Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

viernes, 28 de noviembre de 2014

Esclavos de la pasión

Michael no sólo cuida a Rowan, sino que hace que ella sepa disfrutar de la vida. Esto es de tiempo antes de conocernos ella y yo. Por eso mismo he permitido que él la cuide. Él la necesita y sé que en el fondo ella también a él.

Lestat de Lioncourt 


La terrible aventura había terminado con nuestras almas hechas jirones. El dolor nos había consumido como la llama de una vela, sin embargo aún quedaba luz. Siempre queda una pequeña luz de esperanza en medio de una devastadora tragedia. La esperanza no se puede apagar, pues entonces nosotros mismos nos apagaríamos quedando a solas. Es triste pensar que nuestra inocencia, tan simple y frágil, se convirtió en polvo. En el jardín se hallaban sus cuerpos y el dulzón aroma de la muerte trepaba hasta nuestra ventana. Las cortinas no eran suficiente, pues no dividían del todo el dolor, los recuerdos y los invisibles lazos, que aún teníamos con los muertos que eran consumidos ya por el tiempo y la tierra, pero aún así intentábamos soportarlo.

Dicen que las tragedias pueden hacernos fuertes y firmes. Si bien, ella parecía más frágil. Sus ojos grises parecían palidecer en su brillo. No había esperanzas a pesar de la mínima ilusión hacia su trabajo. Quería salvar vidas por todas las que había sesgado. La pala del garaje ya amontonaba polvo, pero ella parecía sostenerla aún con firmeza entre sus manos. No se sentía mujer. Había dado dos terribles frutos, demonios de hermoso rostro, que se marchitaban. Un ser ambicioso, terrible y de manos gigantescas la atrapó y el otro, de dulces palabras y sentimientos, taladraba su alma como un clavo ardiente. Culpable. Ese era el veredicto que se daba: culpable.

El delicado camisón rosado la envolvía como si fueran pétalos de rosa. Sus cabellos dorados habían sido recientemente cepillados, dejando que sus rizos cayeran sobre su frente y rozaran su nuca. Tenía el pelo corto, aunque no tanto como cuando nos conocimos. Quizás deseaba empezar a ser una mujer distinta, a pesar de no sentirse ya parte de un género concreto. Sus carnosos labios temblaban mientras sus mejillas se sonrojaban. Estaba frustrada y a punto de llorar. Sabía que estallaría en llanto de un momento a otro.

Aguardaba apoyado en el marco de la puerta, observándola, en completo silencio. Dejaba que la música sepulcral de nuestros labios hablasen por nosotros mismos. Saqué la cajetilla de tabaco de mi bolsillo derecho, me llevé un cigarrillo a los labios y lo encendí con mi mechero favorito. El aroma del tabaco llegaba hasta ella, ascendía por la habitación e intoxicaba todo a nuestro alrededor. Ella se había percatado, pero no me decía nada.

—¿Vas a mirar mucho tiempo por esa ventana?—pregunté con el cigarro cerca de mi boca.

—No—dijo aferrada a las cortinas, arrugándolas entre sus dedos, mientras intentaba mantenerse fuerte—. Michael, los cigarrillos... —se giró hacia mí y me miró ligeramente molesta, aunque intentaba no reprenderme tras todo lo que habíamos soportado—. Tu corazón.

—Mi corazón está bien desde que tú estás conmigo—respondí.

—¿No te importa que no pueda darte hijos?—preguntó encarándome.

Siempre había deseado ser padre, pero quizás no estaba destinado a serlo. Quizás sólo podría ver desde lejos los hijos de otros crecer, convertirse en hombres y ser parte de un futuro aún demasiado lejano para comprenderlo. No me importaba ser o no ser padre. Mi único deseo era permanecer a su lado, pues la amaba demasiado. Tener hijos era sólo un pequeño sueño que se podía olvidar, enterrándolo en el jardín junto a nuestro único hijo, a cambio de ser felices juntos.

