Lestat de Lioncourt
Fantasmas en el Santuario.
Caminaba de un lado a otro, con el
semblante serio y sus enormes ojos azules clavados en cada una de las
estrellas que desde allí se podían ver. Tenía los brazos cruzados
sobre su pecho, como en un gran abrazo para perder el miedo, y sus
cabellos negros se movían por la suave brisa que se movía entre las
ramas. Los zapatos rozaban la hierba que comenzaba a crecer sin
impedimento alguno y lejos, aunque no demasiado, el chapoteo de un
caimán despertaba su curiosidad.
—Te lo he dicho—dijo mirando las
aguas negras—. Te lo he dicho...
—Puede que sean sólo
alucinaciones—comentó Mona, que se encontraba tras él con un
minúsculo traje blanco con lentejuelas, esperando que se
tranquilizara—. Cálmate, no pasará nada.
—Puedo sentirla, puedo...
verla—susurró girándose suavemente hacia ella dejando caer los
brazos, sintiendo como sus hombros se hundían y sus lágrimas
querían salir.
—Patsy está muerta y como mucho, por
si quieres calmarte, lo único que podrías encontrar algún día son
sus huesos diseminados por el fondo del pantano—explicó abriendo
sus brazos para que se acercara—. Abrázame Quinn, abrázame.
Tenemos cosas más importantes en las que pensar.
Pero él no se movió. Tras ella estaba
su madre, mirándolo como aquella noche y sintiendo su odio,
desprecio y rabia. Comenzó a llorar amargamente como cuando era un
niño y quería ser abrazado por aquella siniestra figura. Recordó
en su cabeza la voz de Patsy, sus canciones y el ímpetu que ponía
en ser una estrella; pero Patsy jamás fue nada más que Patsy la
loca, la que despilfarraba su fortuna y se negaba a comportarse como
una señorita decente.
—¿Quinn?—preguntó acercándose a
él para tomarlo del rostro, aunque fue sólo con la punta de sus
dedos debido a la estatura, mientras sentía bajo sus pies desnudos
la hierba. No muy lejos estaban sus elegantes tacones, su bolso y el
fantasma que hacía palidecer a su amante y compañero—. Quinn...
El fantasma desapareció esfumándose,
como lo hizo Rebeca tiempo atrás, y entonces se abrazó a ella
oliendo sus cabellos, sintiendo que estaba a salvo en los brazos de
su bruja pelirroja. Había visto el rostro del odio de nuevo, como si
fuese una vieja fotografía que tomaba forma, olvidando por completo
el amor que Mona le profesaba. Un amor intenso como el fuego del
infierno.
Mona podía sentirla, pero si no se
había girado o dado importancia era por él. Debía olvidarla, no
enfrentarla. Cuanto más obviase aquella presencia, la cual se
anclaba a la tierra por odio y sed de venganza, antes podrían seguir
con sus vidas. Había cosas más importantes que viejas rencillas
familiares con una mujer que siempre lo despreció.
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