Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

lunes, 1 de septiembre de 2014

Distancia, tiempo y pérdida.

Habían pasado semanas. Me había pedido tiempo y espacio. Tantas cosas en nuestras vidas y en tan pocos meses que no sabía asimilarlo. Reconozco que me sentía impotente y culpable. Su vida había cambiado por mi culpa. De nuevo estaba en el punto de mira y sin desearlo. La vida discreta y apacible había acabado hacía mucho, ella no conocía que era la calma y desvelarse era típico en su vida. La familia se había cerrado entorno a ella, creando barreras aún más altas de las ya existentes y yo me sentía atormentado. Trucos sucios con el demonio, venta de almas por así decirlo, para conseguir el poder que tanto ansiaba. Además, tenía deudas con ese ser más allá de éste mundo. Deudas que no pensaba cumplir y tampoco había adquirido de forma legal.

Decidí ir a First Street y pasear por sus aceras casi desiertas. Era verano y había parejas de distintas nacionalidades, pequeños grupos de jóvenes en la entrada de un establecimiento y un par de policías patrullando como era costumbre. Un buen barrio, sin mucha delincuencia y en medio del final del verano. Los jazmines colgando de la verja fueron los primeros en saludarme. Su aroma dulzón me hizo girarme hacia ellos y contemplar las distintas plantas. Mis manos, que hasta ese momento iban en los bolsillos de mis jeans, pasaron a estar agarrados de la enorme valla.

Tomé una una decisión rápida y efectiva. Salté por encima de la fila de puntiagudas barras de metal, las plantas y setos, para caer sobre el mullido césped. Los aspersores habían pasado hacía algunas horas, así que mis botas estaban algo sucias. Llevaba un aspecto parecido al de una estrella del rock. Mi camiseta era de los Rolling Stones, con esa boca de labios carnosos y lengua gigantesca. Estaba hecho un desastre. Reconozco que no era el mejor look para verla a ella, una mujer sofisticada y centrada. Ni siquiera pensé que no querría verme.

Sabía que tenía un despacho en la planta superior, el mismo que habitualmente usaba su esposo. Sólo tenía que asomarme y pedirle que me abriera. Sin embargo, cuando me asomé por la ventana vi a una mujer hundida. La luz de la mesilla iluminaba parcialmente su rostro y sus manos estaban sobre su frente. Tenía el cabello más largo, pero igual de rizado. Había vuelto a ser humana después que yo cometiera la locura de pedirle a David que hiciera algo, pues no quería perder a la mujer que amaba. Le habían regresado su mortalidad, aumentado sus poderes y rejuvenecido. Julien Mayfair era el culpable de esas decisiones que tomaba sin consultar, como si sus descendientes fueran tan sólo peones. No estaba sola, sentí unas extrañas vibraciones en la vivienda. Era un ser fuerte y poderoso, que aguardaba. Pero no había peligro. También sentí a la niña que había creado genéticamente en un laboratorio, hija mía y suya. Hija que no veía desde hacía semanas. Odiaba tener todo y nada a la vez. Poseía su corazón, o parte de éste, pero no su compañía. Me sentía perdido. Verla así, con sus ojos perdidos en los documentos sin siquiera leerlos, me rompía el alma en mil pedazos.

Ella notó mi presencia. Me vio allí observándola en silencio y lo único que le ocurrió, aunque no lo esperaba, era mirarme con cierta molestia y hacer un simple gesto para que me fuera. Me negué rotundamente a irme. No podía marcharme. Fruncí el ceño y abrí el cerrojo de la ventana, provocando que se abriera para que yo accediera al interior. Di un salto y me colé allí, algo confuso con su actitud y bastante necesitado de sus caricias.

—Te dije que te llamaría, aún necesito ese tiempo y espacio—explicó mirándome con furia contenida—. Llevas las botas llenas de barro, ¿a qué juegas? Vas a ensuciarme todo el despacho.

—Bien, si el problema son las botas lo soluciono—me agaché de inmediato, solté un poco más los cordones y me quedé descalzo.

