Michael también tenía algo especial para Rowan... Y he aquí quedando como imbécil de nuevo.
Lestat de Lioncourt
Amar. Ese verbo.
Amar es un verbo terrible que impulsa a
dar lo mejor de ti, pero también a ofrecer lo peor. Por amor he
matado, pero no me siento traicionado ni herido. Maté por el amor
que tengo hacia ella, por su seguridad, por seguir unido a su cuerpo
y que ella, todavía hoy, siga viva. Amor por cuidar de paraíso, el
jardín del edén, que es First Street. Eso, sin duda alguna, es
amor.
Hundí mi martillo en su cráneo. La
sangre salpicó mi rostro, empapó mis manos e hirió de muerte la
sagrada inocencia que aún poseía. Mi humanidad se disolvió como un
terrón de azúcar en una taza de té. Me perdí en el calor del
momento, igual que si fuese metal en una fragua, mientras él, fruto
de nuestro amor, chillaba intentando sosegar al monstruo que había
desatado. Él, mi hijo, era un ser grotesco que había vestido de
duelo la familia en más de cinco ocasiones. Un hijo que rebasó al
padre en maldad mucho antes de nacer. Un viejo conocido, un fantasma,
en una cadena genética que debía ser distinta.
Maté a Lasher en nombre de Rowan,
nuestro hijo Chris y en el mío propio. Dejé que su cuerpo se
hundiera en la tierra removida del jardín. Arranqué el collar con
la esmeralda, la contemplé unos instantes y sentí que ya no le
odiaba. Tan sólo sentía lástima. Una lástima que todavía hoy
perdura.
Y ella, Rowan, observa cada día el
lugar donde yacen los dos hijos que concibió. No sé si deba
preguntar por sus pensamientos, pero sé que toda su columna
vertebral se agita y que sus manos tiemblan. He visto el dolor en sus
ojos, así como la tristeza y la amargura. Sin embargo, cuando
contempla los míos puedo ver amor. Un amor que no se ha ido. Es un
amor que perdura. Porque en los malos momentos el amor se fortalece.
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