Mis encuentros con él
han sido diversos a lo largo de estos años. Sólo narré el inicio
de todo. Aprendí la lección más terrible de mi vida, aunque jamás
he estado seguro de ella. Fue una lección que me llevó a conocer el
cielo y el infierno, los entresijos de una historia que aún se teje
y que se aseguraron que jamás olvidaría. Perdí mucho más que un
ojo en aquella aventura. Perdí parte de mí. Me destruyeron
parcialmente sin importarles nada. Dios, el diablo y todo su séquito
o quienes quieran que fuese. Caí en un precipicio del cual no fui
capaz de surgir fácilmente. No podía soportarlo. Parte de mí se
resintió tanto que creí que se había perdido para siempre.
Me costó años recuperar
mi vida y encarrilar mi destino. No fue fácil. La dificultad estaba
en sentir que mi alma estaba secuestrada en un mundo de horrores. Las
visiones que tenía a diario eran terribles. La tentación de volver
a buscarlo, de suplicar un poco más de información, me horrorizaba.
La sola idea de seguir vivo me provocaba pánico. Durante algún
tiempo pensé que no podría volver a ser el mismo, pero aprendí a
sobrevivir con la carga. Me convencí que podía.
Durante todo ese trance
conocí a los Mayfair. Me enamoré perdidamente de Rowan Mayfair, con
la cual tuve un idilio que decidí no alimentar. Corté toda relación
con ella durante unos años. Pensé que la mantenía a salvo, que
buscaría un nuevo rumbo y hacía con su vida algo mejor que
seguirme. No quería condenarla del todo a sufrir mi compañía.
Tampoco deseaba hacer daño a su esposo. No conseguiría nada bueno
si dañaba a un buen hombre. Pero mis deseos son superiores a mis
creencias. Corrí tras ella como un niño pequeño, me aferré al
borde de su falda y le rogué que fuese mía. No contaba con el
diablo.
Nos separó.
Aquella noche había
salido a pasear. La noche era fresca. El final del verano ya asomaba.
Los turistas seguían abarrotando las calles. Las luces de los
negocios eran deslumbrantes y la música, de los viejos clubs de
jazz, era encantadora. Me movía entre la gente como si fuera uno
más, integrándome por completo, con uno de mis mejores trajes.
Había decidido desempolvar un traje negro hecho a medida, de corte
clásico y botones negros decorados con un rectángulo, chaleco gris
con estampados de rosas negras y camisa blanca. No llevaba corbata.
Detestaba ese formalismo últimamente. Todo lo detestaba. Decidí que
estar solo era mejor que rodearme de viejos recuerdos. Ella no
volvería conmigo, ya que estaba demasiado asustada y empezaba a
enloquecer, y el resto parecía haber hecho su vida entorno a sus
viejas creencias alejadas de mí. Ni siquiera podía pensar en
regresar al lado de David y Louis. Eso ya era historia pasada.
Me había instalado en
uno de mis apartamentos del centro de la ciudad. Allí podía
asomarme a la ventana para ver como discutían en los bares sobre
cualquier tema, sentir el ambiente de la vida casi esfumándose entre
mis dedos y observar a mis nuevas presas. Podía haber regresado a
Blackwood Farm, pero como he dicho no quería recuerdos. No quería
nada. Esa vivienda a penas me hacía recordar algunas vivencias, ya
que la había comprado como mero almacén para algunos de mis muebles
y mis recientes adquisiciones de cuadros. Seguían gustándome los
cuadros de vivos colores, llenos de paisajes cotidianos, pero también
tenía fotografías en blanco y negro de mortales con la mirada
cargada de sueños, pesadillas y milagros.
Me dirigía al
apartamento después de adquirir un nuevo libro. Deseaba desnudarme,
arrojarme al diván más cercano a uno de los balcones y concentrarme
en la lectura. Dejaría que el mundo mismo se hundiera en sus propias
tinieblas. Un autor joven, lleno de frescura, había interrumpido
mágicamente en la escena literaria y me suscitaba cierta curiosidad
sus libros sobre vampiros, demonios y seres místicos. Necesitaba una
literatura llena de guiños a los grandes clásicos del terror y a mi
propia gente. Quería saber de él. Pero lo importante no era ese
libro, tampoco lo era los pocos folletos de poesía que había
conseguido como regalo de la chica de la tienda. Aunque, reconozco
que eran magníficos. Eran pequeñas hojas maravillosamente decoradas
con la imitación de la escritura de maestre de clerecía. Me
recordaba ligeramente a mis días en los cuales quise unirme al
clero, cosa que me sacó una sonrisa y me hizo pensar en mi madre.
