Tarquin y Mona forman una pareja especial. Viktor y Rose me recuerdan mucho a ellos.
Lestat de Lioncourt
—¿Estás molesto?—preguntó
tomando asiento a mi lado.
Algunas pequeñas gotas de agua se
escurrían por su frente, mejillas y comisura de sus labios. Sus
cabellos aún estaban húmedos y olían a mi champú. Sus ojos verdes
estaban inquietos y podía leer su alma en ellos. Un alma que parecía
satisfecha, orgullosa y feliz. Deseaba atraparla entre mis brazos y
llenarla de besos, sin importarme que estuviera desnuda y empapada.
Acababa de salir de la ducha, después de relajarse y limpiar los
últimos desechos que su cuerpo había producido.
—No—susurré.
Temía llenarla de miedos
injustificados, pero tan presentes para mí como las palabras de
Petronia y los consejos de Nash. A lo largo de mi vida había tenido
varias personas que me habían ayudado, animado o desaconsejado.
Monstruos tan humanos como mi creadora, que era de las que creían
que las lecciones entran con sangre y dolor.
—Pues estás muy callado—dijo
apoyando su pequeña cabeza sobre mi brazo derecho.
—Me preocupa—murmuré.
—¿Qué te preocupa?—interrogó.
—Muchas cosas, Mona—dije rodeándola
para sostenerla entre mis brazos. Aún llevaba el traje que había
llevado en el velatorio del cuerpo de mi tía Queen, la cual ya yacía
en la cripta familiar.
—Podrías decirme qué te ocurre. Soy
tu pareja y deberías...
—Me preocupa que algo malo pueda
ocurrirte—respondí solventando sus dudas. La tomé del rostro y la
miré con cariño.
La amaba. No había duda. Desde que la
conocí lo supe. Era como una de esas historias de los libros y
películas que solía ver con mi tía, Jasmine y la Gran Ramona. Un
chico conocía a la chica de sus sueños y la música sonaba
distinta, el mundo poseía un color nuevo y el corazón latía
acelerado a su lado. Incluso podía notar que mi vida había cambiado
sin moverme del sitio.
—Mi noble Abelardo, ¿qué cosas
malas podrían suceder? Mírame. Me habéis salvado la vida,
ofreciéndome una oportunidad de oro, y no pienso desaprovecharla.
Quizás sea difícil de explicar para mi familia, pero ¿crees que no
se alegrarán de saber que ya no estoy enferma y no tienen que estar
pendiente de mí?
—Ah... Ophelia—susurré
recostándola en la cama, para abrir su toalla y acariciar la espesa,
aunque pequeña, mata de vello púbico.
Sus piernas se abrieron, su vientre
templó y sus pechos se erguían turgentes. Tenía una figura
distinta, mucho más exquisita y femenina que la que yo recordaba.
Comencé a besar su vientre, cerca de su ombligo, y deslicé mi
lengua hasta sus muslos e ingles. Ella suspiraba, reía y se movía
inquieta. Mi lengua retiraba las pequeñas gotas de agua, mientras
mis labios rozaban con cuidado cada pedacito de piel.
En aquella cama volvió a la vida,
cubierta de pétalos, surgiendo como la Venus de la espuma del mar.
Ella, mi compañera, que me hizo ver el mundo desvelando misterios
que me aterraban y que acabaron fascinándome.
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