Lasher de nuevo con vida, Rowan huyendo, la casa de San Francisco... horror.
Lestat de Lioncourt
Estaba de nuevo en un momento crítico
en su vida. Observaba las viejas habitaciones que habían aguardado
celosamente su regreso. Miles de recuerdos se agolpaban, igual que el
polvo sobre los escasos muebles que aún permanecían en la vivienda.
La mudanza había sido sencilla. Sólo había recogido lo
imprescindible. Algunos muebles se quedarían para el próximo
propietario, el resto posiblemente se los ofrecería a alguna
organización no gubernamental de la zona. No lo había meditado aún.
Pues el miedo la había paralizado. Los recuerdos azotaban con
violencia, igual que el mar contra su barco. Su viejo e inseparable
barco también sería vendido, como si parte de ella hubiese muerto y
decidiera enterrarlo más allá de las profundidades de su corazón.
Estaba en mitad del salón, justo
frente a las cristaleras que daban al pequeño muelle, el barco se
mecía y parecía querer hundirse antes de ser abandonado por Rowan.
Ella estaba de pie, con las manos juntas como si rezara a un Dios
bondadoso, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas y tristeza. El
horror volvía. Era como si todo lo que hubiese vivido se trasladara
al presente. ¿Y no era así? Su familia seguía vinculada a tratos
oscuros, muy turbios, como para enumerarlos con facilidad. Julien
había regresado a la vida gracias a sus argucias con el demonio,
muchos Mayfair estaban pactando nuevos y terribles tratos, mientras
que ella se hundía con cada nueva noticia. Michael no era capaz de
secar todas sus lágrimas y calmar definitivamente sus demonios.
Sobre todo en ese momento. Estaba sola en esa casa, pero el cristal
volvía a tener la huella de una mano cálida que acababa de
apartarse. Una mano enorme, de dedos finos y palma ancha. Sí, era la
mano de un Taltos. La última vez que vio esa marca su vida cambió,
su madre biológica había muerto y ella comenzaba su peregrinaje por
un mundo lleno de oscuridad, muerte y destrucción que estuvo a punto
de matarla.
Quería gritar, pero no pudo. Tenía un
nudo enorme en su garganta. No podía siquiera respirar. Todo parecía
demasiado pesado. Sus manos temblaban mientras sus dedos apretaban el
dorso de estas. Quería llorar, y tampoco lo hacía. Simplemente optó
por intentar ser racional y creer, al menos creer, que sólo eran sus
viejos recuerdos jugando una mala pasada. Sin embargo, lejos del olor
a polvo y mar, olfateó en el ambiente su aroma. Era el aroma de un
macho Taltos. Sin duda, una fragancia que ella no podía olvidar. Un
mal presagio. Eso era. Debía huir, pero sus piernas no obedecían.
Su cuerpo estaba rígido y sus músculos se contraían. Abrió sus
labios, aunque no emitió ruido alguno, y sus ojos parecían salirse
de sus órbitas.
Sólo un pensamiento, o más bien un
nombre, se agolpaba en su cabeza rebotando una y otra vez: Lasher. Él
estaba allí. Había regresado como bien sabía. Lasher estaba cerca.
Casi podía sentir sus manos sobre su cuerpo y su respiración contra
su cuello. Su hijo, su amante, su carcelero, su enemigo y el padre de
Emaleth.
—Sigues siendo tan hermosa como
siempre. Es como si los años no hubiesen pasado por ti—su voz
sonaba calmada. No parecía siquiera el monstruo que perdía el
juicio, olvidaba ocasionalmente quien era y se perdía en medio de
estúpidas canciones infantiles.
«Aléjate» pensó, pero no podía
hablar. Sólo desear que ese momento fuese una pesadilla. Quería
despertar en brazos de su marido. Él era un hombre justo y
comprensivo, que siempre aceptó sin ningún reparo los problemas que
agrietaron su matrimonio.