Cuando doblé la esquina
cercana a mi hogar sentí una presencia conocida. Estaba a pocos
pasos, en uno de los locales más concurridos. Eran un antro de blues
y jazz, un local donde los gansters hicieron de las suyas en la época
de la ley seca, y que tenía cierta leyenda en al ciudad. Muchos iban
allí a dejarse el hígado mientras la música los envolvía. Cientos
de escritores habían suspirado en la barra del bar pensando que
nunca serían publicados, ni leídos y tampoco apreciados siquiera
por la chica de sus sueños. Tenía un letrero negro con letras
doradas, el interior tenía las paredes forradas en madera y poseía
numerosa decoración de los años de la depresión. Yo mismo había
estado allí sentado frente a un buen whisky, imitando a un joven
rebelde que bebía ensimismado ante las numerosas actuaciones, para
conseguir una víctima rápida entre tanto maleante y soñador venido
a menos. El humo de los puros baratos, los cigarrillos mentolados de
las jóvenes muchachas que reían descaradas y el aroma de los
embriagadores perfumes se pegaba siempre a tu ropa, tu cabello y
dedos. Y allí, entre ese amasijo de almas, lo sentí. Era él. De
nuevo él.
Al entrar vi la vida
moverse con encantadoras curvas de mujer. Una chica pasó frente a mí
con un peinado a lo Marilyn Monroe. La música era contagiosa. Un
blues sacado del alma, cantado por una de las chicas más
maravillosas del local de piel tostada y ojos tan negros que parecían
la propia noche. Sus labios eran suculentos y se movían impulsando
sus palabras a todos los corazones que allí se dejaban el juicio. Un
jovencito estaba limpiando la barra y otro se tambaleaba del
taburete. Las mesas estaban llenas, pero eso no importaba. Algunos
bailaban, otros permanecían de pie en algún que otro rincón y
apostaba que tras alguna de las numerosas puertas se hallaba aquel
ser que tanto me torturaba.
—Disculpe,
caballero—dijo, una mujer joven que se acercó hasta a mí. Vestía
un impresionante traje de lentejuelas rojo. Era de esos que envolvían
su cuerpo como si fuera una segunda piel. Tenía una piel en tono
caramelo y unos ojos azules profundos, los cuales parecían zafiros.
Su sonrisa sugerente me calentó por unos segundos y deseé enredar
mis dedos entre sus cabellos rizados, que caían sobre sus hombros y
rozaban su tremendo escote. Sus pechos turgentes, redondos y llenos
eran exuberantes, aunque lo que llamaba realmente la atención era su
cintura, pues tenía unas caderas impresionantes y le daban una
feminidad casi mágica. Era la chica de los sueños de cualquier
pobre diablo.
—Quedas disculpada, no
puedo estar molesto con una belleza como la tuya—respondí con
cierta coquetería. Era mi instinto natural, aunque mi corazón
seguía siendo de Rowan y dudaba que algún día fuese de alguien
más.
—Me dijo que intentaría
coquetear conmigo, pero no creí que lo hiciese desde la primera
palabra—comentó ampliando su sonrisa. Tenía una de esas sonrisas
que se contagiaban—. Le está esperando.
—Ah, ya veo—mi rostro
volvió a cubrirse con una pátina sombría y seria—. Por un
instante creí que una belleza como tú quería conocer los placeres
que podía ofrecerle, pero ya veo que sólo te acercaste como
mensajera.
—Si lo deseas después
podemos conversar invitándome a una copa; sin embargo, por el
momento, mi jefe está esperándolo en su despacho—no varió su
expresión.
No puedo aseguraros si
era humana o no. Sólo sé que su perfume de magnolias me enloquecía.
Quería estrecharla contra mí y preguntarle por el significado del
mundo, aunque lo desconociera. Por unos segundos olvidé mi dolor.
Aquel lugar parecía tener ese mismo efecto en todos los hombres. Las
mujeres eran tentadoras y los camareros muy elegantes, había tipos
muy distinguidos con una encantadora sonrisa como la suya. Pensé en
Julien. Estaba seguro que ese maldito desgraciado amaría un antro
como aquel. Inclusive, estaba seguro que era capaz de haberlo
adquirido sólo para beber gratis y jugar a las cartas de forma
ilegal. Si él estaba aquí significaba que aquel viejo enemigo podía
aparecer en cualquier momento.
Ella caminó frente a mí
y me hizo un gesto. Deseaba que la siguiera. Juro que sabía que
estaba haciendo mal, pero la intriga y las dudas me estaban
machacando. Así que no vi impedimento alguno para ir tras ella,
permitir que la puerta se abriera y cerrara detrás mía. No me
importó en absoluto. Si el destino había querido aquello no había
nada que pudiese hacer para impedirlo.