Noté como suspiró cansada, completamente derrotada, echando su cuerpo hacia atrás en el respaldo del sillón. Sus ojos grises estaban turbios. Parecía querer llorar, pero no lo hacía. No me miraba, pues prefería no hacer contacto visual conmigo. Por el contrario yo sí lo hacía, aunque parecía que ni siquiera le prestaba atención. Miraba los libros perdiéndome en sus encuadernaciones de lujo, tocaba las pequeñas y escasas figuras que había en una estantería, incluso me quedé observando uno de los cuadros que presidía la sala. Merodeaba como cualquier joven inquieto que espera una bronca inminente. Ella no dijo nada. Ni siquiera parecía molestarle. Mis largos dedos jugueteaban con el borde de mi camiseta, los libros, los cuadros y mi pelo. Incluso llegué a quitarme las gafas de sol que tenía apoyadas en la punta de la nariz. No parecía sacarla de su mundo.

Me aproximé a ella desesperado. Quería besarla. Se veía más hermosa que nunca. Tenía las mejillas más llenas, la piel más tersa y rosada. Sus largas pestañas rubias estaban más pobladas, provocando que su mirada fuese más intensa y atractiva. No podía dejar de mirarla. Toda su silueta era la de una mujer provocadora. Sin embargo, ella no disfrutaba mostrando su cuerpo. Llevaba una camisa blanca, común y corriente, de lino y unos pantalones de vestir bastante cómodos. No estaba maquillada, ni siquiera tenía las uñas pintadas. Su pelo estaba mal recogido en un pequeño e improvisado moño.

Cuando me incliné para rozar sus labios, como si fuese la Bella Durmiente y yo su encantador príncipe, me apartó el rostro y giró su asiento. De inmediato, giré el asiento y apoyé mis manos sobre los posabrazos. Sus ojos y los míos chocaron con virulencia. No quería que estuviese allí. Ni siquiera me hablaba. De nuevo lo intenté y volvió a girar el rostro. Me estaba rechazando y retando a irme.

—¿Por qué?—pregunté— Dime. ¿Qué he hecho para que me odies?

—¿Odiarte?—frunció el ceño y negó con la cabeza— ¿Quién habla de odios, Lestat? Sólo necesito mi tiempo.

—¿Dos meses te parece poco tiempo?—dije sintiéndome abandonado y despreciado. Era la sensación que tenía. Una sensación extraña. Todo se estaba perdiendo. La batalla estaba acabando con los dos. No quería que eso sucediese. Habíamos hecho un trato, pero parecía que ni siquiera recordaba lo importante que era para ambos estar unidos—¿Ya no me amas?

—Todo lo simplificas, ese es el problema—contestó—. ¿Te apartas o te aparto?

Me aparté dándole espacio, pero no le daría tiempo. Quería que esa noche me dijera la verdad. Necesitaba que me contestara a mis dudas. No iba a marcharme tan fácilmente. Quería respuestas y no iban a ser dentro de unos meses. Había escuchado toda serie de rumores por toda la ciudad, vi alzarse nuevos negocios Mayfair en varios barrios de cierto nivel adquisitivo y también una mejora notable de su influencia en la política económica que llevaba el ayuntamiento. Todo era una locura. Ellos estaban activos, golpeándome con su apellido, y yo no podía acercarme a ella. No sabía siquiera como estaba mi hija. Había cortado las relaciones conmigo, ¿qué podía pensar? Que ya no me amaba, que el mundo en el cual había nacido la absorbió y dejó de querer unas alas nuevas para marcharse de allí. Era como si un cubo de agua helada cayera encima mía.

—No lo simplifico, sólo... —apreté la mandíbula y noté mis colmillos rozar mis labios—. Nada—dije levantando las manos en señal de derrota—. Me marcho, ¿no es así? Ya no me amas, no sientes nada y prefieres la comodidad de ser un peón más. Que lástima, creí que eras distinta.

—¿Ves? Lo simplificas—estaba furiosa y cansada, pero la furia estaba ganando.

