Puedo comprender que Armand siga amándolo pese a todo. A mí me ocurre con Louis, Nicolas y Rowan...
Lestat de Lioncourt
Hay vidas que parecen comenzar justo
cuando se llega a los infiernos. Palpé la oscuridad de las almas con
mis dedos, paladeé su hiel y comprendí que cada lágrima derramada
era un metro más de tierra sobre mi cadáver. Quizás es demasiado
fácil arrancarle las alas a un insecto, observar su agonía y
disfrutar de su muerte. La tortura es fácil y deliciosa. A mí me
confundieron con un insecto fácil de aplastar, pero tras más de
cinco siglos el germen oscuro sigue imperando en mi sangre. Conocí
el ritual del dolor antes de apreciar el amor, pero hay que ser
valeroso para sostenerlo. La cobardía, propia o de otros, pueden
hacernos flaquear y precipitarnos hacia un desolador barranco donde
sólo hay zarzas ardientes.
Era un muchacho estúpido. Creía que
Dios tenía un plan para mí. Tal vez es cierto que posea uno, pero
no me atrevo a seguir sus pasos ni a codiciar nada más allá de lo
material. Tal vez me he convertido en un impúdico, un diablo, un ser
que se embriaga con placeres y manjares propios de una serpiente
enroscada en un manzano. Pintaba obras, algo rusticas, como si eso
fuese lo único que debiese hacer en la vida. Muchos alababan mi
talento, mientras en sus celdas codiciaban mi cuerpo. Las miradas
bondadosas de los monjes, a los cuales tenía pensado destinar mi
tiempo y ser uno de ellos, las veo lascivas.
El gélido frío de la nieve es algo
que recuerdo vivamente. Creo que guardo para su pureza, y belleza, un
hueco diminuto en mi pútrido corazón. Todavía hay en mí cierta
fascinación por los copos cayendo, amontonándose en el suelo y
cubriéndolo todo. Admito que es una escena que no puedo olvidar.
Durante un tiempo borré de mi memoria cada instante, pero en estos
momentos sé quien soy y las cosas terribles que he hecho.
El amor es algo necesario. Gracias al
amor olvidamos las heridas más terribles, los actos más salvajes y
perdonamos de corazón. Por eso se dice que Dios es amor. Las madres
saben dar amor a sus hijos, ofreciéndoles lo más sagrado y puro que
conocen. En cada gesto que estas nos proporcionan nos muestran el
camino hacia la felicidad, el olvido y la paciencia. Jamás he podido
pensar que Dios tiene un sexo determinado. Creo firmemente que es
parte de nosotros y que nosotros, pese a nuestras imperfecciones,
somos parte de Él. Sin embargo, durante un tiempo, creí que Dios,
mi Mesías salvador, era un ser terriblemente inteligente, hermoso e
intuitivo. Llamé Maestro a la criatura que me envolvió entre sus
brazos, besó mis sucias mejillas y me santificó en el nombre de la
belleza, la pasión y el deseo más impúdico.
Todavía recuerdo sus labios fríos
sobre mi cuerpo caliente, rebosante de deseo, mientras me ofrecía en
su agradable lecho. Podía contemplar los bordados más fastuosos en
el dosel de la cama, así como hundirme entre los almohadones
forrados de terciopelo rojo con borlas doradas. Él curaba mis
heridas con besos lascivos, lujuriosas caricias y terribles
encuentros en los cuales no era más que un discípulo, un pequeño
juguete, al que domesticar como si fuese un pequeño animal. Sus
dedos finos y suaves, algo fríos, rozaban mis sonrosados pezones y
deslizaba estos, lentamente, por mi vientre y mi pelvis. Buscaba sus
labios como un sediento un charco para saciar su sed.
Era su esclavo. No me convertí en uno.
Jamás dejé de ser parte de su propiedad. Compró a un desobediente
muchacho en un burdel, lo lavó, colocó joyas y le ofreció una
esmerada educación. Sin embargo, en su habitación nunca me ofreció
un trato de igual a igual. Era su amante, su amado Amadeo, al cual
torturaba con las delicias del sexo. Me ofreció conocer burdeles,
mujeres y hombres, la bebida, el placer de los grandes banquetes y la
belleza de una paleta de colores mágica más allá de los pinceles,
frescos y lienzos. Y, aún así, regresaba a su lado arrodillándome
frente a él, implorando su amor y olvidando mis pecados. Era su
ángel de alas negras y mejillas sonrosadas.
Me salvó una segunda vez para
condenarme para siempre. Me transformó en lo que soy. Soy un vampiro
por él. Jamás dejaré de bendecirlo y maldecirlo por ello.
Pero, como bien saben, acabamos
separándonos. El destino deseó que cada uno hallase la infelicidad
en otros brazos, rumbos y ocasiones. Él prosiguió su camino
intelectual intentando hallar a la primera criatura que creó. Por mi
parte sólo sobreviví. Era el ángel descalzo que recorría parís,
con la vista confusa en miles de ideas terribles y con una sed
insaciable. Al volver a estar juntos, tras tantos sueños y
fantasías, quise romper a llorar de rabia y felicidad. Sin embargo,
pese a su indiscutible amor, ese que dice profesarme por encima de
todo, me deja a un lado permitiendo que mi alma solloce. Quiero ser
su tentación. Necesito que vuelva a soñar con palpar mi piel de
nieve y a hundir sus labios en mi lujuriosa boca. Preciso de sus
abrazos y del misterio azulado de sus ojos fríos.
Dios tiene un rostro para mí y es el
suyo.
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