Michael no sólo cuida a Rowan, sino que hace que ella sepa disfrutar de la vida. Esto es de tiempo antes de conocernos ella y yo. Por eso mismo he permitido que él la cuide. Él la necesita y sé que en el fondo ella también a él.
Lestat de Lioncourt
La terrible aventura había terminado
con nuestras almas hechas jirones. El dolor nos había consumido como
la llama de una vela, sin embargo aún quedaba luz. Siempre queda una
pequeña luz de esperanza en medio de una devastadora tragedia. La
esperanza no se puede apagar, pues entonces nosotros mismos nos
apagaríamos quedando a solas. Es triste pensar que nuestra
inocencia, tan simple y frágil, se convirtió en polvo. En el jardín
se hallaban sus cuerpos y el dulzón aroma de la muerte trepaba hasta
nuestra ventana. Las cortinas no eran suficiente, pues no dividían
del todo el dolor, los recuerdos y los invisibles lazos, que aún
teníamos con los muertos que eran consumidos ya por el tiempo y la
tierra, pero aún así intentábamos soportarlo.
Dicen que las tragedias pueden hacernos
fuertes y firmes. Si bien, ella parecía más frágil. Sus ojos
grises parecían palidecer en su brillo. No había esperanzas a pesar
de la mínima ilusión hacia su trabajo. Quería salvar vidas por
todas las que había sesgado. La pala del garaje ya amontonaba polvo,
pero ella parecía sostenerla aún con firmeza entre sus manos. No se
sentía mujer. Había dado dos terribles frutos, demonios de hermoso
rostro, que se marchitaban. Un ser ambicioso, terrible y de manos
gigantescas la atrapó y el otro, de dulces palabras y sentimientos,
taladraba su alma como un clavo ardiente. Culpable. Ese era el
veredicto que se daba: culpable.
El delicado camisón rosado la envolvía
como si fueran pétalos de rosa. Sus cabellos dorados habían sido
recientemente cepillados, dejando que sus rizos cayeran sobre su
frente y rozaran su nuca. Tenía el pelo corto, aunque no tanto como
cuando nos conocimos. Quizás deseaba empezar a ser una mujer
distinta, a pesar de no sentirse ya parte de un género concreto. Sus
carnosos labios temblaban mientras sus mejillas se sonrojaban. Estaba
frustrada y a punto de llorar. Sabía que estallaría en llanto de un
momento a otro.
Aguardaba apoyado en el marco de la
puerta, observándola, en completo silencio. Dejaba que la música
sepulcral de nuestros labios hablasen por nosotros mismos. Saqué la
cajetilla de tabaco de mi bolsillo derecho, me llevé un cigarrillo a
los labios y lo encendí con mi mechero favorito. El aroma del tabaco
llegaba hasta ella, ascendía por la habitación e intoxicaba todo a
nuestro alrededor. Ella se había percatado, pero no me decía nada.
—¿Vas a mirar mucho tiempo por esa
ventana?—pregunté con el cigarro cerca de mi boca.
—No—dijo aferrada a las cortinas,
arrugándolas entre sus dedos, mientras intentaba mantenerse fuerte—.
Michael, los cigarrillos... —se giró hacia mí y me miró
ligeramente molesta, aunque intentaba no reprenderme tras todo lo que
habíamos soportado—. Tu corazón.
—Mi corazón está bien desde que tú
estás conmigo—respondí.
—¿No te importa que no pueda darte
hijos?—preguntó encarándome.
Siempre había deseado ser padre, pero
quizás no estaba destinado a serlo. Quizás sólo podría ver desde
lejos los hijos de otros crecer, convertirse en hombres y ser parte
de un futuro aún demasiado lejano para comprenderlo. No me importaba
ser o no ser padre. Mi único deseo era permanecer a su lado, pues la
amaba demasiado. Tener hijos era sólo un pequeño sueño que se
podía olvidar, enterrándolo en el jardín junto a nuestro único
hijo, a cambio de ser felices juntos.
Apagué el cigarrillo en un cenicero
que teníamos sobre la cómoda. Aquella habitación había sido
reformada. Toda la casa parecía haber emergido de un sueño. Estaba
a punto de hundirse en ruinas, pero en esos momentos la vida
continuaba. El humo del cigarrillo se disipó, la nicotina dejó un
pequeño perfume sobre el papel pintado y las cortinas, y mis pasos,
sigilosos, a penas los escuchó cuando al fin sintió mis manos sobre
su rostro.
Ella había cambiado. Las relaciones
sexuales se habían vuelto violentas. Lasher la había transformado
en un ser radicalmente distinto a la trémula jovencita que se
desvivía en atenciones. Ella deseaba algo fiero, apasionado y para
nada romántico. Podía ver en sus labios cierto deseo callado, sus
ojos brillaban con necesidad y su cuerpo temblaba. Quería ser
dominada, como si el demonio aún susurrara en su oído, con tal de
arrancar de su alma cada trocito de dolor que se había anclado en
ella.