—¿Qué demonios quieres que piense? ¡Qué! No me llamas, ni puedo llamarte. Tampoco me permites la osadía de llamar a Michael—dije colocando mis manos sobre el pecho y ella simplemente se levantó de la silla.

—Eres estúpido—susurró—. No te das cuenta de lo que ocurre. Tu fama, tus libros, tus peripecias por el mundo y toda la corte de guarras escotadas que te siguen te tienen ciego. No lo ves. Ni siquiera lo notas—sus ojos se llenaron de lágrimas y yo quise abrazarla, pero colocó cierto espacio entre ambos al estirar sus brazos—. No te atrevas a tocarme.

—¿Estas celosa?—ni siquiera sé porque hice esa estúpida pregunta, pero le hizo reír antes de señalarme la puerta—. No me voy.

—Oh, sí que lo harás—comentó apoyándose en la mesa—. Vete.

—¡No! ¡No quiero irme!—exclamé alzando la voz bastante irritado—. ¿Te crees que puedes decidir mis actos? Sólo puedes decidir los tuyos, doctora Mayfair. Sólo los tuyos. Los míos son los míos. Yo decido quedarme.

—Es increíble que a tus años, con todos los siglos que tienes encima, me hagas esta pataleta. ¿Un berrinche? ¿Es eso lo que se te ocurre hacer? ¿Un berrinche en mi propia casa negándome inclusive el irte? ¿Eso es todo? ¿A eso vas a recurrir? ¡Estoy harta, Lestat! ¡Vete ahora mismo de mi casa!—quería abrazarla de nuevo, calmar su furia y besar su rostro como lo había hecho miles de veces. Aún recordaba su colonia pegada a mis dedos, su frente contra mi torso y nuestras manos entrelazadas. ¿Ella no lo hacía? Yo lo hacía.

—Oblígame—respondí, pero entonces escuché el llanto de la pequeña.

Ella salió de la habitación dejando la pelea a medias. Sus pequeños tacones sonaron alejándose de mí, de nuestras palabras hirientes y de las respuestas a mis preguntas. No obstante, soy Lestat y nunca me rindo. Fui tras ella. Tenía derecho a ver a mi hija, o eso pensaba.

La habitación de la pequeña estaba al fondo en el pasillo principal, en una habitación similar de tamaño a la suya. Poseía todo lo que un bebé necesita. La decoración era en color blanco, con algunos detalles en rosa pastel y amarillo suave. La cuna estaba en el centro y ella se encontraba de pie, aferrada a los barrotes, llorando sin cesar. Las lágrimas eran demasiado gruesas para sus pequeños mofletes. Su boca era diminuta, pero ya tenía algunos dientes. Rowan se aproximó a ella levantándola y me miró molesta, aunque ya no tan furiosa.

—Mamá está aquí, amor mío—dijo besando su rostro con cuidado, moviéndose suavemente por la habitación alrededor de la cuna. Aquella escena me hizo temblar.

Había perdido meses de mi hija, meses de nosotros, momentos y recuerdos que no existirían. Todo lo que yo deseaba, una familia, se me había vetado por una segunda vez. El amor de una familia no era para mí, por eso me conformaba con el amor de mis lectores y de todos aquellos que decían amarme, completamente fascinados por quién era y lo que hacía, aunque no estaba seguro si su amor era tan puro como el que estaba contemplando en aquel cuarto.

Hazel fue calmándose. Las palabras dulces de su madre sosegaron su inquietud y terminó por dormirse antes de tocar la cuna. Fueron unos largos minutos, pero a mí me parecían segundos. Cuando se apartó de la cuna y pasó por mi lado, decidida a echarme, la tomé del brazo derecho con fuerza y tiré de ella hacia mí. No dudé en besarla acorralándola contra el marco de la puerta.

