Lestat de Lioncourt
PASOS
Había regresado a su confortable hogar
y observaba ensimismado una de las velas que Louis había encendido.
Su compañero leía lentamente uno de sus viejos libros, pasaba las
hojas con delicadeza y acariciaba las líneas como si fuesen un
tesoro. El rostro tranquilo, casi imperturbable, que poseía era
radicalmente distinto a los ojos verdes, amenazadores, como los de un
felino que parecía querer saltar sobre él. Podía sentir miedo a su
lado y a la vez una peligrosa fascinación, pero en esos momentos lo
único que se preguntaba era si debía compartir con él sus
impresiones. No tenía a nadie más.
—¿Crees que debería implicarme en
mi último caso?—lanzó aquella pregunta y Louis decidió cerrar el
libro, girar su rostro hacia él y clavar aquellos ojos inquisidores
que eran dagas, unas dagas ardientes de un verde intenso—. ¿Cuál
es tu opinión?—susurró cuestionándose si había sido buena idea.
—Siempre haces lo que crees que debes
hacer, igual que Lestat. Eres un alma libre para ir de aquí para
allá, sin importarte demasiado qué puede pensar alguien que siempre
espera tu regreso. Sí, espero tu regreso aunque tu compañía a
veces está de más. Como ahora, está de más. No quiero ofenderte
David, no quiero. Sin embargo, esos pensamientos tuyos, que a pesar
que no puedo leer, siento golpear en mi nuca, y contra cada objeto de
la habitación, me perturba—dejó que sus palabras no sonaran
cálidas, pero eran sinceras y eso era mucho más que cualquier frase
compasiva—. Ve si quieres, si piensas que podrás hacer algo, y si
no lo ves factible simplemente quédate—se encogió de hombros,
acarició su chaleco negro con botones de nácar y abrió el libro
para seguir leyendo—. A mí no e impliques en tus decisiones—dijo
ahogándose de nuevo en su lectura.
David decidió incorporarse de la mesa
de aquel pequeño despacho, tomó las carpetas y las amontonó para
meterlas en su maletín, añadió un par de grabadoras, cintas,
bolígrafos, lapiceros y folios para luego encaminarse hasta Louis,
besando su mejilla.
—Volveré en unas noches—le
aseguró.
—Vuelve cuando hayas solucionado eso
o sino jamás regreses, pues es incómodo—explicó sin girar su
rostro hacia él, sin siquiera mirarle un segundo.
Aquella misma noche tomó varios vuelos
con escalas, pues el día no debía atraparlo, para llegar finalmente
a Londres. Durante el trayecto dormitó un par de horas, pero sin
duda lo que más hizo fue leer los archivos. Leía con ferocidad lo
que una vez había escrito, anotaba a un lado cada nueva impresión y
retomaba las palabras de la joven.
Ella podía no estar enterrada allí,
pero había huesos enterrados porque él mismo los había visto. La
familia ocupante de la casa, o más bien propietaria ahora del
terreno, deseaba desesperadamente poder hacer vida allí. Pero a él
lo único que le interesaba era el misterio en sí.
Nada más llegar a Londres caminó por
las calles con cautela, pues los miembros de Talamasca eran más
activos en la ciudad que en ningún otro lugar. La red de contactos
de esas sofisticadas criaturas humanas, con poderes paranormales, era
intrincada y perfectamente coordinada. Él sabía como actuaban,
porque había sido parte de ellos, y deseaba mantenerlos al margen.
La vivienda se encontraba en pleno
centro de Londres, donde el tráfico a pesar de todo no era
excesivamente fluido. Los peatones se arrollaban unos a otros, los
vehículos circulaban constantemente, el sonido de cientos de voces y
pisadas se mezclaban con el colorido de las pieles y de los diversos
carteles que podían verse a un lado y a otro de las calles. Entró
en uno de los apartamentos más lujosos, el edificio era bastante
atractivo y sólido, pero dentro era sobrio como todo buen inglés.
Eran tan sólo las ocho de la tarde.
Decidió tomar las escaleras, pues no
quería esperar un ascensor debido a la emoción que sentía. Había
avisado antes de salir que llegaría en breve, pero no dijo realmente
a qué hora. No quería parecer descortés apareciendo en mitad de la
cena, sin embargo la causa era importante y quizás sólo les robaría
unos minutos.
Al tocar el timbre sintió un chispazo
recorriendo su cuerpo, traspasando su alma, y entonces volvió a
verla en el cementerio con esos hermosos ojos clavados en él. La
puerta cedió y abrió una joven, muy bonita, que era parte del
servicio. La chica tenía la tez canela, ojos azules y una abundante
cabellera negra muy rizada.
—¿Sr. Talbot?
—Sí—respondió con un leve ademán
de su cabeza.
—Acompáñeme—dijo alisando las
arrugas de su delantal blanco, aunque no parecía arrugado en
absoluto.
La siguió observando el suelo
perfectamente enmoquetado, el papel pintado estilo Tudor, los
encantadores cuadros llenos de recuerdos y los hermosos lienzos de
artistas que pocos reconocerían. En el salón, frente a una sopa, se
encontraba la última mujer del linaje en compañía de su hijo, un
joven de unos treinta años, que miraba ensimismado la televisión.
—Lamento haber llegado cuando usted
disfrutaba de su cena—confesó.
—No hay pérdida—susurró la
anciana, que parecía rondar los setenta años, para verle bien con
unos ojillos pequeños y surcados de arrugas.
—Venía a... —ya se lo había dicho
por teléfono así que el muchacho intervino.
—Quiere saber sobre la muerte de una
de nuestras antepasadas. Si bien, la historia que tenemos que
contarle es demasiado cruel y terrible para ventilarla—dijo
observándolo con cierto interés.
El muchacho tenía una curiosidad
despierta sobre David, el cual se movía como un inglés pero no
tenía el típico aspecto de un hombre de su país. Acento, ropa y
modales pero no rasgos faciales. La tez de David era oscura, sus ojos
algo rasgados, pero el resto de sus facciones eran una mezcla
europea. Sí, sin duda el muchacho tenía una curiosidad manifiesta
en su invitado y David lo sentía, sabía que quería saber de él y
de su procedencia. El vampiro no se lo permitiría, como tampoco a su
adorable madre que seguía tomando su sopa.
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