Lestat de Lioncourt
Llegó a mí tullida, como un jardín
arrasado por un salvaje, completamente ciega y con terribles
cicatrices. Apareció como si fuese un sueño. Era hermosa, pero
frágil. Habían destrozado su vida, arruinado su futuro y convertido
su historia en un borrón en mitad de un libro demasiado extenso. Él
cretino que había convertido en un infierno sus pasos por éste
mundo, tan hermoso como salvaje, estaba muerto. Sin embargo, su
muerte no me reconfortó ni me provocó placer alguno. Tan sólo me
hizo despreciarlo aún más.
Siempre he sido un hombre impulsivo.
Según mi madre tengo a quién parecerme. Soy de ese tipo de chicos
poco reflexivos, aunque intento pulirme y comprender el mundo que me
rodea. Mi curiosidad no posee límites, pero eso también me hace ser
impulsivo y temerario. He vivido a la sombra de miles de recuerdos,
libros, música tocada por un diablo en su mejor momento y la
fascinación de una figura de leyenda. Sin embargo, frente a mí
tenía a alguien que reconocería mis rasgos y me hablaría de él de
forma íntima. No pude contenerme y fui a verla. Ella, la rosa más
hermosa del Jardín Salvaje, estaba recuperándose como si fuese un
ángel que intentaba volver al cielo.
Me senté junto a ella, tomé su mano
entre las mías y jugué con sus finos dedos. Algo en mí me pedía
quedarme a su lado. Creo que comprendí las miles de novelas
románticas que abarrotan algunas repisas de la extensa biblioteca de
mi vivienda. Aprendí a amar casi sin conocer, simplemente porque
ella tenía un aura distinta a los demás. No era un vampiro. Estaba
tibia y olía a vida. Era muy distinta a mi madre, aunque una vez fue
como ella. Todos a mi alrededor poseían colmillos, pero ella era una
mujer simple con miles de sueños muy similares a los míos, tan
comunes como especiales.
El día que despertó algo comenzó.
Ella y yo nos conocimos sin la intimidad de un café, aunque sí con
la pulcritud de un hospital. Nos sentamos frente a frente. Por
supuesto, me habló de él, de mi padre, y comprendí que realmente
era algo excepcional. Acepté el hecho de ser su hijo y de parecerme
demasiado a él. Nunca se lo había confesado a nadie, pero en parte
se convirtió en mi héroe. Hay niños que tienen a Superman, pues yo
tengo a Lestat de Lioncourt. Es irónico, ¿verdad? Un padre ausente
que siempre ha estado ahí, aunque él lo desconociera.
Recuerdo su cuerpo desnudo bajo el mío,
sus besos dulces, sus caricias indecentes y mis salvajes movimientos.
Nos amamos como nunca lo habíamos hecho, del mismo modo que nos
dejamos llevar por la necesidad de ser amados. El flechazo se
convirtió en amor y el amor en un vínculo que perdurará para
siempre.
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