Ustedes se quejan de como trato a Louis, pero lo trato muy bien en comparación como trata Marius a Armand.
Lestat de Lioncourt
Había escuchado tantos rumores sobre
sus nuevos y profundos sentimientos, los cuales no podía lograr
comprender, que me sentía irritado. Jamás me había sentido tan
desplazado y olvidado. Ni siquiera me había sentido así por la
mujer que compartió conmigo algo más que la inmortalidad, pues
compartió conmigo vivencias humanas y el destino mismo hizo que nos
tropezáramos una y otra vez. Pandora para mí era importante y sabía
que sus sentimientos jamás cambiarían. Sin embargo, los de Armand
parecían una jugada de cartas donde yo tenía la peor mano posible.
Gregory decidió hablar conmigo para
tratar diversos asuntos. Puso sobre la mesa sus celos, pero también
sus quejas. Arremetió contra mí muy duramente hasta dejarme sin
habla. Era un ser excepcional y coincido que es uno de los vampiros
más directos con los que he tenido la fortuna de hablar. Serio,
tranquilo y conciliador me explicó sus dudas, sus miedos y también
se opuso a mis coqueteos con quien consideraba su amante, compañera
e hija más que una simple escultura en carne, hueso y sangre de una
mujer excepcional. Sin embargo, eso no me ofendió. Comprendí sus
preocupaciones, pero terminamos conversando de algo muy distinto. Él
me aseguraba que Armand le había confesado que ahora estaba
comenzando a comprender el amor y a sentirlo realmente. Yo no era el
indicado. Ni siquiera se había atrevido a mencionarme en la
conversación que tuvo con Gregory. Al parecer el violinista, ese
mequetrefe esquelético de encantadores ojos azules, había logrado
embaucarlo con la melodía de su siniestro violín.
Me sentí humillado, pero sobre todo
olvidado. Él había olvidado mis caricias, mis promesas, mis
verdades a medias y las mentiras sutiles que había tenido que
ofrecerle para calmar sus miedos. Quise gritar de rabia, aunque tan
sólo me mordí la lengua y me marché de la sala dejando atrás mis
documentos sobre las leyes vampíricas, tan importantes para la
Tribu, así como a Gregory y Landen, el cual estaba allí
observándolo todo como si fuese parte del mobiliario.
—¡Amadeo!—vociferé caminando por
el largo pasillo de suelos de mármol blanco, cuyas paredes eran
hermosos frescos que resultaban sobrecogedores y mostraban pasajes de
la biblia, para hallarlo en una de las habitaciones como si fuese un
muñeco perfecto.
Me percaté que parecía esperarme
regodeándose de mi dolor. Su ligera sonrisa era una burla cruel en
aquella boca carnosa. Aquellos ojos castaños, por los cuales sufrí
tantos años, me miraban sin inmutarse ni pestañear. Tenía las
cejas rojizas perfectamente dibujadas en un rostro relajado, lleno de
paz y muy armónico. Sus mejillas tenían un ligero color rosáceo,
símbolo de haberse alimentado recientemente. Llevaba unas prendas
comunes, muy vulgares, para pasar desapercibido por los barrios más
bohemios donde cualquier muchacho, por mal vestido que estuviese, era
bienvenido. Tan sólo una camiseta celeste, como el cielo en pleno
verano, y unos jeans oscuros eran las prendas que envolvían su
esbelto y pequeño cuerpo. Tenía los pies descalzos, pero a su lado
estaban las deportivas que había llevado durante gran parte de la
noche. Quise agarrarlo de los hombros y agitarlo con rabia, arrojarlo
al suelo y golpearlo por esas confesiones tan crueles a Gregory.
—Amadeo...—murmuré apretando los
puños e intentando contener mi rabia.
—Armand—respondió sin inmutarse.
—Para mí siempre serás mi
Amadeo—respondí cerrando la puerta, para aproximarme a él. Quería
mantener una conversación seria y fluida, aunque me encontraba muy
exaltado. Él me negaba. Negaba sus sentimientos hacia mí. Eso era
un auténtico disparate.