Mis manos fueron a su cintura y las suyas rápidamente me agarraron de la camiseta, cerrando sus puños con aquel trozo de tela que quedó terriblemente arrugado. Tenía los labios cálidos y llenos, su lengua era como un bálsamo a todo el dolor que había sentido minutos atrás y mi aliento gélido se mezclaba con el suyo. Allí de pie no existía nada, ni siquiera nosotros. El tiempo, el espacio, la rutina, el dolor, la miseria, los negocios, la soledad, la histeria de una discusión insufrible, el calor del verano, el aroma de los jazmines, su esposo, mis amantes, mis estúpidas acciones y la frialdad de sus ojos. Todo había cambiado. Ella volvía a ser mía y yo volvía a estar en sus manos, jugando a un juego que nos hería y a la vez nos consumía en un éxtasis demasiado tentador. Aquello no era sólo un beso, sino la unión de dos bestias que se devoraban salvajemente en medio de un pasillo.

Ella se deshizo de mi camiseta y yo se lo permití, como si fuera un colegial completamente engatusado por su primer amor. Por mi parte, rompí su camisa haciéndole estallar cada uno de los botones. El sonido de las pequeñas piezas de plástico contra el suelo me resultó erótico, incluso tentador. Pero aún más tentador fue ver su lencería. Era un sujetador común y corriente, blanco sin mucho encaje, pero para mí era lo más sexy que había visto en meses. Aunque no había tiempo de apreciar aquello y decidí quitárselo. Mis dientes se clavaron rápidamente en sus pezones, duros y ligeramente cafés, mientras mis dedos recorrían su espalda. Ella se desató el pelo, pero sus dedos terminaron enredándose entre los míos.

Forcejeamos un poco más. Íbamos en dirección al dormitorio principal. Tropezábamos con algunos cuadros, un par de esculturas y un mueble que usaban para guardar algunos zapatos. Realmente no tengo idea de todo lo que movimos de su sitio, sólo sé que nos empujábamos para encontrar el dormitorio. Ella estaba sola en casa, ni siquiera había preguntado el motivo. Sólo había un par de escoltas en el piso inferior que decidieron no intervenir, pues me conocían. Sabían que no era una amenaza. Pero, a parte de ellos seguía notando algo extraño en el ambiente. Sin embargo, no era el momento para preguntar si ella también lo sentía. Sólo quería deleitarme con su piel suave y tersa, con su aroma y sabor.

Lamía cada parte de su cuerpo mientras me deshacía de todo. No dejé ni una pieza de tela sobre su cuerpo, ni siquiera le permití el dejarse los zapatos de tacón. Por mi parte, estaba ya descalzo, sin calcetines, y lo único que tenía que quitarme era el pantalón. No llevaba ropa interior aquella noche. No solía necesitarla.

—Lestat, espera... no...—dijo apoyando sus manos en mis hombros—. No.

—¿No? Rowan, por el amor de Dios, ni que fueran a contarle todo a tu esposo. Además, Michael lo sabe—murmuré hundiéndome en su cuello.

Michael no sólo lo sabía, sino que lo aceptaba. Ella no podía dejar de amarnos a ninguno de los dos. Nos lo había dicho. Se sinceró con nosotros hacía más de cuatro meses. Aceptó que no podía cambiar algo así, que era su condición para poder seguir existiendo. Nos necesitaba. Quería tenernos a ambos porque sin uno de nosotros sentía que se asfixiaba. Ambos dejamos de pelear, de ser territoriales, y aceptar que era algo inevitable. La queríamos demasiado. Supongo que se puede amar a varias personas a la vez, aunque no con la misma intensidad. Yo sabía que era algo más que amor lo que teníamos, era una lucha interna que se veía en la cama.

Me miró unos segundos, besó hondamente mi boca y accedió a seguir. Mi lengua siguió su recorrido por su cuello, pechos, vientre, caderas, muslos y finalmente su húmedo clítoris. Tembló cuando me sintió, pero no era nada nuevo. Ella siempre reaccionaba a mis caricias. Las lamidas eran lentas, pero pronto pasé a un ritmo más rápido. Mis dedos se paseaban por su viente, hasta que la mano derecha colaboró con mi lengua con un par de dedos. Me tomó del pelo, tirando de mí, mientras sus muslos se abrían un poco más. Su respiración era entrecortada, sus gemidos cada vez más largos y desesperados, tenía los pezones completamente duros y sus pechos se movían hipnóticos. Mis ojos no se apartaban de los suyos. Jamás había visto que me lanzara miradas tan intensas, como si supiera que aquella vez era distinta. Yo sólo me dejaba guiar y jugaba mis mejores cartas. Clavó sus talones en el colchón y yo me aparté. Estábamos perlados en sudor, como si ardiera una gran fogata en nuestro interior, y decidí quitarme el pantalón para pasar a la acción.