—Madre...—murmuró—... me alegra
que no me olvidaras, pues yo no pude hacerlo. Lamento muchísimo todo
el daño que te hice—sus pasos sonaban próximos y sabía que la
alcanzaría. De improvisto, ella logró moverse, pero al girarse lo
vio frente a frente. Esos ojos azules, tan similares a los de su
amado Michael Curry, ese mentón, idéntico al suyo, sus labios
carnosos y esa pose tan resuelta en la vida. Era masculino, pero
tenía el cutis de un niño. Seguía siendo hermoso, como un ángel,
pero terrible, como cualquier pesadilla. La dualidad perfecta de
Michael y suya. Un monstruo, como cualquier otro. Ella había visto
como Lasher regresaba, pero quiso creer que era sólo un sueño. Un
terrible y trágico sueño. Incluso su marido le dijo que era mejor
olvidarlo, enterrarlo junto con los viejos huesos que pertenecieron
al fantasma que regresó y ocupó de nuevo un cuerpo idéntico—.
Madre, por favor. Rowan, vine a pedir disculpas—sus ojos se
llenaron de lágrimas, igual que los de ella. Sería fácil creerlo y
pensar que la pesadilla no volvería, pero eso es únicamente en las
fantasías de un ser enfermo como lo era él.
—Si te acercas juro por Dios, Lasher,
que llamaré a Michael y volverá a destrozarte el cráneo como la
última vez—amenazó apretando más sus manos.
—Rowan...
Su mente se hundió en la esclavitud
del dolor. Por unos instantes recordó todo lo que había vivido. La
cama sucia, las ataduras, el hedor, los abortos, la comida insípida,
el dolor de su cuerpo y como la esperanza se marchaba para no
regresar. Empezó a perder la vista, sintiendo como el aroma de
Lasher inundaba sus pulmones, su cuerpo se relajó y cayó desplomada
al suelo. Allí, recostada sobre el pulimentado suelo de madera, con
sus hermosos cabellos rizados rozando sus mejillas y cuello, tan
delgada y vestida de riguroso blanco, parecía un ángel recién
caído de un cielo descolorido de esperanza.
Lasher se arrodilló frente a ella,
tomándola entre sus brazos, mientras dejaba suaves besos por su
cuello. No era fértil, pero seguía siendo su bruja y su madre. Un
amor extraño provocaba en él un vínculo extraordinario. Había
cuidado a todas las brujas para dar con ella, hilado cada hebra y
cosido un mapa de cromosomas único. Él era como el propio Dios.
Había creado un mundo y buscado un Adán y una Eva. Ella era Eva. Él
podía ser ahora Adán, aunque este fuese su padre y posiblemente no
tardaría demasiado en telefonear para saber dónde se encontraba su
mujer.
La pegó contra sí. Llorando de nuevo
como lo había hecho el día que creyó que moriría. Él había
provocado su dolor, su pronta muerte, y ni siquiera era capaz de
aceptarlo. Pero allí, junto a ella, lo aceptó. Comprendió que todo
lo que hizo, su fatídico deseo, fue cruel para ella. Aún así él
seguía pensando era lo correcto. Las gigantescas manos apartaban los
mechones de la frente de su madre, rozaban sus carnosos labios y se
perdían por su cuello largo.
Ella logró recuperar la conciencia.
Estaba en brazos de Lasher y recordó que podía intentar matarlo,
aunque no serviría de nada. Una vez lo intentó y no logró nada más
allá de su furia. Sin embargo, odiaba que la tocara. Sin embargo,
notó que él parecía terriblemente afectado. No era una máscara,
ni una estratagema. Las manos suaves de aquel monstruo la consolaban
y su aroma la atraía.
Entonces, sin siquiera saber como
ocurrió, sus labios se rozaron y sus lenguas se unieron. Un beso
largo, lento y profundo. Como si ella fuese Blanca Nieves y él, por
supuesto, el apuesto Príncipe Azul. Los ojos de Rowan se cerraron y
su cuerpo se relajó aún más en aquellos brazos, tan similares a
los de su marido. Él la besaba presionándola contra su marcado
torso. Los dedos irrespetuosos, e impacientes, de Lasher rompieron la
camisa de algodón blanca y se deshicieron del cómodo sujetador que
ella llevaba. Pronto sus pantalones, así como las demás prendas,
quedaron esparcidas a su alrededor. Él la deseaba y ella no se lo
impedía. Era ese aroma dulce, penetrante y pegajoso.