—Soy Armand, Marius—dijo
incorporándose para ir a mi encuentro, rebásandome y llegando hasta
la puerta. Antes de tomar el pomo, para girarlo y salir de allí, me
miró con calma. En sus ojos vi decepción, pero también dolor. El
mismo dolor que yo sentía—. Hace tiempo que dejé de ser tu
Amadeo, el mismo tiempo que tú dejaste de ser mi amado maestro—bajó
los párpados cerrando por un instante sus ojos y luego clavó su
mirada en la mía. Era una mirada desafiante. Y yo, como no, acepté
ese desafío moviéndome rápidamente hacia él, deteniendo su huida
y arrojándolo contra el suelo.
—¡Suéltame! ¡Te recuerdo que estás
bajo mi techo!—decía retorciéndose.
Mis manos se convirtieron en terribles
garras. Mis fuertes y largas uñas inmortales rasguñaban el tejido
barato de aquellas prendas bárbaras. Sus manos intentaban detenerme,
al igual que las lágrimas de rabia que empezaron a manchar su rostro
de porcelana fina. Él era mío. Podía hacer lo que quisiera con él.
Me pertenecía. Era mi pupilo, mi creación, mi compañero, mi amante
y por lo tanto podía destrozarlo arrancándole las escasas plumas
que quedaran de sus alas. No era libre. Él sería siempre mi
Querubín y haría que cantase como un ave herida y enjaulada.
—¡Suéltame! ¡Maldito seas!
¡Déjame!—gritó furioso. Sus colmillos rasguñaban sus hermosos
labios y mi lengua lamía sus lágrimas como si fuese un animal
salvaje.
En breves segundos no quedaba nada de
su ropa, salvo jirones alrededor en un círculo mal dibujado. Sus
cabellos estaban revueltos y caían como pequeños ríos de seda, o
más bien de lava rojiza, sobre el encantador e impoluto suelo de
mármol.
—¿Dónde lo tienes?—pregunté
agarrándolo del cuello con mi mano diestra, para apretar así sus
cuerdas vocales y evitar que siguiese respirando. Él abrió los
labios, al igual que sus ojos. Tenía los ojos como platos,
completamente redondos, pues se encontraba descolocado—. Maldita
puta barata, ¿dónde tienes los inyectables que te ha ofrecido
Fareed? Sé que los aceptaste—rápidamente vi un cambio radical en
su rostro, pues sus labios se cerraron y frunció ligeramente su
ceño. Colocó sus manos sobre mi brazo y clavó sus uñas traspasado
la gruesa tela de mi túnica. Noté como sus piernas se movían
inquietas, intentando patearme—. Dime dónde está.
¡Dímelo!—coloqué mi otra mano junto a la anterior y presioné
provocando que dejase de resistirse.
Su brazo derecho se estiró sobre el
suelo, pero el otro quedó alzado y con su mano aferrada a una de mis
extremidades. El dedo índice indicó el escritorio estilo barroco.
Era un estilo muy acertado para aquel estudio, en el cual solía
reunirse con diversas personalidades de la ciudad. Era un inversor,
un sivarita, un hombre de negocios que había conseguido grandes
beneficios y que era tan influyente que nadie reparaba demasiado en
su edad. Un rico heredero con un gusto fino y caro en su mobiliario.
Así que aquella sala, que era donde se sentía poderoso, estaba
siendo el lugar donde se encontraría de nuevo a merced del monstruo
que yo podía ser.
Coloqué mi mano derecha sobre su
rostro, acariciando suavemente sus mejillas y deslizando los mechones
que caían sobre su frente. Estaba indignado. Me gustaba esa rabia.
Sabía como aplacarla, aunque no tuviese mi viejo látigo a mano. Con
la izquierda lo seguía sosteniendo del cuello, aunque con una menor
presión.
En un par de movimientos sencillos y
rápidos me incorporé, junto con él, para ir hasta el escritorio y
sacar esas inyecciones ya preparadas. Faltaban algunas. Sabía que
las había utilizado con aquel mequetrefe. Me sentí aún más dolido
y humillado. Su cuerpo, su alma y su destino era mío. No concebía
que otro pudiese tocarlo. Sin cuidado le inyecté dos de ellas,
logrando que gimiera nada más soltarlo.
—Amadeo—susurré al ver como
prácticamente se retorcía bajo mi atenta mirada.