La puerta que eligió era
una del fondo, cerca del escenario, y al abrirse noté que los muros
eran gruesos. Parecía estar completamente insonorizada, aunque no
soy un experto en ese tema. Dentro había moqueta roja que cubría
todo el suelo, una alfombra de piel de lobo teñida de negro muy
similar a la de mi vieja capa, y un despacho ligeramente ocupado con
un portátil y diversos archivos. Tras la mesa había una silla
girada hacia la pared, y en la pared, justo frente a nosotros, había
un cuadro de Julien Mayfair junto a su encantadora prometida Evelyn.
Las noticias sobre el regreso a la vida de la abuela de Mona me
habían llegado hacía días, pero eso es porque en New Orleans nada
pasa sin que yo me entere. Por lo demás, era una habitación más.
Salvo una pared falsa, que no era más que una puerta corrediza que
dividía la sala.
—Jefe, aquí lo
tienes—dijo, antes de desaparecer, con el sonido de sus tacones
alejándose.
La puerta se cerró y yo
quedé allí. Estaba tenso, pero no podía estar de otra forma. Metí
mis manos en los bolsillos del pantalón y esperé a que él hablara.
—Jamás creí que te
dieras cuenta que estaba aquí. Has pasado varias veces frente a éste
sitio y no has reparado en mí. Ésta vez no quería ser yo quien
fuese a buscarte. Sé que tienes muchas preguntas que hacerme—su
voz era tan masculina como susurrante.
—¿Te parece correcto
lo que haces?—pregunté.
La silla se giró y lo vi
sentado en ella, muy cómodo y desenfadado, con un vaso de whisky on
the rock entre sus finos dedos de uñas puntiagudas. Sus ojos azules
me parecían extremadamente hermosos, como la primera vez que los vi,
y su cabello estaba bien cepillado hacia atrás. Su traje gris humo
con su camisa de cuello Maho en tono borgoña le daban un toque de
hombre de negocios. Parecía distinto y a la vez era el mismo. Ni
siquiera sabía cuánto tiempo había pasado.
—¿Qué cosa? ¿Hacer
que remonte éste club? No he sido yo. Tal y como has supuesto es de
Julien—aquello no me impactaba. No me había percatado que mi mente
estaba abierta, quizás porque el lugar donde estábamos incitaba a
desinhibirse.
—No hablo de estos
sucios negocios, los cuales posiblemente sólo son para llenar sus
arcas de tesoros y a ti el infierno de nuevas víctimas. ¿No tenías
que salvar a diez almas? ¿Por qué este cambio radical? ¿Tan
mentiroso eres, Don Diablo?—mis palabras le hicieron arrancar una
risotada que me electrocutó. Sentí pánico, pero no podía huir. Me
tenía que enfrentar a él. Sabía que podía doblegarme, aunque no
estaba dispuesto a ello. Saqué las manos de mis bolsillos porque no
quería que viese que me torturaba todo aquello.
—Aún no he encontrado
la fórmula mágica para salvar las almas condenadas. ¿Tienes alguna
idea? Se admiten sugerencias—susurró moviendo su vaso de whisky,
para luego darle un sorbo y dejarlo sobre la mesa—. Lestat, ¿por
qué estás tan a la defensiva? ¿Quizás tienes miedo?
—¿Miedo? ¿A qué? ¿A
qué destroces de nuevo mi vida como siempre haces? No entiendo
porque tienes esta inquina conmigo. ¿Qué te he hecho yo?—cerré
mis manos y apreté los puños. El único anillo que llevaba era el
de bodas. Me había casado con Rowan cuando ella dejó a Michael,
aunque había regresado a su lado. Ese anillo era el único recuerdo
que aceptaba en mi vida. Lo único de lo cual no era capaz de
deshacerme.
—Desobedecer y no
aprender—dijo mirándome a los ojos.
—¿Desobedecer? Ni que
fueses tú mi padre. ¿Acaso tenía que seguirte el juego? ¿A ti y a
cuántos? Dímelo, porque aún no me he enterado como he comenzado la
partida. Tampoco sé tus normas. Aunque, te diré algo, desprecio
este juego y desprecio todo lo que tenga que ver contigo—mi voz se
alzaba por momentos. Me di cuenta que podía escucharme perfectamente
y que sí, que aquel lugar tenía que estar insonorizado.
—Lestat, ¿quieres
calmarte? Pareces una mujer herida porque ha encontrado a su hombre
en la cama de otra—se incorporó y caminó hacia mí. Metió con
elegancia las manos en los bolsillos y se acercó a mí, quedando tan
sólo a unos centímetros de mi rostro.
