El secreto del faraón es una de las memorias más antiguas que existen actualmente, procede de Khayman y si ha querido contarla es porque cree que ya es tiempo. Espero que les interese, pues comprenderán mejor quizás el motivo de su lealtad.
Lestat de Lioncourt
Recuerdo los soleados días en los
cuales la felicidad no parecía pasajera, sino instalada en cada uno
de nuestros corazones. A pesar de todo mi dolor estaba ahí, como una
profunda brecha que rompía mi corazón. El calor sofocante del medio
día era ya parte de nuestro pasado y el futuro era la noche. El
palacio se hallaba en penumbras, iluminado sutilmente en algunos
puntos debido a las lámparas de aceite y las diversas antorchas. Las
diversas columnas palmiformes que se elevaban en la sala del trono
parecían ser mis únicas compañeras esa noche, como casi todas las
noches, mientras dejaba que mis pensamientos se evadieran más allá
de lo terrenal.
Pensaba en mi padre. Su muerte me había
consternado. El no haber podido celebrar el ritual que bien conocían
mis ancestros, ese tan abominable para Akasha, me preocupaba. Había
contemplado como embalsamaban su cuerpo, colocaban los aceites sobre
su dorada piel y cepillaban sus largos cabellos. Había muerto joven
aún para ser un escriba, pues poseían mayor y mejor vida que
cualquier sirviente o guerrero. Cuando introducimos su cadáver en el
sepulcro me eché a llorar, igual que un niño, buscando
desconsoladamente los brazos de mi madre. Ella los abrió igual que
un ave abre sus alas, me rodeó con ellos y me aseguró que
encontraría la luz perdida.
Habían pasado dos semanas desde el
fallecimiento de éste, las mismas que Enkil y yo habíamos
permanecido en silencio. Ocasionalmente nos observábamos, igual que
cuando éramos unos muchachos, y después morían nuestras palabras
fruto del desconsuelo. Necesitaba su apoyo, pero él no podía
mostrarse benévolo con un sirviente. Yo sólo era su leal compañero
de armas, un buen guerrero, que cuidaba la seguridad interna en
palacio con un pequeño grupo de hombres fuertemente armados.
—Sabía que te encontraría aquí—su
voz reverberó en aquella gigantesca sala.
Los dos tronos, hechos de oro y piedras
preciosas, se alzaban magníficos sobre la pequeña elevación de la
sala. La alfombra de lino teñido de rojo, con distintos entramados
dorados y blancos, creaba un magnífico camino hacia ambos asientos.
Las plantas interiores parecían crear un pequeño oasis verde, lleno
de vida, que evocaba el poder sobre la naturaleza. Todo estaba
medido. La luz de la luna penetraba débil, como si estuviera
muriendo, y las antorchas vibraban en la oscuridad como si fueran
espíritus atormentados.
—Mi señor—dije con una leve
reverencia—. Le hacía dormido.
—Sabes bien que mi lecho es
incómodo—susurró aproximándose a mí—, y muy frío a pesar de
ser una noche tan cálida.
—Es extraño, pues el cuerpo de
Akasha parece tibio—respondí dando un paso hacia atrás—. Debo
revisar la habitación de su primogénito, pues toda seguridad es
escasa cuando el futuro rey de Kemet se halla indefenso.
—Bien sabes que no es mi primogénito,
sino el tuyo—sus ojos oscuros y almendrados, tan parecidos a los
míos, se fijaron en mí con dolor y resignación—. Soy incapaz de
hacer gozar a mi esposa, envié a mi sirviente para que copulara con
ella hasta concederme un hijo y permití que el hombre que amaba me
rompiera el corazón alejándose de mí. Hice todo eso con sólo
aparecer ante ti aquella noche y formularte mi petición. ¿En qué
clase de hombre me he convertido? ¿Qué clase de dirigente
seré?—preguntó con la voz quebrada—. Khayman, ¿por qué no me
has dirigido la palabra?
—Por el mismo motivo que tú no lo
has hecho conmigo—respondí tajante y frío—. Hace ya más de
cinco años que el niño nació, ¿a caso necesitas recordarme a
quién se parecerá cuando llegue a la edad adulta?—mis ojos se
volvieron gélidos, aunque mi corazón latía apasionadamente—. A
ti no te reprocho nada, pero sí a tu esposa.
