Marius y su tontería. Si lo quieres... ¡Tómalo!
Lestat de Lioncourt
Rojo como la sangre, el fuego y los
amaneceres que hace tiempo perdí de vista. Rojo como la vida misma
derramada en el cuello de mis víctimas. Ese rojo que es pasión
desenfrenada. Un rojo que parecía llama ardiente sobre la nívea
piel de leche. Quería beber su alma entregada, los miedos de sus
ojos castaños y la cereza madura de sus labios de seda. Durante
meses viví la pasión más pueril y pura. Una mezcla de sensaciones
que me llevaron a la locura y la desesperación. Tenían razón
cuando decían que él sería la perdición de vida, el sentido
máximo de mi creatividad y por siempre, pese a todo, algo que no
podría entender.
Tenía miedo de él. De la bestia que
creé por miedo a perder. La muerte le rondaba, susurraba en sus
oídos, la fiebre le hacía delirar y sus labios parecía decir
adiós. Tenía miedo y el miedo se quedó instalado en mi alma, sin
dejar que el hombre sabio surgiera una vez llegado el momento de la
paz. Cuando yació muerto entre mis brazos, con su sangre cálida en
mis venas, quise morir de pena. Sin embargo, yo sabía que lograría
que se convierta de nuevo en el joven soñador y peligroso, en el
pecado, en la pintura que cobraba vida y en el seductor muchachito
que guiaba mis manos bajo las sábanas de seda.
Su amor me dio vértigo. Saber lo
dependiente que éramos el uno del otro, como si fuésemos uno, me
provocó un pavor terrible. No era capaz de aceptar el hecho que
estaba vinculado a él más allá de la sangre, el tiempo y el alma.
Cuando desapareció de mi vida, mientras yo temía por la mía, pensé
que sería lo mejor para ambos. Creí fervientemente que lograría
ser feliz. Y me equivoqué, como muchas veces lo he hecho. Erré por
completo. No buscarlo fue una traición, pero eso hizo que él sea el
ser que hoy contemplo.
Frente a mí, con ese rostro impávido
lleno de inocencia en sus mejillas sonrosadas, parece un ángel. La
maldad yace en lo profundo. Hay oscuridad en sus ojos brillantes, una
oscuridad perversa. Sé que guarda la curiosidad de un niño, la
juventud de un adolescente y el ímpetu de un hombre joven. Pero es
un monstruo mucho peor que yo. Ha matado a miles como él. No hay
cargo de conciencia en su mente, cree que hizo lo correcto y lo
suficiente para sobrevivir. A veces parece distraído, pendiente de
un nuevo milagro, pero sus energías se agotan y suspira esperando
que yo diga algo. ¿Y qué puedo decir? ¿Lo siento? Es demasiado
tarde para pedir disculpas. Ya no es el momento siquiera para
discutir el uno con el otro. Ni siquiera hay que discutir algo más
que las lágrimas que hemos vertido los dos. Han muerto cientos en
los últimos meses, pero él parece tranquilo. Para él todo está
bien mientras que aquellos que ama están en pie, luchando con uñas
y dientes, esperando un nuevo anochecer.
—Amadeo...—murmuré hace un rato.
Él me miró severo, pero endulzó el gesto con una ligera sonrisa.
—Llámame Armand—repuso—. Ya te
dije que ese es ahora mi nombre. ¿Te acostumbrarás a ver frente a
frente la consecuencia de tus decisiones?
No dije nada. Tan sólo guardé la
rabia, acumulándola en algún rincón, y suspiré. Dejé que mi alma
se compadeciera de mí mismo y del orgullo que poco a poco parece
querer matar al amor. Pero el amor que siento por él, ese amor
intenso, sigue ahí. Es un amor que jamás podré olvidar.
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