—Y tú pareces un
adolescente caprichoso—recriminé—. Me buscas como si te
perteneciera.
—Cariño, me
perteneces—dijo sacando sus manos de los bolsillos, para colocarlas
sobre mis pómulos y deslizar sus dedos pulgares por mi rostro hacia
el mentón—. Eres mi fualana. La puta que más me gusta.
—Tienes a ese engendro
que rescataste del arroyo de los infiernos—chisté. Nicolas de
Lenfent, mi viejo amante. Aquel violinista que se volvió loco y
perdió todo juicio en busca de algo que realmente no existía. Había
regresado hacía más de un año, era suyo y estaba a sus órdenes
completamente enamorado de él. No sabía para qué me quería a mí
si tenía cientos de amantes.
—¿Nicolas? Sí, es
cierto—murmuró saboreando el momento. Reía bajo para sí mismo,
como si el chiste no fuese conmigo.
—Posees a los
Mayfair—añadí.
—Eso sólo son
negocios, aunque sus mujeres son encantadoras y sus hombres tienen
algo que no sé como describir. ¿Cómo describirías a un hombre
sumamente atractivo y peligroso? Aunque, por supuesto, no son ni la
mitad de peligrosos y hermosos que sus mujeres.
Hubiese dado cualquier
cosa por agarrarlo del cuello y empujarlo contra la pared. Incluso le
habría vendido a él mi alma. Era despreciable. Se mostraba correcto
y bueno en ocasiones, como si ese fuese el lado que quisiera darme
para que creyera todas sus mentiras. Sin embargo, sólo tenía que
verlo bien para saber que sólo era un caprichoso.
—Déjame en paz—dije
dando un paso atrás. Aún tenía sus manos sobre mi rostro, pues él
no las apartó ni permitió que me apartara—. Tienes todo lo que
deseas.
—Menos a ti—susurró
arqueando las cejas.
—¿No decías que te
pertenezco?—fruncí el ceño y aparté sus manos de mi cara, pero
me agarró de la cintura y pegó mi cuerpo al suyo. Eché de
inmediato la cabeza hacia atrás intentando que no me besara, y que
ni siquiera me rozara su aliento cargado de whisky.
—Me perteneces, pero no
eres capaz de quedarte a mi lado—hundió su rostro en mi cuello,
justo en el lado derecho, para lamer mi piel y besarlo lentamente. El
roce de sus labios subió hasta mi lóbulo y sus dientes
mordisquearon aquel pequeño trozo de mi oreja.
—Quiero que dejes a
Rowan Mayfair en paz—balbuceé una propuesta, pues sabía que eso
es lo que esperaba—. Deseo que no muera por culpa de Julien Mayfair
y sus trucos—mi voz sonó más firme, aunque era un ruego—. Por
favor.
—Es su nieta—me
aclaró apartando su rostro de mi cuello—. ¿Crees que lo
permitiría?— preguntó con los ojos clavaos en los míos. Eran dos
dagas ardientes. Podía ver el infierno en cada una de sus minúsculas
células—. Ya hizo un pacto conmigo. No morirá. Será madre de ese
Taltos y es posible que conciba alguno más, pero más adelante.
Michael es todo un semental. ¿No lo crees?— Se burló de mí,
riéndose en mi cara—. Sé como le miras. Incluso le amas a él de
algún modo.
—Cállate, deja de
indagar en mis sentimientos—coloqué mis manos en su torso y me
eché hacia atrás. Quería que me dejara libre.
—¿Acaso ya no son de
dominio público? ¿Qué tal tu nuevo libro? ¿Cómo vas?
—Déjame en paz.
—No, no quiero—comentó
divertido—. Dime, ¿saldré de nuevo o sólo contarás una de tus
aventuras? No quieres contar que seguimos viéndonos, ni tan sólo
deseas aceptar que aún estás mezclándote con los Mayfair. Hiciste
tantas promesas, Lestat. Has mentido tanto y tan bien... Oh,
pequeño, eres un niño travieso. ¿Me dejarás azotarte?—su mano
derecha apretó una de mis nalgas y pude notar cierta lascivia en su
mirada.
—¡Deja de
burlarte!—grité.
—No, es francamente
divertido—susurró apartándose de mí—. Te tengo donde quería,
contra las cuerdas y a punto de montar una de tus pataletas—sacó
de un chaqueta una pitillera y se llevó un cigarro a los labios,
éste se encendió sólo y le dio una honda calada.
—Te odio—dije.