Apagué el cigarrillo en un cenicero que teníamos sobre la cómoda. Aquella habitación había sido reformada. Toda la casa parecía haber emergido de un sueño. Estaba a punto de hundirse en ruinas, pero en esos momentos la vida continuaba. El humo del cigarrillo se disipó, la nicotina dejó un pequeño perfume sobre el papel pintado y las cortinas, y mis pasos, sigilosos, a penas los escuchó cuando al fin sintió mis manos sobre su rostro.

Ella había cambiado. Las relaciones sexuales se habían vuelto violentas. Lasher la había transformado en un ser radicalmente distinto a la trémula jovencita que se desvivía en atenciones. Ella deseaba algo fiero, apasionado y para nada romántico. Podía ver en sus labios cierto deseo callado, sus ojos brillaban con necesidad y su cuerpo temblaba. Quería ser dominada, como si el demonio aún susurrara en su oído, con tal de arrancar de su alma cada trocito de dolor que se había anclado en ella.

La tomé del rostro deslizando mis dedos gruesos y grandes, de yemas ásperas, sobre sus pómulos mientras desviaba cada uno de estos por su cuello. Sus enormes ojos se cerraron confiriéndole un aspecto sensual en sus rasgos. Esas largas pestañas, tan espesas, parecían recién delineadas y pintadas, pero no era así. Tenía los párpados sin una arruga. Ella aún era joven, yo ya llegaba a la mediana edad próximo a la edad dorada, los cincuenta, donde las canas llenarían mis espesos y negros cabellos. Entreabrió sus labios esperando un beso, pero no se lo ofrecí. Mis manos pasaron a sus hombros, mis dedos acaricaron las finas tiras que sostenían su camisón y finalmente, como si fuese el mismísimo demonio, le arranqué el camisón con varios tirones.

Su cuerpo, delgado y erótico, se movió como un junco frente a una gran ráfaga de aire. Sus pechos surgieron tras la delgada lámina de satén. El ruido de la tela rasgándose me excitó. Ella gritó asustada, pero era parte del juego. Me miró con los ojos trémulos, aunque encendidos todavía por la necesidad. Quedó frente a mí con sus pezones ligeramente cafés, gruesos y algo duros. Tenía unos pechos blancos, rellenos y ligeramente caídos debido a su maternidad. Era una belleza natural. No necesitaba ni un ápice de cirugía. Sus marcadas clavículas hacían juego con su angulosos rasgos suavizados por su feminidad. Sus labios carnosos quisieron decir algo, pero guardó silencio. Metí la mano dentro de sus pequeñas bragas, las cuales no eran de lencería sino de blanco algodón. Pude notar que estaba depilada y que comenzaba a humedecerse.

La giré apartando sus intensos ojos de mí, permitiendo así que su delgada espalda quedara contra mi ancho torso y que sus nalgas rozaran mi bragueta. Mis manos acariciaban su vientre, plano y de piel sedosa, mientras sus piernas se abrían ligeramente. Mi mano diestra volvió a introducirse entre sus bragas, haciéndose paso entre la comodidad de esa prenda de algodón, para hundir el anular y el corazón. No perdí el tiempo y comencé a moverlos dentro de ella, penetrándola. Con la zurda agarré su pecho izquierdo, apretándolo entre mis dedos y pellizcando sus pezones, casi tirando de ellos hasta arrancárselos.

—¿Quieres ser dominada?—pregunté apoyando mi mentón en su hombro derecho—. Más bien lo necesitas.

—Mich...—dijo sin aliento.

Dejé de agarrar su pecho, bajé la bragueta de mis pantalones vaqueros, y acabé agarrando su brazo derecho, por la muñeca, para meter su mano dentro del pantalón. Ella de inmediato tentó mi miembro despertándose dentro de mis ajustados calzoncillos. Sus dedos recorrieron cada pedazo de tela abultada y permitió que sus cuerdas vocales vibraran en un ligero gemido. El pulgar, de la mano que tenía dentro de su vagina, comenzó a estimular con destreza su clítoris. La mano de su muñeca se soltó y fue a su cuello, presionando su garganta con fuerza, mientras mi boca mordía sus hombros y los lóbulos de sus orejas. Aquello era el paraíso, pero me cansé de tan sólo tocar.

