Había olvidado por completo todo lo
que era estar atado a un lugar. Durante años me dediqué en cuerpo y
alma a recorrer el mundo. Caminé por las selvas aún vírgenes, allí
donde el hombre común no se atreve a pernoctar, descubrí viejas
civilizaciones perdidas en terribles ruinas, hundí mis dedos en el
lodo de mundos que ya no existen, corrí sobre las arenas de los
desiertos y vi de nuevo las profundas y oscuras aguas de los mares.
Quería sentirme libre. Deseaba abandonar la ciudad que tanto amaba.
Me olvidé de todo y de todos. Necesitaba hacerlo para comprender a
mi madre y a tantos otros. ¿Cuántas veces habían hecho cosas así
antes? Muchos viajaban constantemente y yo me había quedado
cómodamente en una ciudad. Eso no era propio de mí. Cuando joven,
recién creado, recorrí prácticamente el mundo conocido hasta ese
momento. ¿Por qué no lo iba a hacer en esta era donde la vida
parece brotar como cientos de llamaradas?
Esta noche ha sido distinta. He
recorrido de nuevo las viejas calles que tanto conozco. Podría
caminarlas con los ojos cerrados. Es divertido ver como hay cosas que
no cambian. Pasen los años que pasen, ocurran los desastres que
ocurran, siempre hay una verdad que se esconde y un detalle que no
muta. Me he puesto mi vieja levita de camafeos y al meter la mano, en
el bolsillo izquierdo, he hallado algo que creía que había
regresado a su joven amo. Era el camafeo predilecto de Quinn, mi
hermanito, que quiso regalarme en señal de afecto entregándose a mí
de un modo íntimo y torpe.
Contuve las lágrimas y mi corazón.
Quise echar a correr hasta sus propiedades y asegurarme que estaba
allí una vez más, pero eso ya lo había hecho de forma furtiva y
nadie lo había visto. Hacía años que él no había regresado. No
era una buena señal. Más bien era la señal de la catástrofe.
Tantos habían muerto, otros resultaron terriblemente heridos y
muchos huyeron para ocultarse bajo tierra en un terrible descanso.
Quería pensar que como mucho estaba aún herido, pero vivo. Vivo
como ella. Vivos los dos. El apasionado Abelardo y la eterna Ophelia.
Cerré los ojos un instante y vino a mí
el aroma de los dondiegos de First Street. Pude ver las ramas
meciéndose suavemente. Creo que incluso sentí bajo mis zapatos la
hierba crecer. Al abrirlos me di cuenta que había dado la vuelta
adentrándome en una pequeña calle, la cual daba a la Avenida donde
me había instalado de nuevo. Uno de mis pisos allí. Mi pequeña
guarida.
Pasé la punta de mis dedos por el muro
de una de las viviendas, hundiendo las yemas en las grietas, y
recordé que así es mi alma. Mi alma está llena de cicatrices y
vivencias. Somos como viejas mansiones con encanto. Ocultamos muchos
secretos. Somos lo que somos por el paso del tiempo. Un tiempo que
pasa desafortunadamente demasiado rápido.
Al llegar al interior de la vivienda,
donde el fuego estaba ya caldeando la habitación principal desde
hacía horas, decidí que debía volver a mi castillo. Allí los
recuerdos no eran tan intensos. Claudia no me asaltaba como un
encantador y peligroso fantasma; las dudas sobre las diversas
amistades que perdí, y sobre si hice bien abandonando a Louis,
tampoco estarían.
Mi encantador sofá corbeille tapizado
en un encantador tono borgoña estaba allí, llamándome como una
sirena varada en mitad de una paradisíaca isla. Decidí tomar
asiento, recostar mi cuerpo y permitir que mis rizos dorados cayeran
por el cómodo cojín de delicados bordados de rosas con hilo de
plata. Cerré los ojos y me abandoné al mundo onírico.
Cuando desperté ellos estaban en mitad
del salón. Él estaba apoyado sobre la chimenea, contemplando el
fuego y avivando las ascuas, ella caminaba de un lado a otro haciendo
sonar sus finísimos tacones rojos. Tan atractivos. Él con su
elegante traje negro, su camisa de algodón blanco y una bonita
corbata carmín con un broche dorado. Ella, sin embargo, llevaba un
minúsculo vestido rojo y un abrigo de imitación a piel sobre sus
hombros menudos. Parecían dos aristócratas. ¿Y no éramos eso los
vampiros? La aristocracia de la noche.