—El odio siempre
proviene de un amor que no se quiere corresponder—contestó dejando
que el humo saliera de su boca, igual que si fuese un dragón,
mientras su mano se movía elegante con esa explicación tan
perversa. Su mano izquierda se había perdido en el bolsillo del
pantalón. Tenía una estatura envidiable. Siempre me rebasaba.
Parecía prácticamente un Taltos. Sin embargo, no tenía la bondad
ni la inocencia que podía encontrar en los ojos de Miravelle. Ni
siquiera era cínico por miedo, como Oberon. Tampoco tenía el
desafío de Lorkyn. Era el demonio. No había vuelta de hoja. Un ser
despreciable, pero maravillosamente apuesto. A veces me confundía.
—Sabes bien que no es
así.
—Te propongo algo—dijo
mirándome a los ojos tras otra calada—. Permitiré que vuelvas a
ver a Rowan, una vez tenga ese dichoso Taltos, y puedas tenerla entre
tus brazos sin que ningún Mayfair lo sepa. Te dejaré unas horas
lejos del alcance del poder de Julien. Tendrás a tu hermosa bruja
con tu encantadora niña de cabellos rizados, esa que tuvisteis
gracias a la ciencia. Sí, Hazel. La cual crece ajena al dolor y la
comedia que envuelve su delicada vida.
Era un buen trato. Pero
si de algo me servía la experiencia que me golpeaba duramente, una y
otra vez, era que no debía creerme nada de sus triquiñuelas.
—¿Qué ganas tú?
—A ti—respondió
rápidamente.
El cigarrillo lo llevaba
con elegancia a los labios, los cuales se apretaban ligeramente
entorno a la boquilla. Se había girado en un par de ocasiones para
echar las cenizas en un pequeño cenicero de cristal, muy bonito a
pesar de lo sencillo.
—¿Pretendes que esté
a tu lado a cambio de unas horas?—estaba por reírme en su cara. Ni
siquiera un niño inocente se creería algo así.
—Puedo ampliar el
contrato cuanto más amplíes tú las visitas a éste pobre
infeliz—dijo haciendo aparecer en su mano izquierda, entre sus
largos dedos, un documento—. Deseo conversar contigo, Lestat, sin
misiones religiosas ni quejas sobre brujos emparentados entre sí.
—¿Cómo?—no podía
creerlo.
Rápidamente apagó la
colilla y se acercó a mí echándome el humo en la cara. Tosí
ligeramente y cuando me di cuenta me estaba besando. Su lengua se
enredó con la mía, acariciándola descaradamente, mientras yo aún
no podía siquiera reaccionar. Trastrabillé pegándome a la puerta,
para notar entonces el bulto creciente de su entrepierna. Deseaba
sexo.
—¿Ya sabes lo que
quiero?—dijo mirándome a los ojos. Había colocado su mano sobre
la puerta, dejando el brazo ligeramente extendido, evitando así
cualquier salida. No podía huir. Aquel lugar no tenía ventanas. Las
puertas corredizas no darían al exterior. Me atrapó.
Se humedeció los labios
ligeramente y pasó la punta de su lengua por los míos. Fue un gesto
bastante erótico. Me sentía atrapado.
—Sí...
Estaba subyugado.
No podía pensar con
claridad. No había luz en ese asunto. Estaba perdiéndome en plena
noche. El bosque estaba siendo cada vez más espeso. El mundo se caía
a cachos. Ya no sabía dónde ir. El vampiro que conocía se estaba
rindiendo de nuevo a los encantos del demonio. Tenía miedo, pero el
miedo era nada comparado con el ferviente deseo que me impulsaba a
mirarlo.
Se alejó con pasos
largos, aunque medidos, y pude ver su espalda libre de esas
monstruosas alas. Lo que tenía frente a mí era su receptáculo
mortal. Un aspecto entre los masculino y lo femenino, pues su pómulos
no dejaban de ser demasiado perfectos para ser los de un varón.
Cuando se detuvo, a pocos centímetros de la puerta, imaginé que
había tras ella.
—Ven conmigo—me
indicó.
La sala oculta era una
cama gigantesca, con un cabezal de hierro negro y vestida del mismo
color en telas de satén. Sobre el colchón había un par de esposas,
las cuales ya conocía bien, y a ambos lados había diversos muebles
con varios cajones que ocultaban secretos de tortura y placer.
—Hoy no te romperé la
ropa, deseo ver como te deshaces de ella y te postras ante mí como
un perro bien amaestrado—comentó sentándose en el borde de los
pies de la cama. Me miraba como cualquier hombre mira a una puta
cara, de esas que sabes que harán todo por ti. La zorra perfecta—.
