Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

domingo, 19 de julio de 2015

Querubín

Ustedes se quejan de como trato a Louis, pero lo trato muy bien en comparación como trata Marius a Armand.

Lestat de Lioncourt


Había escuchado tantos rumores sobre sus nuevos y profundos sentimientos, los cuales no podía lograr comprender, que me sentía irritado. Jamás me había sentido tan desplazado y olvidado. Ni siquiera me había sentido así por la mujer que compartió conmigo algo más que la inmortalidad, pues compartió conmigo vivencias humanas y el destino mismo hizo que nos tropezáramos una y otra vez. Pandora para mí era importante y sabía que sus sentimientos jamás cambiarían. Sin embargo, los de Armand parecían una jugada de cartas donde yo tenía la peor mano posible.

Gregory decidió hablar conmigo para tratar diversos asuntos. Puso sobre la mesa sus celos, pero también sus quejas. Arremetió contra mí muy duramente hasta dejarme sin habla. Era un ser excepcional y coincido que es uno de los vampiros más directos con los que he tenido la fortuna de hablar. Serio, tranquilo y conciliador me explicó sus dudas, sus miedos y también se opuso a mis coqueteos con quien consideraba su amante, compañera e hija más que una simple escultura en carne, hueso y sangre de una mujer excepcional. Sin embargo, eso no me ofendió. Comprendí sus preocupaciones, pero terminamos conversando de algo muy distinto. Él me aseguraba que Armand le había confesado que ahora estaba comenzando a comprender el amor y a sentirlo realmente. Yo no era el indicado. Ni siquiera se había atrevido a mencionarme en la conversación que tuvo con Gregory. Al parecer el violinista, ese mequetrefe esquelético de encantadores ojos azules, había logrado embaucarlo con la melodía de su siniestro violín.

Me sentí humillado, pero sobre todo olvidado. Él había olvidado mis caricias, mis promesas, mis verdades a medias y las mentiras sutiles que había tenido que ofrecerle para calmar sus miedos. Quise gritar de rabia, aunque tan sólo me mordí la lengua y me marché de la sala dejando atrás mis documentos sobre las leyes vampíricas, tan importantes para la Tribu, así como a Gregory y Landen, el cual estaba allí observándolo todo como si fuese parte del mobiliario.

—¡Amadeo!—vociferé caminando por el largo pasillo de suelos de mármol blanco, cuyas paredes eran hermosos frescos que resultaban sobrecogedores y mostraban pasajes de la biblia, para hallarlo en una de las habitaciones como si fuese un muñeco perfecto.

Me percaté que parecía esperarme regodeándose de mi dolor. Su ligera sonrisa era una burla cruel en aquella boca carnosa. Aquellos ojos castaños, por los cuales sufrí tantos años, me miraban sin inmutarse ni pestañear. Tenía las cejas rojizas perfectamente dibujadas en un rostro relajado, lleno de paz y muy armónico. Sus mejillas tenían un ligero color rosáceo, símbolo de haberse alimentado recientemente. Llevaba unas prendas comunes, muy vulgares, para pasar desapercibido por los barrios más bohemios donde cualquier muchacho, por mal vestido que estuviese, era bienvenido. Tan sólo una camiseta celeste, como el cielo en pleno verano, y unos jeans oscuros eran las prendas que envolvían su esbelto y pequeño cuerpo. Tenía los pies descalzos, pero a su lado estaban las deportivas que había llevado durante gran parte de la noche. Quise agarrarlo de los hombros y agitarlo con rabia, arrojarlo al suelo y golpearlo por esas confesiones tan crueles a Gregory.

—Amadeo...—murmuré apretando los puños e intentando contener mi rabia.

—Armand—respondió sin inmutarse.

—Para mí siempre serás mi Amadeo—respondí cerrando la puerta, para aproximarme a él. Quería mantener una conversación seria y fluida, aunque me encontraba muy exaltado. Él me negaba. Negaba sus sentimientos hacia mí. Eso era un auténtico disparate.