Aparté mis manos de ella y la arrodillé frente a mí, bajándome los pantalones y ofreciéndole mi pene erecto. El glande rozó sus húmedos labios, sus pequeños dientes blancos y por último su húmeda lengua. Antes que ella pudiese siquiera reaccionar enterré mi miembro en su boca, dejando que su nariz rozara mi vientre con su respiración y sus labios la base de éste. Mis testículos golpearon su mentón y mis manos agarraron sus cortos cabellos rizados. Sabía que sentía cierta asfixia, pero no podía evitarlo. Cada movimiento que hacía dentro de ella era brusco. Unas pequeñas lágrimas bordearon sus mejillas, dándole un aspecto casi celestial, mientras gemía moviendo mi pelvis desesperado. Sus manos estaban sobre mis caderas, en el borde con mis costados, y allí enterraba sus uñas en un alarde fiereza.

Mis dedos se enterraban entre sus mechones, apretaba su cráneo y hundía su rostro en mi bajo vientre. Sin embargo, mi mano derecha se deslizó hacia su nuca y finalmente agarró la base de mi pene, para luego ayudarme a dirigir este dentro de ella. Cada estocada provocaba que sus ojos quedaran literalmente en blanco. Sabía que la seguía ahogando, pero no podía detenerme. Si bien, en cierto momento la tiré contra el suelo, eché a un lado sus bragas de algodón y la penetré con fuerza.

Ella chilló abriendo sus piernas, retorciéndose bajo mi cuerpo y triando del cuello de mi camisa. Los botones estallaron cuando jaló con rabia, pero una bofetada certera la calmó. Volvió a ser sumisa, gimiendo bajo mi nombre mientras me rodeaba con sus largas piernas. Sentía cierto placer cuando la golpeaba, como si un golpe significara caricia, y yo estaba necesitado de sentir como ella se abría a los sentidos. Mi ancha figura, mucho más pesada que la suya, la aplastaba hasta casi sacarle el aliento. Mis músculos estaban en tensión, igual que sus muslos, mientras notaba como su vagina se convertía en una funda perfecta que envolvía mi miembro con humedad y presión. Los músculos de su sexo apretaban con fuerza, intentando que no me fuese demasiado lejos. El ritmo de mis arremetidas era candente y se elevaba más y más. Podía sentir sus pechos moviéndose contra mi torso. Sus pezones estaban terriblemente duros. No dudé ni un instante en agachar mi cabeza, quedando encorvado, para morderlos y tenerlos en mi boca durante un rato.

Ella serpenteaba bajo mi cuerpo, su cuerpo se contorsionaba, pero aquello era demasiado fácil. Por eso, cuando sentí que llegaría al límite, me aparté. Ella quedó en el suelo jadeando aún, mirándome como un pez recién pescado, mientras boqueaba aire. Sus manos estaban a ambos lados de su rostro, su cabello estaba pegado sobre su frente y sus pechos se movían debido a la respiración agitada. Las braguitas seguían en su lugar, aunque manchadas por sus fluidos.

Me incliné sobre ella hundiendo tres dedos en su sexo. Estaba ardiendo, enrojecido por las penetraciones y húmedo. Ella gimió consolándose por el roce, pero pronto hubo un cuarto dedo y la presión aumentó. Gritó cuando mi puño entró por completo. Era una mano grande y áspera, su pequeña vagina a penas podía contenerme. Sus muslos blancos y lechosos se cerraron, sus piernas se cruzaron y ella empezó a gemir. Me costó mucho abrirle de nuevo las piernas y mantenerla con cierto sosiego.

Cuando saqué el puño me acerqué a la cómoda. Era hermosa, muy lujosa, y la había restaurado con la ayuda de un conocido. Dentro ocultaba algunos juguetes que usábamos en ocasiones especiales. Busqué un pequeño vibrador, el cual tenía varios niveles de intensidad y se podía controlar con un pequeño mando. Miré a mi mujer en el suelo, con sus piernas abiertas y aquella pose desesperada por sentir ciertas atenciones. Sonreí para mí y agarré el aparato poniéndolo en funcionamiento.

