Lestat de Lioncourt
Allí estaba él. Sentado como de
costumbre en aquel sillón de espalda alta, con orejas y fuertes
brazos. Aquel mueble tenías las patas de madera talladas con garras,
como las de unos fieros leones, y su tapizado negro le ofrecía un
aspecto temible, pero a la vez muy atractivo. Era cómodo, sin duda
alguna, y el favorito de David Talbot. Se solía sentar a leer el
periódico a altas horas de la noche, tras haber salido a cazar un
par de diablos perdidos en ésta jungla que Lestat se empeña en
llamar Jardín Salvaje.
Su rostro era sereno. Parecía calmado.
Los archivos se apilaban en una mesa cercana. La chimenea estaba
apagada, pues el otoño aún no había interrumpido con fuerza. Fuera
los árboles se mecían suavemente. La noche era agradable. Todavía
se podía salir con una ligera sudadera y disfrutar del sonido de un
tráfico insomne. Pero él estaba allí, como cada noche a la misma
hora. Después se marchaba, viajaba por los aires y buscaba a su
compañera Jesse. Conmigo sólo pasaba unas horas breves, me
comunicaba algunas noticias nuevas sobre los vampiros y los restantes
seres. A veces, sin que fuese muy seguido, salíamos juntos a buscar
emociones, al igual que lo hacía con Lestat, Armand o cualquier otro
vampiro. Era extraño.
Me quedé en la puerta, con mis pies
desnudos y mi peto sucio. Había estado correteando por la ciudad
tras un par de criminales. A veces me comportaba como el
desequilibrado que todos recordaban, pero no era así. Volvía a ser
el hombre mordaz, de mente inquieta, que quería saber la verdad. Mi
pelo revuelto me daba un aspecto algo aniñado, pese a mis casi
treinta años. Era responsable de mí mismo, pero a la vez no lo era.
Un niño perdido, por así decirlo, en un mundo de vampiros antiguos,
tan antiguos como miles de civilizaciones, caminando por ahí fuera
mirándonos como objetos frágiles y compadeciéndose de sus
miserias, que son también las nuestras. No sé que podía ver él en
mí, pero yo sí veía miles de cosas en mí. Siempre crítico
conmigo, más que con otros... salvo si ese “otro” es Armand.
—¿Estás solo?—pregunté indeciso.
A veces había espíritus a su
alrededor que sólo él podía ver. Entes que parecían torturadas,
pero a la vez aliviadas al encontrar en él una fuente de información
y paz. Él era solícito, los escuchaba y hacía oír sus voces. No
todos podíamos ver a todos los fantasmas. Incluso había vampiros
que tenían por imposible contactar con fantasmas y espíritus.
—Sí, ahora sí—dijo con calma—.
Estoy intentando entrevistarme con algunos fantasmas y espíritus.
Pero todo es en vano.
—¿En vano?—murmuré acercándome a
él—. ¿Aún no te han podido aclarar nada sobre el fantasma de
Raglan?
—No, pero me han asegurado que sí
existen otros seres que no se han puesto en contacto con los
vampiros. Al menos, de momento—parecía dispuesto a conversar, pero
no me atrevía a indagar.
Tomé una silla, la arrastré hasta
donde él estaba y me senté frente a frente. Él parecía observarme
con meticulosidad. Habíamos hallado ciertas preguntas a cuestiones
ya existentes. Algunas tenían diversos archivos en la Sede Central
de Talamasca. El mundo estaba en crisis, pero al menos no era una
infundada por una guerra de vampiros. Había tregua. El silencio era
ensordecedor. Amel ya no nos torturaba. Sin embargo, las guerras
humanas estaban sacando a la luz a otras criaturas, seres que
buscaban refugio en tierras más prósperas. David Talbot, que
siempre tuvo los archivos a mano, tenía acumulados a su lado
informes muy antiguos. Algunos de ellos aún no habían sido
informatizados. Gremt le había permitido sacarlos, yo mismo estuve
presente en aquella conversación tardía cuando el sol estaba a
punto de salir.
—¿Y Jesse?—pregunté recostándome
en la silla.
—Está recopilando información que
ahora falta en sus archivos, los está logrando gracias a Gremt. Se
encuentra reunida no muy lejos de aquí—explicó—. ¿Por qué no
me preguntas más sobre mis indagaciones? Tu alma de periodista
parece necesitarlo.
—No lo sé. Tal vez espero que tú lo
hagas.
Sí, lo esperaba. Más bien lo deseaba.
Quería que él fuese quien me desvelase todo como si fuese un truco
de magia. Él y su tono agradable, de acento puramente británico y
con unos gestos pausados para nada comunes en un hombre joven. Él no
lo era, por supuesto. Era el alma de un anciano en el cuerpo de un
muchacho, porque eso era pese a su traje a medida y sus cuidadas
palabras. Sin embargo, en sus ojos brillaba una chispa que había
visto en Lestat. Era la chispa de un hombre inquieto, de la necesidad
pura de conocer y comprender. Admiraba a ambos porque se resistían a
aceptar el mundo tal y como lo vendían otros.
—Hay hombres lobo, pero no han tenido
contacto con nosotros—se encogió de hombros—. Del mismo modo que
durante mucho tiempo los Taltos no tuvieron conocimiento de los
vampiros y los vampiros de los Taltos. Es el mismo motivo—explicó
con calma mientras cruzaba su pierna derecha sobre la izquierda—.
He hablado con otros fantasmas de nuevos espíritus, muy similares a
Memnoch, Gremt o Amel.
—¿No era el demonio?—dije
apretando los regazos de mi silla.
—Según Lestat y otros espíritus,
inclusive Amel, opinan que es uno de los suyos. Sin embargo, aún es
demasiado pronto para darle un nuevo punto de vista—argumentó
incorporándose—. Ya he bebido suficiente por hoy, también he
conversado demasiado. Me apetece deambular sin más, ¿quieres
acompañarme?
Tan sólo asentí. A él no le
importaba mi aspecto ni a mí me interesaba quedarme allí. Quería
caminar. Deambular me ayudaba a observar la verdad de las calles.
Estar en la ciudad, como si realmente fuese libre, me hacía sentirme
en paz.
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