El cabello de Mona estaba recogido
dándole un aspecto más maduro, pero su pequeña boca tenía la
mueca de una niña impaciente. Esos enormes ojos verdes brillaban
como los de un animal salvaje que está a punto de lanzar su ataque.
Cuando se percató que estaba despierto se aproximó a mí y me
abofeteó.
—¡Quinn!—exclamé como respuesta
esperando que él intercediera.
—¿Dónde has estado? Te hemos
necesitado, jefe. Pero tú preferías estar viajando conociendo
furcias, ¿verdad? Furcias como esa Rose. Esa niña malcriada, esa
golfa sin remedio... ¿qué tiene ella que no tenga yo? ¡Y no me
digas que una carrera universitaria!—celosa, terriblemente celosa.
Sus celos siempre me parecieron terribles y divertidos a la vez. Tan
voluble, tan atractiva y tan desesperada por ser amada a pesar de
todo. Era una niña. Una niña de dieciocho eternos y magníficos
años.
—¿Estás escuchando? Yo no he
empezado. Ha sido ella, hermanito, y si digo algo que no te gusta vas
a tener que aceptar que no inicié esta pelea—dije incorporándome.
Era bajita, pero tenía el típico
cuerpo de guitarra. Sus caderas eran algo anchas, su busto estaba
deliciosamente desarrollado, y su cintura era estrecha. Muy
atractiva. Ante mis ojos tenía una pequeña dama de sociedad que se
comportaba como una arrabalera. La tomé de las muñecas y la sostuve
de ese modo en silencio. Quería golpearme, pero no podría. Era una
buena técnica.
—Khayman se volvió loco—susurró
al fin Quinn. Al girarse pude ver cierto cansancio en sus ojos
azules, tan hermosos como tristes, y eso me emocionó. Creí que no
volvería a escuchar su voz ni a ver esa mirada tan enigmática—.
Nos salvamos, pero fue horrible.
—Lo supuse. Creí que...—murmuré.
—No te librarás tan fácil de
mí—sentenció Mona.
Ella logró zafarse de mis manos, que
eran como garras, para darme otra bofetada. Sin embargo, acabó
abrazada a mí llorando. No pude contenerme. Jamás pude. La abracé
contra mí, besé su frente y sus mejillas, acaricié sus cabellos
como si fueran de seda y miré a Quinn esperando que él también se
aproximara. Mis amigos, mis compañeros, mi otra familia... mis
pupilos. Mi hermanito vino, me abrazó y dejó a Mona entre ambos.
Los besos comenzaron. Labios contra mejillas húmedas por lágrimas
teñidas de rojo, frentes despejadas, cuellos fríos con un leve
murmullo de un corazón que aún late pese a la muerte del cuerpo y
miradas cómplices.
Ellos habían sido mi último intento
de bondad. Quise ser un buen tutor. Deseaba que me quisieran. Las
peleas fueron numerosas, pero esos días de complicidad se quedaron
por siempre unidos a mí. No podía olvidarlos. Aunque estuve lejos
de la ciudad algo en mí me pedía recordarlos. Quizás porque ambos
me necesitaban. Desconozco si era así o no. Esos besos, tan intensos
y sinceros, confirmaban que yo aún les amaba y que era un amor
correspondido.
Sentí la mano pequeña y firme de Mona
sobre mi bragueta, bajando el cierre e introduciendo sus dedos dentro
del pantalón. Su zurda estaba sobre mi torso, acariciando los
botones de mi levita, mientras que las mías sostenían el rostro de
ambos. La derecha tocaba los gruesos rizos negros de Quinn mientras
le acariciaba el rostro. Con la izquierda palpaba la nuca despejada
de Mona. Él se inclinó hacia delante y me besó en la boca. Sus
cálidos labios, tan suaves y similares a los pétalos de las rosas,
me hicieron sucumbir. Los brazos largos de mi hermanito nos rodeaba
como sus amantes. Un abrazo intenso que aclaraba demasiadas dudas.