Al entrar la noté húmeda y cálida, como jamás la había sentido, y apretó con fuerza mi cuerpo conteniéndome entre sus largas piernas. Sus muslos estaban duros, muy prietos, y sus caderas enloquecían. Pronto noté sus uñas rasguñar mi pecho, aunque los arañazos rápidamente se borraban debido a mi condición de vampiro. Era mi bruja. La bruja que amaba. La mujer que me había hechizado con su fuerza y sinceridad. No podía dejarla ir. Era mía. Sería mía por siempre. Jamás dejaría que me apartaran de su lado, ni siquiera aceptaría sus tiempos y espacios.

Jadeaba y gemía con la frente húmeda, el pelo revuelto y los ojos fijos en su rostro. Tenía las mejillas rojas, los labios aún más rojos y sus ojos se cerraban mientras dejaba escapar largos y altos gemidos. El colchón se movía sobre el somier, como si éste fuera papel, y las almohadas hacía rato que estaban en el suelo junto a los restos de nuestras ropas.

Llegué al nirvana. Juro que el paraíso no es tan hermoso como su rostro contraído por un orgasmo. Sus dedos apretaron mis brazos, clavando sus uñas, mientras los míos se aferraban a las sábanas apoyándome sobre la cama. Grité su nombre, ella hizo lo mismo. No llegamos al mismo tiempo, pero casi. Mi boca no dejó de besarla antes, durante y después. Quería recuperar los días perdidos.

Después de unos minutos de caricias, besos, y miradas cómplices por mi parte su rostro se enserió. Pude ver como su frente se fruncía y en sus labios no quedaba ni un ápice de sonrisa. Tomó una de las sábanas y se cubrió, después apoyó su espalda en el cabezal y dijo las palabras más horribles que pude haber escuchado con respecto a nosotros.

—Se acabó—sentenció—. Ya no hay nada por lo cual luchar.

—¿Qué? Bromeas—dije tan asustado de perderla que casi no se escuchó. Mi voz sonó débil y titubeante—. Rowan, ¿cómo puedes decir algo así?

—Estoy embarazada—aseguró en un tono de voz monocorde.

—Eso es imposible, quedaste estéril. Tuvimos que concebir a Hazel por medio de una de tus familiares, ¿recuerdas? Fue todo pura ciencia—expliqué con un nudo en la garganta.

—Sí, es cierto. Pero el demonio todo lo puede, sobre todo cuando la ambición de Julien lo desea—susurró con lágrimas en los ojos, lágrimas que no se permitió mostrar—. Márchate, por favor. Debí haberte llamado y dicho que no podíamos vernos de nuevo. Acepto que ha sido mi error. No te mereces todo esto, pero lo superarás. Siempre superas todo, ¿no es así?

—¿Puedo superar un corazón roto en mil pedazos?—pregunté notando que quería acariciarme para consolarme, pero en ese momento no quería sus manos.

Me incorporé buscando mis pantalones, los cuales me puse con toda rapidez, y me largué dejando atrás mi camiseta, mi hija, la mujer que amaba y todos los pensamientos racionales que pude tener. Mis sentimientos se ahogaban. Yo no podía dejar de llorar. Cuando crucé el jardín lo hice completamente hundido.


Calle abajo, en una esquina, estaba mi moto. Había aparcado allí para deambular por la zona. Pensé que sería buena idea conducir, hacer el loco, perderme por las calles y las autopistas cercanas. Pero, después de varias horas subido sobre mi hermosa harley, la cual adoraba por completo, noté que seguía tan vacío como antes. Lloré un buen rato cerca de los pantanos y después me regresé a casa. Al día siguiente iría a ver a David, le necesitaba.  

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Lestat de Lioncourt