—Soy Armand, Marius—dijo incorporándose para ir a mi encuentro, rebásandome y llegando hasta la puerta. Antes de tomar el pomo, para girarlo y salir de allí, me miró con calma. En sus ojos vi decepción, pero también dolor. El mismo dolor que yo sentía—. Hace tiempo que dejé de ser tu Amadeo, el mismo tiempo que tú dejaste de ser mi amado maestro—bajó los párpados cerrando por un instante sus ojos y luego clavó su mirada en la mía. Era una mirada desafiante. Y yo, como no, acepté ese desafío moviéndome rápidamente hacia él, deteniendo su huida y arrojándolo contra el suelo.

—¡Suéltame! ¡Te recuerdo que estás bajo mi techo!—decía retorciéndose.

Mis manos se convirtieron en terribles garras. Mis fuertes y largas uñas inmortales rasguñaban el tejido barato de aquellas prendas bárbaras. Sus manos intentaban detenerme, al igual que las lágrimas de rabia que empezaron a manchar su rostro de porcelana fina. Él era mío. Podía hacer lo que quisiera con él. Me pertenecía. Era mi pupilo, mi creación, mi compañero, mi amante y por lo tanto podía destrozarlo arrancándole las escasas plumas que quedaran de sus alas. No era libre. Él sería siempre mi Querubín y haría que cantase como un ave herida y enjaulada.

—¡Suéltame! ¡Maldito seas! ¡Déjame!—gritó furioso. Sus colmillos rasguñaban sus hermosos labios y mi lengua lamía sus lágrimas como si fuese un animal salvaje.

En breves segundos no quedaba nada de su ropa, salvo jirones alrededor en un círculo mal dibujado. Sus cabellos estaban revueltos y caían como pequeños ríos de seda, o más bien de lava rojiza, sobre el encantador e impoluto suelo de mármol.

—¿Dónde lo tienes?—pregunté agarrándolo del cuello con mi mano diestra, para apretar así sus cuerdas vocales y evitar que siguiese respirando. Él abrió los labios, al igual que sus ojos. Tenía los ojos como platos, completamente redondos, pues se encontraba descolocado—. Maldita puta barata, ¿dónde tienes los inyectables que te ha ofrecido Fareed? Sé que los aceptaste—rápidamente vi un cambio radical en su rostro, pues sus labios se cerraron y frunció ligeramente su ceño. Colocó sus manos sobre mi brazo y clavó sus uñas traspasado la gruesa tela de mi túnica. Noté como sus piernas se movían inquietas, intentando patearme—. Dime dónde está. ¡Dímelo!—coloqué mi otra mano junto a la anterior y presioné provocando que dejase de resistirse.

Su brazo derecho se estiró sobre el suelo, pero el otro quedó alzado y con su mano aferrada a una de mis extremidades. El dedo índice indicó el escritorio estilo barroco. Era un estilo muy acertado para aquel estudio, en el cual solía reunirse con diversas personalidades de la ciudad. Era un inversor, un sivarita, un hombre de negocios que había conseguido grandes beneficios y que era tan influyente que nadie reparaba demasiado en su edad. Un rico heredero con un gusto fino y caro en su mobiliario. Así que aquella sala, que era donde se sentía poderoso, estaba siendo el lugar donde se encontraría de nuevo a merced del monstruo que yo podía ser.

Coloqué mi mano derecha sobre su rostro, acariciando suavemente sus mejillas y deslizando los mechones que caían sobre su frente. Estaba indignado. Me gustaba esa rabia. Sabía como aplacarla, aunque no tuviese mi viejo látigo a mano. Con la izquierda lo seguía sosteniendo del cuello, aunque con una menor presión.

En un par de movimientos sencillos y rápidos me incorporé, junto con él, para ir hasta el escritorio y sacar esas inyecciones ya preparadas. Faltaban algunas. Sabía que las había utilizado con aquel mequetrefe. Me sentí aún más dolido y humillado. Su cuerpo, su alma y su destino era mío. No concebía que otro pudiese tocarlo. Sin cuidado le inyecté dos de ellas, logrando que gimiera nada más soltarlo.

—Amadeo—susurré al ver como prácticamente se retorcía bajo mi atenta mirada.

