Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

viernes, 29 de agosto de 2014

Tu despreciable amor

Memorias de Armand y Marius. Por favor, saquen pañuelos que ya viene el pelirrojo con el drama. No comprendo porque son así estos dos, siempre se lanzan de todo y luego al final... ¡Bah!

Lestat de Lioncourt 

TU DESPRECIABLE AMOR

Nunca he pretendido tener todo en la vida. Me conformaba con el aroma de las pinturas, el frío congelando mis pequeños dedos y mis ojos castaños clavados en los iconos. El discurrir de las oraciones, el aroma del bosque cubierto de nieve gélida y el sabor de la sopa caliente eran mis pequeños tesoros. Caminaba por el mundo a ciegas sintiéndome bendecido por ser tomado como un milagro, pues mi arte alegraba los corazones más cercanos a Dios. Los monjes me adoraban, querían que me uniera a ellos, y sentía el cobijo que nunca encontré en los robustos brazos de Iván.

Mi padre era demasiado tosco y abusivo. Y el alcohol, su único amigo, le soltaba la lengua del mismo modo que su escopeta encañonaba a las diversas presas de caza. Un hombre de rasgos duros, ojos penetrantes y sudoroso. Se sentaba a la mesa comiendo sin modales, pellizcando las hogazas de pan e imponiendo su propia ley. Mis hermanos temblaban cuando él hablaba, mi madre yacía en un trance silencioso mientras obedecía y yo siempre con la cabeza en las pinturas. Sólo pensaba en pintar, rezar y dormir. Lejos de él era feliz. Pero a la vez, por mucho que detestara su mal carácter, sabía que en su pecho no había maldad como en el corazón de otros hombres. Podía ser tosco, áspero en el trato, malhumorado y enemigo de sí mismo, sin embargo jamás me he topado con una maldad tan simple como un mal carácter y unas ideas torcidas. Él no era un asesino, tampoco un ladrón. Aunque en aquellos años era habitual levantar la mano, creer que se era dueño de la casa, la mujer y los hijos. Era la educación, no una maldad intrínseca como he hallado en otros corazones.

No tuve mucho amor por parte de mi padre, pero tampoco por parte de mi madre. Se esforzaba por mantener la casa en orden, limpiar las piezas de caza, educar como buenamente podía a sus hijos y sentirse un objeto más de la preciada colección de mi padre. Una mujer dura, cincelada en hielo, que no se doblegaba ante el frío o el dolor. Sus ojos brillaban por las lágrimas que no se permitía derramar y sus labios eran bondadosos, pero no solían rozar mis mejillas ni mi frente. Ella era dura, tan dura como las piedras de los caminos. No era una anciana, sino una mujer joven cuando yo ya prácticamente era un hombre. Su hijo mayor, su Andrei.

Mis hermanos eran demasiado pequeños, no los recuerdo bien. No tenían un carácter formado. Para mí eran copias idénticas uno tras otro, educados y criados con la aspereza habitual y el frío que se instalaba en un hogar pobre, algo miserable, pero que salía a flote gracias a la puntería de un borracho.

Las verdaderas calamidades vinieron cuando no pude pintar más, siendo secuestrado y llevado lejos. El gran jinete que fui, y que aún soy si me lo propongo, quedó atrás. La nieve cubriendo los campos, el frío clavándose como dagas en mis mejillas, el retablo envuelto en cuero y todo lo que yo creía quedó aplastado, revuelto y hundido como los cadáveres que se amontonaban en la bodega de esclavos donde fui arrojado. Casi sin alimento, sucio, desvalido y escuchando idiomas que no conocía. Me sentía miserable. La divina tragedia que sufrí no me doblegó. Como he dicho mi padre era rudo y mi madre fuerte, estaba acostumbrado a ser castigado con golpes y pasar penurias. Podía seguir vivo. Quería volver a casa. Necesitaba volver al lugar de donde me sacaron con tanta crueldad. Mi mente se alborotaba. No quería pensar. Me dolía hacerlo. Las lágrimas se convirtieron en silencio y el silencio en inteligencia. Aprendí sin pronunciar palabra. Me consideraban tonto y desvalido, aunque agraciado y perfecto para ser domesticado como si fuera un cachorro de mastín. Perdí el nombre y el derecho a tener uno. Me convertí en un esclavo y no en un monje.

