La oscuridad nos rodeaba, como si
quisiera estrangularnos, mientras las estrellas palpitaban en el
firmamento. Lejos, aunque no demasiado, sólo se veían un par de
luces de parte de la taberna. Allí muchos estaban bebiendo hasta
perder la conciencia, para ahogar así sus penas, y olvidar, aunque
fuese unos instantes, que eran tan mediocres como los campos que
labraban.
—Mi madre pronto morirá y caerá en
un vacío terrible—murmuré mirando a la nada. Las lágrimas aún
salían sin remedio. La tristeza atrapaba entre sus dedos mi corazón.
Aún la música del violín, tan
excitante como magnífica, seguía danzando en mis oídos. Nicolas ya
había parado. Decidió sentarse a mi lado rodeándome, pegando mi
cabeza a su pecho. Pude notar su ondas castañas sobre mi frente.
Había soltado su cabello, permitiendo que el aire le peinase
desastradamente, dándole una imagen enigmática y salvaje. Sus ojos
castaños me miraban con desasosiego. Mi confesión de hacía algunos
minutos temblaba en su garganta y golpeaba su corazón. Sabía que él
sufría conmigo, pues me amaba y su amor provocaba que percibiera mi
desgracia de forma distinta a la de cualquier otro.
—Yo sigo creyendo en Dios—susurró—.
Pues creo en el mal y el mal tiene su opuesto que...
—El bien y el mal sólo son palabras,
creencias, y no seres—dije tomándolo de una de sus manos, pues con
la otra sujetaba el violín.
No muy lejos, a pocos metros, los
árboles retorcidos y negros yacían sobre un terreno destrozado.
Allí solían quemar a las brujas. Las gentes del pueblo señalaba a
pobres infelices, las llevaban a juicio y disfrutaban prendiéndoles
fuego. Un fuego que consumía sus largos camisones, sus piernas
largas y carnosas, sus cabellos sueltos al viento y sus rostro, feos
o hermosos, mientras gritaban que eran inocentes. Los restos se
consumían hasta no quedar casi nada, después los echaban en una
fosa y se olvidaban del excitante sacrificio a sus mentiras y miedos.
Nosotros éramos los monstruos. No
creía en nada más. Dios y el Diablo no tenían poder sobre mí, mi
camino y mis sentidos. Había aprendido que todo lo que éramos se
concedía por las experiencias y sentimientos. Éramos libres.
Debíamos decidir. Mi madre moriría y la oscuridad la absorbería,
salvo por los recuerdos que taladrarían por siempre mi corazón. Eso
me enloquecía. Quería morir en ese mismo instante. La angustia se
clavaba en mi garganta.
—Yo estaré aquí, a tu lado, y mi
violín tocará siempre para ti—dijo como un ángel bondadoso. Besó
mis labios y se posicionó para tocar el violín. Lo hizo frente a mí
permitiendo que lo contemplara bailando, retorciéndose como los
árboles, mientras emitía esas notas tan apreciadas por mi alma.
Lestat de Lioncourt
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