—¿Se puede considerar esposa a una
mujer con la cual no se ha consumado?—se precipitó hacia mí y con
un par de zancadas me atrapó. Sus manos ásperas se colocaron en mi
rostro, sus dedos tocaron mis pómulos y bordearon la comisura de mis
labios—. Si debo considerar compañero alguno es a ti, que siempre
has estado en mi vida de un modo u otro.
—Pero a ella le das el poder de
cambiar nuestras creencias, ceremonias y pensamientos. ¿Qué será
lo próximo?—dije tomando sus brazos por las muñecas, las cuales
tenía llenas de brazaletes de oro como todo hombre de su posición.
Eran las joyas heredadas por su padre, las cuales debía portar un
gobernante. Su padre, el hombre más bondadoso que había conocido,
murió mucho antes de observar como su hijo destrozaba su legado para
satisfacer a una mujer extranjera.
—Khayman, ¿estás celoso?—preguntó
perplejo, pero pronto se echó a reír acercando sus labios a los
míos.
Aquel beso, en plena penumbra y en
mitad del trono, me hizo bajar la guardia. Mis manos se colocaron en
su cintura, atraiéndolo hacia mí, mientras nuestras lenguas se
convertían en serpientes y nuestros cuerpos se encendían. Las
suyas, mucho más hábiles y urgidas, buscaron levantar mi falda y
finalmente acariciaron entre mis muslos. No era la primera vez que
intimábamos de ese modo, más bien habíamos dado por terminada
nuestra relación hacía años y aún así había noches furtivas,
las mismas en las cuales nos buscábamos sin siquiera pensarlo, para
ser dueños de nuestros deseos.
—Quítame mi falda real, tira al
suelo la fina tela cargada de bordados sobre mi valentía, y domina
mis sentidos... Khayman—murmuró con los labios temblorosos, y algo
rojos, mientras se apartaba a penas unos centímetros de mi rostro—.
Hazlo.
Él podía sentir como le acariciaba
los músculos de su espalda y recorriendo caminos diversos, buscando
erizar el vello de su nuca, pero deseaba algo más intenso. Los dedos
de su mano derecha ya tiraban de mi miembro, sin un ápice de pudor,
pero pronto se arrodilló frente a mí, como si fuese mi siervo y me
quitó la única prenda que cubría mi figura. Mi falda de lino cayó
sobre la alfombra y mi sexo se mostró despierto, buscando quizás
las caricias apropiadas de su lengua y el calor de su aliento.
Sus ojos eran dos esferas negras que
brillaban con luz propia, como si en las sombras se pudiese encontrar
nuevas estrellas más magníficas que las ya conocidas, y en los míos
se reflejaba su hermoso rostro ovalado. En aquellos días amaba a
Enkil y me sometía a sus caprichos, pues a pesar de todo mi amistad
y mi pasión llevaban su nombre.
—Es todo tuyo—dije tomándolo desde
la base con mi mano derecha, para acariciar su boca con mi glande e
introducir éste entre sus labios. Su lengua salió al encuentro
lamiendo el meatro arrancándome el primer gemido.
Mi sexo entró en aquel cálido
espacio, tan húmedo como confortable, provocando que se hinchara por
el placer. Tuve que echar mi cabeza hacia atrás mientras le tomaba
de la suya, hundiendo mis dedos entre los largos mechones de su
cabello. Mis caderas no tuvieron piedad y comenzaron a moverse suave
en un principio, pero pasados algunos segundos el ritmo fue tortuoso.
El sonido de mis testículos golpeando su mentón, junto con el
chupeteo de su boca y mis jadeos, se precipitaba contra las columnas
y los altos muros, extendiéndose por los pasillos próximos y
saliendo al jardín esfumándose hacia las estrellas.
Mis dedos presionaban su sien cuando
decidió entrecerrar eróticamente sus ojos. Aquellos párpados
terminados en espesas y largas pestañas, tan perfectos, se echaban
casi al completo y su mirada se volvía turbia, como si el placer lo
matara por dentro. Sus manos habían levantado su falda, mostrando
así sus rodillas clavadas en el piso y su sexo endurecido.
Olvidé quienes éramos y que hacíamos
allí, como si todo aquello pudiese ser un perverso sueño de los
dioses. Su nariz rozaba mi vientre y su aliento acariciaba mis
húmedos vellos púbicos. En ningún momento sequé mi frente, sino
que permití que mi cabello se pegara a mi cuello y a mis hombros,
así como a mi rostro.