Sus manos se deslizaban sobre su pecho
estrecho y su marcada cintura. Los huesos de su cadera se notaban
gracias al movimiento sutil que estas poseían. Tenía las piernas
ligeramente flexionadas y con una abertura lo suficientemente amplia
como para ver su entrada. Se llevó un par de dedos a su boca,
palpando sus heridos labios y llevó sus dedos a su entrada. Jugaba
sólo sin quitarme ojo. Podía ver su odio, pero era incapaz de alzar
alguna palabra cruel hacia mí. A penas podía reflexionar sobre lo
que ocurría.
Tenía sus pezones rosados muy duros y
resaltaban ese océano blanquecino que era su pecho. Las costillas
también se marcaban con el ritmo acelerado de su respiración. Gemía
y jadeaba de una forma tan erótica que, incluso sin inyectarme aún
una sola de aquellas dosis, me hizo desearlo profundamente.
—Dime, ¿serás una perra
obediente?—pregunté apoyándome de lado en la mesa. Con el pie
derecho le di una pequeña patada, para que me atendiera—. ¿Serás
sumiso con tu maestro?
—Sí, maestro—respondió abriendo
aún más sus piernas. Aquellos muslos tersos y llenos, tan similares
a los de una mujer, parecían desprender un calor excepcional. Su
sexo estaba duro y se inclinaba ligeramente hacia la derecha, igual
que una flecha que indicaba el camino a seguir—. ¡Maestro!—gimió
cuando, por si solo, palpó con sus dedos, índice y corazón, su
próstata.
Decidí inyectarme una de las dosis,
pero antes me desnudé y me quité las sandalias. Allí, frente a él,
sintiendo de nuevo mi virilidad vibrar por la lujuria, quise hacerlo
mío sin preámbulos. Sin embargo, deseaba que él aprendiese la
lección. Lo incorporé echando mano a su cabello, para levantarlo
tirando de su larga melena cobriza, dejándolo de rodillas. Con la
zurda lo sujetaba, mientras que con la diestra inpeccionaba su boca
introduciendo un par de dedos. Poco a poco hice que parte de mi puño
se abriese paso en aquella pequeña boca, la cual no daba más de sí.
Sin escrúpulos ni miramientos penetré
su boca. Mis caderas parecían haberse liberado de un terrible sueño,
el cual había durado demasiado tiempo. Cada movimiento de mis
caderas era fuerte y constante. Si bien, no tardé demasiado en
tirarlo al suelo de espaldas, levantar sus nalgas y penetrarlo. Él
gemía como una puta cualquiera. Gritaba que era mío, que era mi
sumiso y yo su maestro. Después de varios minutos, penetrándolo con
rabia y deseo, eyaculé vertiendo mi caliente, así como espeso,
chorro de esperma en su interior.
No salí de inmediato, sino que seguí
moviéndome en un par de embestidas. Al terminar pude observar como
mi esperma caía de sus nalgas hasta sus testículos y se deslizaba
por sus muslos. Él se giró y quedó de rodillas observándome
completamente frustrado, aunque por si mismo decidió limpiar el
estropicio de mi sexo. Cada gota de esperma desperdiciada, que
manchaba mi miembro, fue lamida y tragada por Armand.
No obstante, cuando sintió que el
efecto se había acabado tomó las riendas de su comportamiento, más
racional y menos complaciente. Se levantó, golpeó mi torso con
rabia y me dirigió las peores palabras que podía ofrecerme en ese
instante.
—Amo a Antoine—dijo con rabia—.
Lo amo como tú nunca me has amado. He logrado encontrar la
estabilidad que tú nunca me has ofrecido. Permitiste que sufriera y
luego alegaste que jamás lo hice. Me calumniaste—sus ojos se
llenaron de lágrimas mientras intentaba alcanzar la puerta, aunque
yo intentaba detenerlo—. Eres un monstruo... mira lo que has
hecho... ¡Y luego te preguntas porqué dejamos de amarte!
—¡Tú no me has dejado de
amar!—grité furioso mientras lo retenía entre mis brazos.
—Tienes razón, pero soy mucho más
feliz con ese músico que contigo—al decir eso lo solté. La rabia
se convirtió en dolor, el dolor en amargura y las amarguras en
lágrimas. Él se marchó corriendo de allí, quizás buscando los
brazos de su nuevo amante, y yo quedé allí sentado en el suelo
llorando por mi estupidez.
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