Al arrodillarme frente a ella, sintiendo de nuevo las perfectas tablas de madera que cubrían el suelo, sentí unos terribles deseos de besarla, pero no lo hice. Introduje el aparato, coloqué bien su ropa interior y la levanté arrojándola a la cama con cierta violencia medida. No quería lastimarla, sólo hacerle sentir cierta dominación.

Su rostro quedó contra las almohadas, las cuales abrazó mientras gemía, y sus nalgas quedaron sutilmente elevadas. Me acerqué a ella, clavando mi rodilla derecha en el colchón, para meter mis manos entre ella y el colchón, y acaricié sus pezones que empecé a pellizcar y retorcer. El pliegue bajo su tierna carne, recubierta de una piel tan suave, era tentador. Quería morder sus pechos, engullir sus pezones y olvidarme del mundo ahogado en su perfume. Mi pelvis se movía mientras mi sexo se rozaba sobre sus nalgas cubiertas por la agradable tela de algodón.

—Michael, Michael...

Recitaba mi nombre como si fueran salmos, cosa que me encendió aún más. Fui de inmediato a la cómoda y busqué unas esposas. Se las coloqué en sus pequeñas muñecas, ajustándolas rápidamente, para luego sacar una pequeña fusta.

Dejé a Rowan girada hacia mí, con su rostro perlado de lágrimas de placer y gotitas de sudor. Sus mejillas estaban muy rosadas, sus labios rojos y húmedos, mientras que su cuerpo parecía retorcerse. Deslizaba la punta de la fusta por sus senos, para luego golpearlos. Después, con destreza, acaricié todo su cuerpo con aquel objeto. Ella tenía pequeños orgasmos con aquellas acciones, las mismas que iban acompañadas por el placer del pequeño vibrador. En cierto momento, cuando ella creía que podría librarse de todo y sentirme dentro, pues me incliné para lamer su mentón, empecé a golpearla con la fusta entre sus muslos, justo en su vagina. Bajé sus bragas rompiéndolas. Con rabia, y deseo, empecé a golpear su clítoris.

Había colocado las esposas de tal forma que sus brazos estaban tras su espalda, sin posibilidad alguna de poder apartarme, así que sólo podía patalear y gemir. Por eso cuando la giré, dejándola de lado, y alcé su pierna derecha apoyando su tobillo en uno de mis hombros, ella se iba hacia delante. Mi miembro volvió a penetrarla, pero esta vez fueron sus nalgas. Rápidamente la puse a cuatro en la cama, agarré sus caderas y la penetré con fuerza. Cada embestida era un mundo. Sus piernas temblaban. Su espalda se arqueaba. Mi pelvis se descontrolaba. Mis manos arañaban, pellizcaban y apretaban con fuerza gran parte de sus atributos. Finalmente la tomé de la cintura y la empotré contra el cabezal del la cama. Ella quería sujetarse, pero las manos seguían en su espalda. Giró su rostro hacia mí con los labios color cereza y completamente abiertos. En ese momento lo supe, estábamos a punto de llegar ambos al orgasmo final.

Ella cerró sus ojos y se dejó llevar. Sus dedos se cerraron creando puños, al igual que los dedos de sus pies. Su espalda se arqueó aún más, igual que alzó su cadera. Fue una imagen tentadora. Sobre todo porque sus fluidos salieron manchando las sábanas.

Por mi lado no cerré los ojos. Quería ver ese espectáculo. Mis caderas se quedaron enganchadas en su interior. No podía moverme. Un dulce cosquilleo recorrió mis testículos, aunque era muy intenso, y finalmente me vine. Rellené a Rowan con mi esperma, el cual no la fecundaría. Si bien, no importaba. Lo importante era disfrutar de ese modo.

Después de todo el descontrol la liberé, me acosté a su lado y la abracé. No dijimos nada. El silencio es la mejor opción cuando las caricias existen. Nuestros labios al fin se fundieron en un apasionado beso y nuestro aliento fue normalizándose.


La amaba. No importaba cuantas cosas tuviese que hacer por ella. Disfrutaba viéndola de ese modo, como también amaba verla sosegada en pleno papeleo. No importaban los monstruos del jardín. Ni siquiera si el viento mecía fuertemente las ramas. Sólo importaba el placer que habíamos sentido y el deseo que aún nos bañaba. 

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt