
a llorar manchando mi rostro mientras él se levantaba—. ¡Ni te
acerques o te tiro al fuego! ¡Te tiraré al fuego! ¡Lo haré!—me
miró confundido y terriblemente apenado— ¡Todo el amor que te
tenía lo he convertido en odio! ¡Felicítame! ¡Aunque más bien yo
debería felicitarte a ti! ¡Bastardo!-dije acercándome para
escupirle directo al rostro y propinarle una fuerte patada.
—¡Mael escúchame!—dijo apretando
los puños y endureciendo su rostro. Pero ni siquiera de ese modo
haría que yo me detuviera. Me había cansado de ser el estúpido de
la historia.
—¿Escucharte?—solté una profunda
risotada que hizo que se detuviera—. ¡Tú no me escuchaste!
¡Preferiste a esa estúpida antes que a mí!—ese recuerdo lo
llevaba tatuado en mi pecho como si me lo hubiesen colocado con un
hierro ardiente.
Sus puños se abrieron y su cuerpo
intentó relajarse, pero era un momento tenso. Estaba seguro que no
era el reencuentro que él esperaba. Sus ojos y los míos tenían un
duelo interno lleno de rabia, dolor, pasión, deseo y necesidad. Él
quería abrazarme y yo abrazarlo, sin embargo yo no estaba dispuesto
a ceder y al fin condenarme.
—Ya no estoy con ella—dijo
estirando sus brazos hacía mí. Quería que lo abrazara, pero lo
único que tuvo fue mi figura dando media vuelta para ir hacia mi
yegua.
—¡Seguro que se cansó de ti y se
buscó a otro que la atienda mejor!—el fuego quedaba atrás, a unos
metros, mientras que mi hermoso animal relinchaba inquieto—. ¡O
que la llene de joyas! ¡Esa patética criatura era sólo una
sanguijuela!
Aquella yegua se llamaba Aldana. Alda
era el nombre de mi madre y Aldana el de mi mujer. Dos nombres celtas
tan clásicos como hermosos. Ella me comprendía con sus enormes ojos
negros de pestañas blancas. Sentía magnetismo hacia su fuerza y
elegancia. Una yegua que había amado nada más verla galopar en la
finca ecuestre de donde la robé.
Los celtas siempre hemos amado los
caballos y nuestros guerreros eran excelentes jinetes. Teníamos
carros de combate muy superiores a los romanos y una agilidad
increíble para pelear desde nuestras monturas. Nos sentíamos en
deuda con los animales y sobre todo con los caballos, pues nos hacían
ser fuertes y admirados.
—Es cierto que me abandonó—por su
bien me hubiese callado. Pero aquel imbécil no sabía guardar
silencio y distancia.
—¡Y ahora me buscas porque no tienes
a nadie que te alegre las noches!—grité tomando las riendas de mi
montura—. ¡Púdrete!—exclamé haciendo que la yegua me
acompañara en mi último grito.
—Mael, por favor—dijo con un
quiebro de voz echando a caminar hasta donde me encontraba.
—Atrás Avicus—solté las riendas y
le miré frunciendo el ceño. Mis ojos chispeaban una ira
incontenible—. ¡Atrás malnacido!—dije cuando noté que me
tomaba de la cintura.
Mis manos fueron directas a las suyas
clavando mis uñas, rasguñando el dorso de estas y tirando de sus
muñecas. Los puños de mi camisa se empezaron a manchar de sangre y
el olor metálico me estaba volviendo loco. Podía soportar el olor
de las heridas, pues ya era un anciano, pero no el suyo. Su sangre
era distinta a cualquier otra. Fue su sangre la que me dio la vida.
—Te amo—musitó aproximando sus
labios a lado izquierdo de mi cuello, pero no pudo hacerlo porque le
encajé un codazo en el estómago. De inmediato tuvo que dar un par
de pasos hacia atrás.
—¡Bravo!—respondí—¡Has
necesitado dos milenios para tener los huevos suficientes para
decirme eso!—dije con una sonrisa amarga—. Pero lo peor de todo
eso es que me has dicho que me amas sólo porque esa buscona ya no
está. Sólo lo has hecho porque ella no te toma del rostro y te dice
el amor que siente por ti—Aldana se aproximó a mí y la abracé
dejando que mi rostro se perdiera en su crin.
—Eres testarudo—masculló con
rabia.
—¡Y tú un completo idiota!—grité
sin sacar mi rostro de ella. Deseaba calmarme y yo quería huir, pero
a la vez deseaba quedarme a su lado escuchando todas esas fantásticas
mentiras.
—Realmente te amo—sus manos se
apoyaron en mis hombros intentando consolarme, pero sólo me
provocaban deseos de partírselas—. Tuve miedo.
—Ahora deberías tenerlo porque soy
capaz de convertirte en leña. ¡Seguro que ardes mejor que la
literatura barata que suelo quemar cuando me enervo de tanta
estupidez!
—Mael—balbuceó quebrando su voz.
—¡Muérete!—dije con una furia
temible.
—¡Mael!—me apartó de la yegua y
me tomó de las muñecas mientras me encajaba entre el roble
centenario de la finca y él. Su figura me impuso tanto respeto como
la primera vez, pero no estaba dispuesto a doblegarme.
—Eres despreciable—susurré
entrecortado—. Maldigo el día en el cual nos encontramos—dije
girando mi rostro para verlo directamente a los ojos. Él también
estaba llorando en silencio.
La yegua estaba manchada con mis
lágrimas y con la sangre fresca de mis manos. Esa sangre era la
suya. Aldana se movía inquieta y temí que relinchara colocándose a
dos patas.
—Mael—murmuró.
—¡Qué!—me aparté por completo
del animal y dejé que mi rostro quedara a pocos centímetros del
suyo.
—Mael—dijo nuevamente mientras me
tomaba del rostro apartando mi pelo, pues algunos mechones se
ocultaban parcialmente mis facciones. Palpó mis pómulos y dirigió
sus dedos a mis labios, para luego bajarlos hasta mi cuello y
finalmente tomarme de la cintura. Con cuidado empezó a envolverme
con sus brazos maniatándome, convirtiéndome en un idiota
quejumbroso más propio de las novelas románticas que un amargado
secundario que todos maldecían.
—Avicus—dije rompiéndome del
todo—. No me sueltes—mi voz sonó quebrada y en un tono bajo—Por
favor, no me sueltes—había guardado silencio unos segundos
admitiendo mi derrota y cuando lo hice él me besó las comisuras de
mis labios.
—Como ordenes.
Ambos estábamos de nuevo unidos. De
alguna forma siempre estuvimos esperando ese instante. Pude notar
como su sonrisa se ensanchaba tan bondadosa y sincera como hacía
siglos. Mis manos se apoyaron en sus anchos hombros mientras meditaba
que más podía decir. Sin embargo él tomó el primer paso. Sus
labios se pegaron a los míos y noté como su boca comenzó a
dominarme.
Era el primer beso que me regalaba
después de casi dos mil años. Mi cuerpo tembló debido a la
emoción. Su lengua se hundía desesperada buscando la mía y yo le
ofrecí la respuesta. Notaba el tronco del árbol pegado a mí del
mismo modo que su pierna derecha entre las mías. Su rodilla no tardó
en comenzar a rozarse contra mi bragueta y yo no dudé en ofrecerle
una reacción rápida. Jadeé cerca de su boca mientras mordisqueaba
su labio inferior, el cual tiré y succioné, para luego seguir
besándolo con mis manos deslizándose sobre su torso para
desabrochar su camisa.
Debido a mi nerviosismo, y a la
situación en sí, terminé rompiendo la camisa y arrancando la
interior, una blanca de algodón sin mangas, a jalones. Sin embargo
cuando lo tuve con el torso desnudo, frente a mí una vez más,
temblé. La excitación subía desde la punta de los pies hasta cada
célula de mi cuerpo. No dudé ni por un segundo en mordisquear sus
pezones y recorrer cada uno de sus marcados músculos. Él echó la
cabeza hacia delante intentando ver que hacía, pero cuando llegué
al broche de su pantalón, y decidí quitarlo con los dientes, la
echó hacia atrás. Su mano diestra cayó sobre mi cabeza, hundiendo
sus dedos entre mis mechones rubios, apartándose a su vez unos
centímetros para permitir que me arrodillara bajo aquel árbol.
No tardé mucho en bajar sus pantalones
y obtener su miembro entre mis labios. Aún no estaba crecida así
que tuve el placer de notar como se endurecía. Sus robustas manos,
las cuales siempre me habían parecido poderosas y atractivas,
intentaban acariciar mis mejillas pero no podía. Su instinto le
pedía que me agarrara de la cabeza y empujara con desesperación sus
caderas hacia mi rostro. La suave mata de pelo negro golpeaba mi
nariz mientras mis ojos intentaban dirigirse hacia su rostro. Lo
único que podía ver era su grueso y largo cuello, con su nuez de
adán subiendo y bajando, mientras su mentón temblaba.
Mi nombre en su boca era como una
melodía celestial. Sentía que era sin duda el mejor sonido que se
podía escuchar en las noches. Si existía un dios, fuese quien
fuese, no me interesaba en esos momentos, del mismo modo que no me
importaba que ella hubiese estado en su vida. Él estaba allí
ofreciéndome su miembro grueso de gran tamaño, llenando mi boca y
provocando que mi maxilar a penas pudiese abrirse del todo para darle
paso. Sus testículos empezaron a chocar con violencia en mi mentón
y su vello público a rozar cada vez más mis labios. Me obligaba a
cubrir con mi saliva, labios y lengua cada uno de sus centímetros.