Los sutiles dedos de mi brujita se
movían sobre la tela de mis calzoncillos. Tela pegada que ocultaba
mi erección. Mis labios seguían devorados habilidosamente por
Quinn. Las yemas de mis dedos apretaron sus tiernas carnes, pues aún
la inmortalidad no los había convertido en monstruos de mármol.
Sentí los femeninos labios de Mona bajo mi mentón, rozando la nuez,
mientras intentaba pensar con claridad en medio de esa jauría de
sensaciones.
Fui yo quien los separó de mí. Estaba
tan excitado que no sabía como expresarme. Ellos me miraban confusos
y sutilmente hundidos en la lujuria. Me abracé a mí mismo
intentando manejar la situación, pero era imposible. Quería
tenerlos a ambos y ellos me querían tener a mí. De nuevo unidos los
tres.
Acabé deshaciéndome de la levita, así
como de la camisa de chorreras que tenía bajo esta, dejando a la
vista mi torso desnudo. Siempre he sido algo delgado, pero tengo
musculatura algo marcada. El trabajo físico, los días de caza, el
correr por todo el bosque buscando entrenamiento y las peleas me
habían dado un aspecto soberbio. Él era más delgado. Tras esa ropa
elegante se descubría un chico delgaducho con cierta cintura y una
piel sedosa. Un chico que llegaba a la veintena cuando fue
transformado. Parecía un niño, uno aún más pequeño que yo.
Ambos nos miramos. Fue como un hechizo.
Después la miramos a ella. Sus pechos se movían ritmicamente con su
respiración entrecortada. Los pezones se marcaban bajo la fina tela.
Él quedó tras su espalda, deshaciéndose del abrigo que cargaba,
para yo quedar de frente deslizando las finas tiras de tela que eran
sus tirantes. El vestido cedió rápido. Bajo este sólo tenía un
liguero que sostenían unas finas medias y una minúscula braguita de
encantadora lencería.
Mona no sintió pudor en absoluto. Si
bien, tomó su revancha. Se giró rápidamente hacia su eterno
compañero para deshacerse de la corbata, la chaqueta y la camisa. Su
torso delgado apareció con aquellos pezones tentadores de color café
y nulo vello.
Di un par de pasos hacia atrás tomando
asiento en el sofá, con los brazos abiertos sobre el respaldo. Abrí
mis piernas invitándolos sutilmente a que siguieran los juegos. Mis
ojos estaban fijos en ambos. Quinn terminó quitándose los zapatos,
calcetines y cualquier prenda que impidiera que pudiera saborear su
cuerpo. Su pene estaba erecto y coronado por un escaso vello público,
muy rizado espeso.
Quinn se arrodilló desabrochando el
botón del pantalón, así como lo que quedaba de cierre, bajando
este hacia los tobillos junto a mis calzoncillos. Su lengua, rápida
y certera, dejó un lametón desde la base de mi sexo hasta el
glande. Mona acariciaba la espalda de su amante y me miraba
penetrante. Perdía el juicio con ambos. Mis manos se aferraban al
respaldo, aunque rápidamente fueron a los hombros de mi hermanito
mientras ella hundía su rostro entre mis piernas. Sin embargo, no
era lo que yo deseaba. Mi mayor deseo era sentirla a ella.
Él se apartó riendo bajo, como si
fuera tan sólo una travesura de un niño pequeño, para luego
ayudarla a subirse sobre mis piernas. Las nalgas, redondas y duras,
de Mona rozaron mi miembro y comenzó un baile erótico muy
provocador. La boca de Quinn viajaba por su torso mordisqueando y
succionando sus pezones, aunque a ratos sólo lamía su torso. Las
manos de ambos recorrían la menuda y curvilínea figura de nuestra
brujita.
En cierto momento ella se soltó el
recogido, provocando que el cabello cayera, y ambos quedamos absortos
por los hilos sanguinolentos que rozaban su maravillosa piel moteada
por las pecas. Empecé a sentir calor y mi pelo se pegaba a la
frente, igual que le ocurría a ambos. Ella gemía bajo porque los
dedos de la mano diestra de mi hermanito, esa mano tan libertina,
estimulaba a su pareja hasta hacerla temblequear. Las mías hacían
diversos recorridos sobre sus muslos, sus pechos y costados.