Entonces él apareció como el Mesías. Su tacto frío, que me recordó a la nieve, era sedoso y agradable. No levantó sus dedos en mi contra, no marcó mis mejillas, sino que me bendijo con sus brazos y besos. Pronto caí rendido en un abrazo tan cálido que sentí que mi cuerpo ardía. Creí que iba a morir, jamás pensé que viviría. Ya estaba a punto de averiguar el rostro de Dios cuando él, con su belleza perfecta, me arrancó de los brazos de la muerte y me dio un nuevo nombre. Comencé a ser Amadeo. El dolor quedó atrás junto con las prendas sucias y raídas. El hambre dio paso a la glotonería. Lo opulento era ahora mi reino. Me convertí en el capricho de un monstruo tan hermoso, tan magnífico, que poco me importó que sólo fuera mío unas cuantas horas en plena noche.

Tal vez por ello aún sigo aguardando que me ame. Creí en todas sus palabras, como si hubiesen sido dictadas en un libro sagrado, y las recité miles de veces cuando el miedo y la soledad me llamaron. Las puertas del dolor y la miseria volvieron a mí, lo terrible se presentó con distintas formas y me transformé en un ser distinto al que él conoció. Tenía una misión. Creía en ella, aunque sólo era un hermoso envoltorio dentro de un vacío existencial terrible. Mis ojos castaños, esos que tanto amó, se llenaban de lágrimas que no permitía mostrar a nadie. Me convertí en un reflejo de mi madre, la cual lloró mi pérdida. Era Armand. Sigo siendo Armand. Un niño perdido en medio de la iglesia, un ángel ataviado de harapos y jirones. El monstruo que aparenta no tener sentimientos, pero que realmente busca el amor en cada uno de los corazones que dicen latir por él.

Hace unas noches me doblegué de nuevo. Caí en la estúpida idea de su amor eterno. Me dijo que jamás amó a otro como yo. Leí sus memorias cientos de veces, me sentí sucio al ver lo fácil que era para él mentirse. Decía que yo no había sufrido al quedar perdido, lejos de su protección, pero quizás era una mentira dulce para no lanzarse sus propias acusaciones.

Él vino a mí. Tal y como había soñado siempre. Apareció en el jardín de mis nuevas propiedades. Había regresado nuevamente a New Orleans, pero ésta vez había decidido conseguir una vieja casa, un lugar donde descansar, al más puro estilo colonial. Sus hermosas columnas blancas, su porche delantero y dos plantas con varias habitaciones para compartir con Sybelle y Benji. Un lugar cómodo, en una de las zonas altas de la ciudad. Un capricho. Los muebles habían sido elegidos en un anticuario, bien restaurados, y sentía la magia de los viejos tiempos. Pero él llegó, como un ser atemporal, robándome el aliento y provocando que la casa empequeñeciera.

—¿Qué quieres?—dije mientras sentía la brisa cálida cargada del olor a los blancos jazmines, los cuales caían al suelo marchitándose sin remedio. La hierba estaba algo crecida, espesa y húmeda por los aspersores que se había detenido hacía escasos minutos. Las plataneras se veían gigantescas, pero a su lado todo parecía pequeño y sin importancia. El porche, ligeramente iluminado, se transformó en un lugar oscuro e impenetrable. Sentí miedo, o más bien pánico, de caer en redondo rogando a sus pies—. Creí que ya no te interesaba mi compañía—comenté apoyándome en una de las columnas, intentando aparentar que nada me torturaba.

Vestía tan elegante y soberbio como siempre. Últimamente sus trajes oscuros, habitualmente de lino cuando visitaba ésta ciudad que parece no querer dormir jamás, se combinaban con elegantes corbatas de seda roja, pañuelos en el pequeño bolsillo superior y blancas camisas de lino blanco. Sus cabellos estaban perfectamente peinados, echados hacia atrás, permitiendo que su frente se viera despejada. Sus cejas no estaban arqueadas ni fruncidas. Tenía el rostro relajado. Parecía una máscara. Incluso dudé que estuviese realmente ahí, dejando que el césped se aplastara bajo sus caros mocasines. Ni siquiera estaba en el camino a la entrada, sino a un lado. Creo que me espiaba y no esperaba que me percatase tan pronto. ¿Tan ensimismado puedo llegar a estar con mis experimentos o mis propios pensamientos? No lo sé. Tal vez sí. Quizás.

—¿No soy bienvenido?—respondió sin mover un solo músculo.

—Estoy cansado de todo esto—susurré apartando la mirada, para mirar el suelo. Me entretuve entonces en mis deportivas negras y blancas, con los cordones mal abrochados. El filo del dobladillo de mis vaqueros estaba algo desgastado. La camiseta que llevaba comenzaba a pegarse a mi cuerpo. Tenía calor. Mis mejillas estaban rojas. Me encontraba nervioso, sofocado por la temperatura y la víctima que aún estaba en la cocina, esperando ser guardado en el arcón frigorífico para luego tirarlo en algún lugar. Tenía que deshacerme del cadáver—. No es un momento oportuno—dije alzando la vista, pero al hacerlo lo vi caminar hacia mí y sentí que todas las barreras caían. Le odiaba por ello.