Su pene era grueso, tenía las venas
hinchadas y parecía desear hacerme olvidar el amargo sabor de la
soledad. Si bien paró levantándome con su asombrosa fuerza,
girándome contra el tronco y rompiéndome el pantalón como si fuera
tela barata. Mis slip quedaron a relucir en medio de la oscuridad, la
cual sólo se iluminaba brevemente por la fogata, porque a diferencia
suya sí usaba ropa interior.
—No pares. Quiero que me rompas en
dos como solías hacerlo—dije sonando peor que una puta barata. Mi
voz era masculina, pero cualquiera que me hubiese escuchado pensaría
que era una hembra desesperada—.¡Hazlo!
Como respuesta a mis órdenes él me
azotó y arrancó la ropa interior para después llevarla a su nariz.
Pude ver por encima de mi hombro como la olía y sonreía. Estaba tan
excitado que había manchado con el presemen mis prendas y él lo
había notado. Sólo se la había chupado y ni siquiera me había
tocado más allá del rostro. En sus labios se formó una sonrisa
pícara mientras con su mano izquierda acariciaba en círculos mi
cadera.
Tiró la prenda y me agarró del pelo
pegando mi rostro contra la corteza. Intentaba girar mi cara para
poder ver como la metía, pero sólo pude sentir como entraba la
cabeza y después el resto de su miembro. Recuerdo que chillé
desesperado y adolorido. Había olvidado que era albergar un pene de
semejante tamaño. Estaba apretado y desesperado. Casi no tocaba el
suelo y estaba subido a las raíces, las puntas de mis botas eran lo
único que lograba mantenerme en equilibro junto mis brazos. Me había
agarrado al árbol para no caerme.
Marius siempre había pensado que lo
dominaba, pero la verdad era distinta. Cuando no estábamos en su
compañía Avicus se transformaba en una bestia desesperada que me
hacía gritar su nombre durante horas. Y el Avicus que yo amaba, el
dominante a la hora del sexo, había regresado con estocadas certeras
como si jamás hubiésemos estado el uno lejos del otro.
Podía escuchar a la perfección como
sus testículos chocaban contra mis glúteos, del mismo modo que
sentía cada vena friccionando en mi interior. Me ardía y me dolía,
pero el dolor dio paso al placer y mis quejidos lastimeros se
convirtieron en los gemidos de un amante entregado. Cada movimiento
de su pelvis era una tortura, la cual paraba para azotarme con su
miembro contra cada una de mis nalgas. Ese juego perverso que me
recordaba que era suyo, que me había marcado y robado la virginidad
pocas horas después de nuestra huida, había regresado. Era tal el
placer que no lograba tener los ojos abiertos.
Mis uñas se clavaron en la madera
dejando que mis dedos se llenaran de astillas por el momento. Su
zurda fue a mi sexo y comenzó a pellizcar mi glande. Podía notar
como me ordeñaba para que llegara al éxtasis. También percibía
sus jadeos y gruñidos muy cerca de mi nuca, resoplando y mordiendo
mis hombros sobre la tela de mi camisa. Ambos estábamos empapados en
sudor y las pequeñas gotitas se mezclaban con mis lágrimas. Sí,
había vuelto a llorar. Ésta vez lloraba por el placer que estaba
sintiendo y no por la ira o el dolor que me habían dominado.
Su ritmo se volvió imposible y llegué
al orgasmo eyaculando contra el maltratado árbol. Si bien, él no lo
hizo. Con sus manos, las cuales me parecieron garras, me agarraron de
las muñecas y me apartaron del tronco. Sin cuidado alguno me tiró
del pelo de nuevo y me arrodilló en medio del pasto. Allí mismo me
metió otra vez su miembro, pero esta vez entre mis labios, y
eyaculó.
—No dejes ni una gota porque ese es
mi amor hacia ti—dijo con la voz ronca mientras salía de mi boca.
No sólo tragué aquel cálido torrente
sino que lamí y succioné nuevamente. Lo hacía entusiasmado y
perdido por el deseo. Logré lengueteando, besando y mordisqueando
todo su pene que volviese a endurecerse. También me llevé a la boca
sus testículos, los cuales apreté entre mis labios con deseo,
mientras le miraba.
—Te amo—volvió a decir sonando
sincero esta vez. Podía ver en sus ojos la disculpa y el tormento de
haber estado sin mí y haber abrazado la soledad.
La segunda vez fue tirado sobre el
pasto, ya sin prenda alguna y únicamente con las botas puestas, me
hizo suyo frente a frente. Mis piernas lo abrazaron del mismo modo
desesperado que mis brazos. Mis uñas se clavaban en sus omóplatos y
yo gemía con gran escándalo. Ambos llegamos casi a la vez, pero
nuevamente yo lo hice primero. Después de ese momento de placer
quedamos tirados sobre la hierva fresca y miramos las estrellas en
silencio.
No perdono su huida de mi lado, tampoco
que Zenobia siga interponiéndose con su recuerdo y ni mucho menos
que huya de mí para conversar con Marius. No perdono nada. Sin
embargo soy al único que es capaz de hacerle el amor y mostrarle las
dos caras de una misma moneda.
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