Finalmente ambos la penetramos. Él lo
hizo hundiéndose en su cálida y húmeda vagina. Por mi lado lo hice
entre aquellas estrechas nalgas, lo cual fue algo difícil. Ella
gemía y aullaba de dolor. Era una mezcla deliciosa de sentimientos.
Una pequeña tortura para una liberación extremadamente erótica y
placentera. La azul mirada de mi hermanito formulaba miles de
preguntas, pero en esos momentos yo sólo tenía una respuesta. Mi
mano derecha se colocó en su nuca y tiré de él, para besarlo,
mientras la zurda masturbaba el clítoris húmedo y dilatado de Mona.
Ella mordisqueaba el lóbulo derecho de Quinn, deslizando a ratos su
lengua por el cuello hasta su hombro. Los tres gemíamos ahogados
sintiendo nuestros cuerpos convertidos en un volcán.
La pelvis de mi hermanito se
desenfrenaba, sus labios se liberaron de los míos y pronunció el
nombre de su amada Ophelia. La mía seguía el ritmo mientras mi boca
iba a la nuca de Mona, sus hombros y finalmente su cuello donde di un
pequeño trago. Ella era como una serpiente moviéndose al ritmo de
una música tocada por el mismísimo diablo. Los te amo iban de una
boca a otra, nuestros nombres se pronunciaban en todas las
direcciones posibles, el sudor sanguinolento era tan pegajoso que a
veces costaba tocar. El sofá parecía ceder, pero a la vez nos
sostenía a los tres como si fuera Atlas.
Él acabó apartándose, para luego
ayudarla a cambiar de posición. Permitió que fuese sólo para mí.
Aquella vagina fue un regalo, un logro, un premio y también un
delirio. La humedad envolvió mi pene en cada milímetro. El pequeño
camino pelirrojo de su vello era tan tentador que lo acaricié. Ella
me besó ofreciéndome un trago más de su sangre y yo hice lo mismo.
Después, como si fuera una amazonas, me cabalgó mientras él la
rodeaba por detrás, pellizcándole los pezones con sus delgados
dedos.
Me sentía extasiado, pero deseaba más.
Los aparté dejando a Mona arrodillada frente a él y levanté sus
caderas. Ella adoptó el estilo perrito, un clásico de las
posiciones sexuales, y Quinn se arrodilló para que pudiese chupar y
succionar su miembro. Volvimos a esa complicidad. Ese momento de
éxtasis a punto de derramarse. Ella alcanzó el cielo al notar el
semen cálido y espeso del sexo de su amado Abelardo. Por mi parte no
llegué al orgasmo final, pero ambos sí lo hicieron.
Al incorporarme tomé a Quinn de la
nuca, le miré a los ojos y sonreí ofreciéndole mi glande. Él
lamió la punta como si fuese una perra entrenada en un burdel de los
barrios bajos. Después, como si se tratara de una película
pornográfica, le golpeé las mejillas jugando con mi duro sexo. Por
último, sin que él lo esperara, lo arrojé al suelo, le hice quedar
contra el sofá y lo penetré fuerte, sin miramientos, arrancándole
un gemido tan hondo que sonó a un grito desgarrador en mitad de la
noche. Tras un par de estocadas me derramé dentro de él y Mona
gateó para lamer el esperma que había marcado a su eterno
compañero.
No hubo celos. Creo que no existían
porque los tres nos habíamos pertenecido en un lazo de placer
intenso. Nos extrañábamos. La complicidad superó a la rabia, los
desacuerdos y reproches. Pero sobre todo fue un delicioso sueño.
Minutos después, cuando me encontraba en mitad del salón, sobre la
alfombra persa junto a ambos, realmente desperté.
Allí no estaba Mona, ni Quinn y
tampoco había rastros de algo más que un perfecto sueño erótico.
La casa seguía silenciosa, la chimenea encendida y la mañana estaba
a punto de llegar. Fue un sueño extraño. Un sopor que vino quizás
por la necesidad de creer. Quería creer que seguían vivos. Tal vez
lo sigo necesitando. No hay pruebas que confirmen que esos dos
muchachos que mató Khayman, en un momento de locura, sean ellos.
Nadie me lo ha confirmado. Aún hay esperanza.
Lestat de Lioncourt
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