¿No decías que todos debíamos ser perros? Comentaste que te
agradaba esa idea. Así que hoy serás mi perro obediente, o mejor
dicho, la perra más obediente.
—Es humillante—murmuré.
—Para mí no.
Me saqué la ropa tal y
como lo había pedido. Por unos segundos sentí un pudor extraño.
Mis mejillas se enrojecieron resaltando mi piel blanca. Quería irme
de allí, pero entre sus manos aún tenía ese contrato. Un contrato
con el demonio. Mi alma a cambio de horas con Rowan y la seguridad de
mi hija.
—No hace falta que lo
firmes, tienes mi palabra y yo tengo la tuya—dijo con media
sonrisa—. Recuerdo cuando te tuve por primera vez, ¿qué sucia
mentira usé? No lo recuerdo ya. Pero te prometo que no le pasará
nada a tu hija, aunque no puedo asegurarte nada de Rowan.
—Entonces no
sigo—respondí con el cinturón entre mis manos.
—Lestat, está media
loca. Era un riesgo que debía correr Julien. No puedo hacer nada con
su mente, de verdad. Tal vez tú si puedas, la puedas meter en razón
y la calmes—se encogió de hombros y se sacó la chaqueta dejándola
a un lado de la cama—. Lestat, escúchame. No soy tu enemigo. No
quiero ser tu enemigo. Deseo ser tu amante, pero si sigues
insistiendo con tu testarudez las cosas se pondrán cada vez peores.
—¿Cómo de mal?
—Ya has visto de todo
lo que soy capaz—expresó—. Quiero que vengas libremente a mí,
por favor.
—¿Qué gano?
—Podré ayudarte, pero
no siempre. No pidas imposibles, pues no puedo hacer mucho. He hecho
un contrato en firme con Julien y él me ayudará en algún modo.
—¿A qué?
—Eso no te incumbe.
Desnúdate y ven.
Me desnudé quitándome
las pocas prendas que me quedaban. Lo último que me quité fueron
mis calcetines. Mi cuerpo era algo más delgado que el suyo, pero
ambos teníamos una figura similar salvo por la estatura. Me acerqué
a él y me subí sobre sus rodillas, mirándolo frente a frente,
mientras pasaba mis brazos sobre sus hombros.
—¿Puedo confiar en ti?
—¿Tienes otra opción?
—No.
—Entonces, no tienes
nada que perder.
Su ropa desapareció.
Memnoch sabía hacer esos trucos. Su piel era más cálida que la
mía, a pesar que yo había ingerido algo de sangre a primera hora de
la noche. Cerré los ojos y abrí mis labios ligeramente, para
aceptar sus besos, mientras él recorría mi cuerpo con la yema de
sus dedos. Sabía que iba a sufrir en aquel ritual cargado de sexo y
crueldad.
—Al suelo.
Me arrojé al suelo
dejando que mis rodillas se clavaran en mi moqueta. De inmediato él
me agarró de la cabeza, me lanzó una mirada de deseo y enredó sus
dedos en mis cabellos. Rápidamente tenía la cara pegada a su
entrepierna, algo endurecida, esperando ser devorada. Mi lengua dejó
un ligero roce desde la base hasta su glande, justo antes de
introducirla entre mis labios y comenzar a succionar sin perder
detalle de sus facciones. No tenía otra. Debía confiar aunque me
engañara. Aún no estaba del todo duro, y notar que yo lograba
ponerlo de ese modo me llegó a excitar. Por unos instantes me sentí
culpable, pero rápidamente esa sensación voló. Él recogía mi
pelo, largo y rizado, mientras se concentraba en el placer. Mi
mejilla derecha se abultaba cuando decidía torturar su glande,
después ambas se hundían cada vez que sorbía. Mi mano derecha fue
a su miembro y comencé a masturbar, apretando con mis dedos parte de
su pene; la zurda, que me ayudaba a mantener el equilibrio, terminó
agarrando sus testículos mientras los oprimía.
Cuando estuvo
completamente duro, además de palpitante y húmedo, se incorporó
agarrándome fuertemente del pelo con su diestra y con la otra me
agarró del cuello. De inmediato cerré los ojos y dejé que mi
cuerpo temblara. Esa forma brusca de dominación me excitaba. Estaba
siendo de nuevo el amante predilecto del demonio.
Sus testículos chocaban
con mi mentón y hacían un ruido seco, mis jadeos se perdían en
cada milímetro de su grueso sexo y sus gruñidos, de animal salvaje,
cada vez eran más seguidos. En medio de esa vorágine de placer fui
arrojado a la cama, como si no pesara nada, y ésta se quejó. Él se
subió sobre mí y me colocó las esposas, atándome los brazos a la
espalda, mientras abría mis piernas. Esas esposas eran especiales,
pues jamás pude romperlas. Memnoch no era estúpido, sabía que yo
podía buscar cualquier treta.