—¡Lasher!—gritó, al separar su
boca de la suya.
La tomó en brazos, como si no pesara
nada, y la llevó a la habitación principal. En aquella cama, justo
en ese colchón, Rowan y Michael tuvieron sus primeros momentos de
lujuriosa intimidad. No había sábanas blancas, ni colchas cómodas,
y ni mucho menos era una jovencita encandilada por un hombre extraño,
maduro y lleno de luz en sus ojos tristes. No. Allí sólo había un
somier, un colchón polvoriento y un monstruo que deseaba eyacular
entre sus piernas.
Los besos empezaron a ser salvajes, sus
dientes mordisqueaban la cálida piel de su madre, y su aliento
rozaba sus pezones. Las piernas de Rowan se abrieron, cálidas y
apetecibles, pero él estaba fascinado con sus pechos. Sabía que
carecían de leche, pero no pudo controlarse. Él empezó a succionar
salvajemente, mordisqueó y lamió cada pezón. La punta de su lengua
hacía pequeños círculos alrededor de su pezón, para luego
morderlo tirando de él. Ella gemía descontrolada y sus manos
acariciaban la ancha espalda de Lasher, aunque no llegaba a ser tan
amplia como la de Michael. Las uñas se enterraban bajo sus omóplatos
y arañaban entre sus costillas.
Cuando la penetró ella quedó
desconectada del mundo. Cualquier recuerdo, por mínimo que fuese,
quedó abandonado de nuevo. Su mente quedó en blanco. Ella sólo
sabía gemir y mover sus caderas. El movimiento de pelvis de Lasher
era magnífico. El sudor impregnaba el cuerpo de Rowan, volviéndolo
pegajoso, igual que el suyo. Ambos se frotaban con deseo. Las
gigantescas manos de Lasher acariciaban el rostro de su madre, para
luego deslizarlas por su cuello y presionar su tráquea. Ella
boqueaba aire, pues intentaba respirar, pero no podía. Sólo atinaba
a gemir. Él, afortunadamente, la soltó cuando comprobó que se
asfixiaba. Su miembro, mientras tanto, seguía penetrándola cada vez
más fuerte, rápido y profundo. Sus testículos hacían un sonido
ensordecedor para los sentidos más primarios, mientras que ella no
dejaba de atraparlo entre sus piernas.
El Taltos podía sentir la humedad,
calor y presión de la vagina de la bruja. Ella, si bien, podía
notar el portentoso tamaño que poseía el miembro de Lasher. Sin
duda alguna, la taladraba. Se sentía atravesada y torturada por él.
Sin embargo, era un delicioso momento que le provocaba un ardor que
bien conocía. Toda ella estaba caliente y se sentía arder en las
fraguas del infierno, sin importarle nada ni pensar siquiera en las
consecuencias.
Las manos de Rowan bajaron de la
espalda a los costados, después a los brazos y por último a sus
glúteos. Quería obligar a su hijo, amante y monstruo a permanecer
dentro, lo más profundo posible, porque ella se moría literalmente
de placer.
La cama se movía, crujía quejándose,
y sabía que podía romperse. Pero no lo hizo. Él tan sólo se
levantó, la agarró del cabello con rabia y la puso de rodillas. Se
tocaba con infinito placer. Ella, sin embargo, esperaba el momento
con los labios abiertos. Lasher llegó a su momento final
ofreciéndole el sabor de su leche, la cual según Ashlar era
nutritiva.
—Estamos perdonados, madre—dijo
apartando sus manos de ella, así como todo su cuerpo—. Yo te amo.
Ella cayó desplomada al suelo, con el
sabor del esperma en la boca corriendo por su garganta, perdiéndose
por su estómago y por sí misma. Aquellas palabras le sonaron
extrañas. Intentó comprender cómo la amaba, y si realmente era un
acto de perdón, pero cayó exhausta y a la mañana siguiente Michael
la descubrió desnuda tirada en el suelo. No había rastro alguno de
Lasher, salvo su aroma.
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