Cuando prácticamente alcanzaba la cima
del placer, él se apartó. Como si fuese una mujer se recostó en el
fresco suelo, rozando con sus brazos la alfombra, y abrió sus
piernas. La primera vez que lo hice mío fue en medio de una
contienda, éramos a penas unos niños y la necesidad nos hizo
buscarnos en medio de la noche. Habían pasado más de quince años
desde aquel momento. En ese privilegiado instante ya éramos hombres
adultos, comprendíamos el poder de la palabra y el motivo de cada
una de nuestras acciones. Su figura temblaba, al igual que su boca
carnosa.
—Te amo—llegó a confesar una vez
más, después de tantas semanas odiándonos en silencio.
—Yo también a ti, Enkil. Sin
embargo, jamás perdonaré tus malas decisiones—respondí
inclinándome hacia él.
Mi colgante de escarabajo rozó su
pecho, igual que la punta de mis mechones, mientras mis manos tomaban
sus caderas y las atraía hacia mí. Cuando mi glande empujó hacia
el interior de su cuerpo, abriendo y dilatando de forma tosca su
entrada, gemí y sollocé. Él, rápidamente, echó sus brazos sobre
mis hombros desnudos, apretó con la yema de sus dedos y clavó sus
uñas en mi carne. Nuestras bocas se buscaron una vez más, las
lenguas comenzaron a dialogar entre jadeos y ambas caderas comenzaron
a llevar una danza erótica y rítmica.
Los dos tronos eran testigos de aquel
momento, tan mudos como fastuosos, mientras que los distintos
símbolos impresos en los muros narraban la historia de Kemet, la
misma que se estaba escribiendo aún esa noche. Él gemía igual que
una mujer, con el mismo tono, en forma de lamento. Sus largos
cabellos negros, tan largos como los míos, tenían pequeños hilos
de oro trenzado en pequeños mechones. Algunos de esos mechones caían
sobre su torso, algo marcado y de pezones color caramelo, moviéndose
como si fuera Apofis, el mismo que impedía que la barca solar de Ra
defendida por Seth nos diera una nueva mañana.
—Khayman... —jadeó apartando su
boca de la mía, para echar su cabeza hacia atrás y moverla de un
lado a otro como si estuviera en trance. Sus cejas se fruncían como
si estuviesen torturándolo, sin embargo sus labios se abrían para
liberar gemidos cada vez más intensos.
—Enkil, amor mío—dije hundiéndome
en su pecho para besarlo—, deseo que tu corazón siempre sea
mío—murmuré entre jadeos mientras mis manos se deslizaban hacia
la alfombra, para aferrarme a ella y poder tener mayor impulso.
—Te juro por Hathor que siempre lo
será—su voz era cada vez más quebradiza, casi inaudible, pero su
mirada se intensificaba como si fueran los rayos más ardientes del
sol.
Nuestras caderas chocaban con furia y
nuestras bocas se volvieron hambrientas. Llegué a morder su cuello
mientras él se ocupaba de uno de mis hombros, atacándolo con
lametones similares a los de un gato. El momento crucial llegó, mis
manos se despegaron de la alfombra y se cruzaron con las suyas,
enredando nuestros dedos. Él eyaculó primero, apretando sus nalgas
y logrando que yo no pudiera soportar más aquella tortura. Me miró
suplicante, perlado de sudor y con los labios color carmín.
—Tú eres los ojos de la luna y el
sol, tú eres Horus que ilumina mis senderos. Me has hecho vibrar
como hacía años. Khayman, nunca te alejes de mí—dijo aquello con
esfuerzo mientras sus piernas caían agotadas y su pecho se movía
agitado, pues a penas podía respirar—. He sentido como el Nilo se
desbordaba entre mis piernas...—murmuró riendo bajo mientras me
rodeaba con sus brazos, llevando sus manos a mi cabeza y obligándome
a recostarme sobre su torso. Podía escuchar su corazón acelerado y
eso me hizo ver lo importante que era aquel instante—. Tengo miedo.
—No tengas miedo, pues siempre estaré
a tu lado.
Si hubiese sabido que Akasha me
enviaría a buscar a esas pobres hechiceras y que todo cambiaría,
absolutamente todo, hubiese aprovechado esa noche con mayor
intensidad. Siempre creí que ella no nos dividiría, pero nos mató
a los dos y nos alzó hacia la eternidad. Jamás quise estar en su
contra, pero no tuve elección. Jamás dejé de sentir amor y respeto
por Enkil, pues jamás dejaría de ser mi primer amor.
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