—Siempre me han gustado
tus nalgas—dijo pegándose a mi espalda.
Pude notar miembro
rozando mi entrada, e incluso acariciando parte de mis testículos,
pero no entró. Él se apartó y acabó sentándose de nuevo en la
cama, tirando de mí impunemente, para colocar mi cuerpo de modo que
pudiera azotarme. Comencé a sentir y escuchar cada golpe sobre
estas. Me sentía como cuando era un niño y mi padre decidía
castigarme, pero era implícitamente más erótico y placentero.
Acabé gimiendo y él introduciendo dos de sus dedos en mi recto.
Él se echó a reír. Esa
risa me turbaba. Me sentía hundido en un balde de agua, como si
estuviera en el fondo de una bañera, y pronto mi conciencia se
perdió por completo. Durante unos segundos me dejé rasguñar,
morder y girar en la cama. Sus dientes tiraron fuertemente de mis
pezones, parecía querer arrancarlos y masticarlos para saborear bien
mi piel. Mi sexo estaba duro. Tenía los testículos a punto de
descargar. Sólo me había estado tocando, aún ni siquiera me
penetraba, y ya estaba peor que cualquiera de mis amantes. Estaba tan
caliente que creía tener fiebre, pero eso es imposible en un
vampiro.
Cuando quise percatarme
de todo estaba atado a las tres de las cuatro patas de la cama. Tenía
unas sogas similares a las que hizo Maharet, pero eran de pelo rubio.
El mismo tono rubio de su cabeza. Las había ordenado crear con pelo
suyo. Eran muy resistentes. Ya no tenía las esposas, habían
desaparecido. La pierna derecha estaba hacia el lado derecho de la
cama, justo en la pata superior de ésta, y bien atada al cabezal;
mis manos, ambas atadas primero por las muñecas, se encontraban en
el otro extremo y y mi otra pierna se dirigía diagonalmente hacia
los pies de la cama, en la parte izquierda. El suave satén se pegaba
a mi torso y mi figura estaba completamente perlada de gotas de sudor
sanguinolento.
Entonces me penetró. Ni
siquiera pensé que lo haría aún. Me penetró agarrándome ambos
glúteos, clavando sus uñas, mientras que mi cuerpo se tensaba.
Sabía que no debía hacerlo, pues sería más doloroso y complicado.
El ritmo de sus embestidas era tan fuerte que movía ligeramente la
cama, haciéndola temblar. Él golpeaba con certeza en mi próstata y
no tardé en derramarme. Quería abrir los ojos, pero no podía. En
cierto momento sentí incluso su látigo golpeando con ira en mi
espalda, hiriéndola durante pequeñas fracciones de segundo. Mi pelo
estaba empapado y pegado a mi rostro, aunque a ratos él tiraba hacia
sí como si quisiera arrancarlo. Yo sólo podía gemir y llorar. Mis
ojos estaban cubiertos de lágrimas y mis pestañas, siempre doradas
como el trigo, parecían haberse teñido y ser idénticas a las de
Mona.
—Más, gime más para
mí—escuché su voz nuevamente, sin ese tono acaramelado casi de
terciopelo. Era una voz más ronca y varonil, además de dominante.
Perdí la conciencia unos
segundos, justo cuando él se apartaba de mí murmurando algo que no
supe comprender. Después, casi de inmediato, me soltó las cuerdas
para colocarme de otra posición, no sin antes arrojarme al suelo
como si no valiera nada. Puso mis brazos en cruz, ató mis brazos a
las patas y me dejó allí sentado con la cabeza inclinada hacia la
izquierda. El pelo me tapaba ligeramente el rostro y mis labios
ardían. Tenía los colmillos tan crecidos que me los clavaba, pero
eso parecía no importarle.
Me tomó del mentón con
su dedo índice y corazón, levantando mi cabeza para verme el
rostro. Entonces, como si se tratara de un milagro, pude abrirlos y
ver su sonrisa malévola. Todo era borroso, menos su sonrisa. De
inmediato se arrodilló y me besó. Yo no sólo acepté el beso, sino
que lo prolongué deseando tener los brazos libres para abrazarlo.
Tras aquel beso, que me arrancó cualquier rastro de culpabilidad, me
introdujo su glande entre mis labios. Mi lengua lamió rápidamente
el pequeño orificio del meatro, para luego abarcarlo por completo.