—¿De qué estás cansado, querubín?—esas viejas palabras que hechizaban, como si hubiesen sido dichas por primera vez y no estuviéramos allí, sino en Venecia. Podía sentir el mecer de la góndola, sus besos en mi cuello y su tacto frío sobre mi piel encendida por la fiebre. Sí, era posible. Quise romper a llorar cuando noté sus manos en mi rostro, abarcándolo como si fuera un jarrón delicado, mientras me miraba profundamente con esas gélidas pupilas—. ¿Qué sucede? ¿Por qué no es buen momento?

—Márchate, por favor—rogué en un murmullo casi inapreciable.

—No me has respondido—dijo jugando con mis facciones. Las yemas de sus pulgares marcaban deliciosamente mis pómulos, la comisura de mis labios y mi mentón. Quise emitir un leve jadeo, pero me contuve. Había hecho una promesa a Benji. No caería.

—No tengo intención de responderte—lo aparté de un empellón y me alejé para acercarme a la puerta, agarrar el pomo y encerrarme en mi vivienda. Pero él me lo impidió justo cuando mis dedos rozaban el pomo, fue como si Dios mismo me negara la entrada al cielo.

—Amadeo...—susurró con voz melosa—. Sigues siendo mi amadeo.

—Una lástima, Marius. Tú ya no eres mi maestro—mi voz sonó hiriente, como una daga que atravesaba el aire e impactaba en su corazón—. No tienes nada que hacer aquí, así que espero que tengas un hermoso paseo hasta Italia.

—Harás que mi paciencia se agote—masculló apretando los dientes—. He venido a verte.

—No, has venido a doblegarme—dije notando su pecho apoyado en mi estrecha espalda, mientras su mano derecha se agarraba como una tenaza a mi muñeca, la cual se volvió frágil y estaba a punto de romperse soltando así el pomo, y su zurda estaba en mis caderas, subiendo deliciosamente por mi costado bajo mi camiseta—. ¡Vete!

—¿Por qué debo hacerlo?—sus palabras aguijonearon mi alma. Eran como púas venenosas que me aniquilaron antes que pudiese siquiera meditar como responder a sus instintos. Él estaba allí por mí, para gozar torturándome y burlándose una vez más de mi amor. ¿Me amaba? No lo demostraba.

Me sentía preso. Mi pecho estaba oprimido contra la madera hinchada por la humedad. El vidrio de colores parecía a punto de estallar, convirtiendo a la vidriera en miles de pedacitos de colores dispares, y la puerta se vencía ya que el marco no podía sostenerla. Me apretaba con fuerza. Sus dedos eran demasiado toscos. Sus caricias dóciles estaban convirtiéndose en grilletes. Quería llorar.

—Vete...—balbuceé, apoyando mi frente sobre la madera.

—Vine a buscar algo que me pertenece—su mentón se había apoyado en mi hombro derecho, sus labios rozaron mi mejilla y su nariz aspiró el aroma de mi pelo. Tenía el pelo largo, revuelto y suelto. Parte de aquel cabello me cubría el rostro, cosa que agradecí en ese momento, hasta casi tapar mis ojos que empezaron a llenarse de lágrimas.

—Llegas tarde, ahora pertenece a otro—comencé a forcejear, cosa que no debí hacer. Mi muñeca crujió, sus dedos apretaron con más fuerza y finalmente el hueso cedió. Me rompió la muñeca con una facilidad increíble. Entones, chillé.

No retrocedió ni un ápice. Creo que ni siquiera se sentía culpable. Su gigantesca figura era una cárcel de huesos, carne y piel completamente dura, como si fuera una piedra, gracias al poder de la sangre inmortal. Quería alejarme, pero era imposible. Rompí a llorar en silencio hundiendo mi rostro contra la madera y mi pecho. Los mechones pelirrojos cubrían parcialmente mi cara, las lágrimas sanguinolentas eran cálidas y el sudor también lo era.

—¿Ves qué has logrado? Sólo hacerte daño—dijo soltando mi muñeca, tan rota como mis esperanzas en él hace tiempo—. ¿Aún deseas que me vaya?—preguntó colocando su mano sobre mi torso, deslizándola eróticamente por éste hasta terminar acariciando mi entrepierna, apretándola suavemente, mientras yo seguía llorando—. Me fascina cuando lloras, pues pareces realmente un ángel.

—¿Qué pecado he cometido para que Dios me castigue de éste modo?—susurré girando mi rostro hacia él, permitiéndole al fin que viera mis lágrimas.