Sus manos se deslizaban sobre su pecho estrecho y su marcada cintura. Los huesos de su cadera se notaban gracias al movimiento sutil que estas poseían. Tenía las piernas ligeramente flexionadas y con una abertura lo suficientemente amplia como para ver su entrada. Se llevó un par de dedos a su boca, palpando sus heridos labios y llevó sus dedos a su entrada. Jugaba sólo sin quitarme ojo. Podía ver su odio, pero era incapaz de alzar alguna palabra cruel hacia mí. A penas podía reflexionar sobre lo que ocurría.

Tenía sus pezones rosados muy duros y resaltaban ese océano blanquecino que era su pecho. Las costillas también se marcaban con el ritmo acelerado de su respiración. Gemía y jadeaba de una forma tan erótica que, incluso sin inyectarme aún una sola de aquellas dosis, me hizo desearlo profundamente.

—Dime, ¿serás una perra obediente?—pregunté apoyándome de lado en la mesa. Con el pie derecho le di una pequeña patada, para que me atendiera—. ¿Serás sumiso con tu maestro?

—Sí, maestro—respondió abriendo aún más sus piernas. Aquellos muslos tersos y llenos, tan similares a los de una mujer, parecían desprender un calor excepcional. Su sexo estaba duro y se inclinaba ligeramente hacia la derecha, igual que una flecha que indicaba el camino a seguir—. ¡Maestro!—gimió cuando, por si solo, palpó con sus dedos, índice y corazón, su próstata.

Decidí inyectarme una de las dosis, pero antes me desnudé y me quité las sandalias. Allí, frente a él, sintiendo de nuevo mi virilidad vibrar por la lujuria, quise hacerlo mío sin preámbulos. Sin embargo, deseaba que él aprendiese la lección. Lo incorporé echando mano a su cabello, para levantarlo tirando de su larga melena cobriza, dejándolo de rodillas. Con la zurda lo sujetaba, mientras que con la diestra inpeccionaba su boca introduciendo un par de dedos. Poco a poco hice que parte de mi puño se abriese paso en aquella pequeña boca, la cual no daba más de sí.

Sin escrúpulos ni miramientos penetré su boca. Mis caderas parecían haberse liberado de un terrible sueño, el cual había durado demasiado tiempo. Cada movimiento de mis caderas era fuerte y constante. Si bien, no tardé demasiado en tirarlo al suelo de espaldas, levantar sus nalgas y penetrarlo. Él gemía como una puta cualquiera. Gritaba que era mío, que era mi sumiso y yo su maestro. Después de varios minutos, penetrándolo con rabia y deseo, eyaculé vertiendo mi caliente, así como espeso, chorro de esperma en su interior.

No salí de inmediato, sino que seguí moviéndome en un par de embestidas. Al terminar pude observar como mi esperma caía de sus nalgas hasta sus testículos y se deslizaba por sus muslos. Él se giró y quedó de rodillas observándome completamente frustrado, aunque por si mismo decidió limpiar el estropicio de mi sexo. Cada gota de esperma desperdiciada, que manchaba mi miembro, fue lamida y tragada por Armand.

No obstante, cuando sintió que el efecto se había acabado tomó las riendas de su comportamiento, más racional y menos complaciente. Se levantó, golpeó mi torso con rabia y me dirigió las peores palabras que podía ofrecerme en ese instante.

—Amo a Antoine—dijo con rabia—. Lo amo como tú nunca me has amado. He logrado encontrar la estabilidad que tú nunca me has ofrecido. Permitiste que sufriera y luego alegaste que jamás lo hice. Me calumniaste—sus ojos se llenaron de lágrimas mientras intentaba alcanzar la puerta, aunque yo intentaba detenerlo—. Eres un monstruo... mira lo que has hecho... ¡Y luego te preguntas porqué dejamos de amarte!

—¡Tú no me has dejado de amar!—grité furioso mientras lo retenía entre mis brazos.


—Tienes razón, pero soy mucho más feliz con ese músico que contigo—al decir eso lo solté. La rabia se convirtió en dolor, el dolor en amargura y las amarguras en lágrimas. Él se marchó corriendo de allí, quizás buscando los brazos de su nuevo amante, y yo quedé allí sentado en el suelo llorando por mi estupidez.  

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Lestat de Lioncourt