Noté sus manos cálidas
sobre mi cabeza, sus dedos de uñas filosas se hundieron entre mis
mechones, y pronto tiró de mí. Tenía los dedos enredados en mi
pelo y su miembro se introducía rápidamente, y con un ritmo
continuado, en mi boca. Yo no podía hacer nada más que intentar
relajarme y mover mi cabeza de forma contraria. Mientras lo hacía
volví a llegar a mi segundo orgasmo. La forma de dominarme era tan
erótica, estaba ya tan acostumbrado, que la ansiaba. Él hizo lo
propio en mi boca, para después besarme compartiendo su semen de
labios a labios.
—El único que me
interesa mantener con vida es a ti—dijo arrodillado frente a mí,
acariciando mis cabellos para apartarlo de mi rostro—. Vivo y
satisfecho—susurró limpiando mis lágrimas con mi camisa—.
Lestat, lo que le pase a tu bruja me trae sin cuidado. Por mí podía
morir hoy, junto a toda su familia, y no significaría nada. El
infierno está lleno de gente como ellos. Estoy harto de verlos
llegar en interminables filas. Pero tú eres distinto. Tú eres
excepcional.
—Quiero
salvarla—susurré ronco y sin fuerzas.
—¿Y quién te salvará
a ti?—preguntó liberándome, cosa que provocó que cayera hacia
delante. No tenía fuerzas.
—Dios.
—Dios... ni siquiera me
escucha a mí, ¿cómo te va a escuchar a ti?—no había malicia en
sus palabras, al menos no las encontré. Sus ojos parecían más
profundos y vivos. Tenía el torso cubierto de sudor y olía a sexo
por todas partes—. Yo te amo, Dios ni siquiera se ama a sí mismo.
Él tiene una forma extraña de ser que nunca comprenderé. Así es.
—¿Por qué los
Mayfair? ¿Por qué pactas con ellos?
—Hago pactos con todo
aquel que desea vender su alma, aunque en realidad firman para que yo
los salve más adelante—argumentó. Parecía de nuevo ese ser
bondadoso que una vez conocí, pero sabía que podía ser un truco.
Jugaba con mi mente y mis sentimientos.
—¿Vivirá?—me
obesionaba la idea que pudiese morir.
—Ya te he dicho que
sí—dijo meneando la cabeza, como si le cansara esa pregunta.
—¿Me ama?—era otra
de mis obsesiones. Me había echado de su vida como si no valiera
nada, como si todo lo que hubiésemos pasado juntos se hubiese
convertido en humo. Tenía que saberlo. Quería escucharlo de su
boca. Que ella me amaba, como así lo sentía, pero no era capaz de
soportar la idea que no lo hiciera.
—Esa respuesta la
conoces tú mejor que yo.
Aquello no me liberó de
la carga, pero al menos la hizo más soportable. Pude entender que
sí, que lo hacía. Aunque también sabía, y muy bien, que no le
agradaba la idea de vernos enamorados. Por mucho que dijera que había
pactado con los Mayfair porque sí, porque era su cometido, yo estaba
seguro que había algo más.
—¿Puedo irme o me
retendrás?
—Por hoy puedes irte,
pero sé que volverás. Ya no puedes estar sin mí. ¿No has notado
como movías las caderas? No puedes estar sin mí. Te lleno por
completo. Me amas, aunque no lo aceptes—se apartó y pude verlo
mejor, con la visión menos borrosa, mientras se servía un whisky de
un pequeño mueble bar que no había visto antes.
Cualquiera que lo viese,
así desnudo, diría que era un joven apuesto lleno de eróticas
cualidades. Pero yo sabía la verdad. Su verdadera forma de ángel
era mucho más andrógina, con una mirada menos perversa y una voz
que aún me hacía dudar de todo. La misma voz que estaba usando en
esos momentos.
—No veas a Rowan. No la
busques. Si lo haces yo lo sabré—me dijo sin girarse—. Yo te
diré cuando es el momento y qué quiero a cambio.
—Pero tú dijiste
que...
—No, Lestat, no. Esto
no ha sido a cambio de verla. Esto ha sido a cambio de escuchar tu
propuesta—se giró y alzó el vaso de whisky—. Por nuestra unión.
Hasta que la muerte nos separe.
Me desplomé por completo
y cuando recobré la conciencia estaba en la bañera de mi
apartamento. El grifo estaba abierto y el agua caliente desentumecía
mis brazos cansados. El agua estaba a punto de rebasar el borde, por
eso rápidamente lo cerré. Miré hacia el balcón abierto, pues
tenía uno en aquel hermoso baño de mármol y grifería dorada, y
noté que estaba a punto de amanecer.
—Memnoch...
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