Sus ojos brillaron como los de un ave rapaz. Frunció el ceño, torció su sonrisa sádica y después relajó nuevamente ese rostro tan perfecto. Sus manos desabrocharon mi pantalón y lo hizo caer al suelo, pero no fue lo único que me quitó. De forma ruda se deshizo de todo, en pleno jardín y a la vista de todos. Mi piel quedó expuesta ante cualquiera que pasara por la desierta avenida, aunque ya eran más de las tres de la mañana. Pocos vehículos discurrían por aquella zona, aunque los bares más concurridos, esos con jazz y blues en directo, no estaban muy lejos.

—Déjame—dije, observando mi ropa revuelta y rota.

—Jamás—respondió girándome.

Sus manos rápidamente apartaron los mechones de mi rostro. Mis ojos se fijaron en los suyos y por unos segundos vi dolor en ellos. Notaba como mi cuerpo se recuperaba y mi muñeca, poco a poco, dejaba de estar rota. Quería gritar que le amaba, del mismo modo que él parecía implorar perdón. Esos segundos valiosos me sirvieron para bajar mi mano izquierda hacia su bragueta, bajando así su cremallera e introduciendo mis dedos dentro de ésta.

Me arrodillé bajando la mirada, completamente sumiso, para sentir como la madera crujía bajo mis rodillas. Aún llevaba las deportivas, el pantalón estaba bajado hasta mis tobillos y de mi ropa interior sólo quedaban jirones. Saqué de entre la tela de su pantalón de vestir su miembro. Había notado perfectamente lo erecto que estaba, como si fuera un mástil de un navío, cuando me pegó contra él. No sólo saqué su miembro hasta la base, sino también sus testículos. Me incliné bien sobre su bragueta y lamí sus testículos, los besé y me los llevé a la boca succionándolos. Con mimo acariciaba su miembro. Movía suavemente mis dedos, apretándolo ligeramente, mientras él jadeaba tirando de mis cabellos.

Finalmente acabé saboreando su miembro, dejando que me atrapara la lujuria y olvidara el daño que me había hecho. Le había perdonado mientras me perdía en aquellas caricias. Movía mi cabeza desenfrenadamente, el jadeaba mirándome con atención y mis labios apretaban con una necesidad que hacía siglos que no sufría. Quería creer que había ido a buscarme necesitado de afecto, arrepentido por todo y con la conciencia intranquila. Pero sabía que había aparecido sólo porque Pandora lo había apartado otra vez, como si fuera un desperdicio.

Me apartó cuando se cansó, tirándome al suelo mientras se arrojaba sobre mí. Acabó por arrancar la poca ropa que quedaba, me sacó las deportivas y besó mis tobillos. Sus ojos eran fríos, pero su actitud era la de un hombre enloquecido, casi enfervorecido, por una lujuria febril. Quedé atrapado por sus brazos, y sus piernas abrieron las mías. No había palabras románticas como en mis fantasías, ni siquiera una humilde disculpa. Sólo un segundo de silencio antes de desgarrar el aire con mi grito. Entró invadiéndome con fuerza, sin pensar siquiera si podía llegar a dolerme. Mis piernas flaqueaban, mis brazos tiritaban y él parecía incapaz de sentir algo más que placer. Su ritmo era fuerte y rápido. Mi cuerpo se movía como el de un muñeco de trapo, podía notar la madera del porche quejándose y raspando mi espalda. Casi no podía ver. Mis cabellos terminaron revueltos sobre mi rostro y tenía calor. Él no se había desnudado. Sabía que no lo haría. Era un acto violento y rápido.

Podía sentir cada milímetro de su sexo. Su miembro estaba cubierto de gruesas venas, las mismas que me arrancaban placenteros gemidos, y su glande chocaba contra mí antes de escuchar el sonido seco de sus testículos. Mis dedos buscaron su rostro, para acariciarlo suavemente, pero acabé clavando mis uñas y arrancándole así un grito.

El final llegaba.

Quería que terminara para poder huir. Yo me sentía demasiado excitado, por eso acabé eyaculando primero. Sin embargo, él no lo había hecho. Seguía moviéndose rudo y sin miramientos. Se apartó de mí, dejándome tirado en el suelo como un ángel recién caído, y se masturbó eyaculando sobre mi torso.


Deseé decir algo, pero no podía. Prácticamente no tenía voz después de los alaridos de placer. Había gritado su nombre en infinidad de ocasiones, rogado porque se quedara y suplicado, humillándome, que me amara. Pero, cuando pude lograr decir algo, él ya no estaba. Se había colocado bien la ropa y marchado por el sendero del jardín hasta la cancela. Entonces rompí a llorar de nuevo. Lloré más fuerte que nunca. Me había usado otra vez.  

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Lestat de Lioncourt