La tomé del rostro deslizando mis
dedos gruesos y grandes, de yemas ásperas, sobre sus pómulos
mientras desviaba cada uno de estos por su cuello. Sus enormes ojos
se cerraron confiriéndole un aspecto sensual en sus rasgos. Esas
largas pestañas, tan espesas, parecían recién delineadas y
pintadas, pero no era así. Tenía los párpados sin una arruga. Ella
aún era joven, yo ya llegaba a la mediana edad próximo a la edad
dorada, los cincuenta, donde las canas llenarían mis espesos y
negros cabellos. Entreabrió sus labios esperando un beso, pero no se
lo ofrecí. Mis manos pasaron a sus hombros, mis dedos acaricaron las
finas tiras que sostenían su camisón y finalmente, como si fuese el
mismísimo demonio, le arranqué el camisón con varios tirones.
Su cuerpo, delgado y erótico, se movió
como un junco frente a una gran ráfaga de aire. Sus pechos surgieron
tras la delgada lámina de satén. El ruido de la tela rasgándose me
excitó. Ella gritó asustada, pero era parte del juego. Me miró con
los ojos trémulos, aunque encendidos todavía por la necesidad.
Quedó frente a mí con sus pezones ligeramente cafés, gruesos y
algo duros. Tenía unos pechos blancos, rellenos y ligeramente caídos
debido a su maternidad. Era una belleza natural. No necesitaba ni un
ápice de cirugía. Sus marcadas clavículas hacían juego con su
angulosos rasgos suavizados por su feminidad. Sus labios carnosos
quisieron decir algo, pero guardó silencio. Metí la mano dentro de
sus pequeñas bragas, las cuales no eran de lencería sino de blanco
algodón. Pude notar que estaba depilada y que comenzaba a
humedecerse.
La giré apartando sus intensos ojos de
mí, permitiendo así que su delgada espalda quedara contra mi ancho
torso y que sus nalgas rozaran mi bragueta. Mis manos acariciaban su
vientre, plano y de piel sedosa, mientras sus piernas se abrían
ligeramente. Mi mano diestra volvió a introducirse entre sus bragas,
haciéndose paso entre la comodidad de esa prenda de algodón, para
hundir el anular y el corazón. No perdí el tiempo y comencé a
moverlos dentro de ella, penetrándola. Con la zurda agarré su pecho
izquierdo, apretándolo entre mis dedos y pellizcando sus pezones,
casi tirando de ellos hasta arrancárselos.
—¿Quieres ser dominada?—pregunté
apoyando mi mentón en su hombro derecho—. Más bien lo necesitas.
—Mich...—dijo sin aliento.
Dejé de agarrar su pecho, bajé la
bragueta de mis pantalones vaqueros, y acabé agarrando su brazo
derecho, por la muñeca, para meter su mano dentro del pantalón.
Ella de inmediato tentó mi miembro despertándose dentro de mis
ajustados calzoncillos. Sus dedos recorrieron cada pedazo de tela
abultada y permitió que sus cuerdas vocales vibraran en un ligero
gemido. El pulgar, de la mano que tenía dentro de su vagina, comenzó
a estimular con destreza su clítoris. La mano de su muñeca se soltó
y fue a su cuello, presionando su garganta con fuerza, mientras mi
boca mordía sus hombros y los lóbulos de sus orejas. Aquello era el
paraíso, pero me cansé de tan sólo tocar.
Aparté mis manos de ella y la
arrodillé frente a mí, bajándome los pantalones y ofreciéndole mi
pene erecto. El glande rozó sus húmedos labios, sus pequeños
dientes blancos y por último su húmeda lengua. Antes que ella
pudiese siquiera reaccionar enterré mi miembro en su boca, dejando
que su nariz rozara mi vientre con su respiración y sus labios la
base de éste. Mis testículos golpearon su mentón y mis manos
agarraron sus cortos cabellos rizados. Sabía que sentía cierta
asfixia, pero no podía evitarlo. Cada movimiento que hacía dentro
de ella era brusco. Unas pequeñas lágrimas bordearon sus mejillas,
dándole un aspecto casi celestial, mientras gemía moviendo mi
pelvis desesperado. Sus manos estaban sobre mis caderas, en el borde
con mis costados, y allí enterraba sus uñas en un alarde fiereza.
Mis dedos se enterraban entre sus
mechones, apretaba su cráneo y hundía su rostro en mi bajo vientre.
Sin embargo, mi mano derecha se deslizó hacia su nuca y finalmente
agarró la base de mi pene, para luego ayudarme a dirigir este dentro
de ella. Cada estocada provocaba que sus ojos quedaran literalmente
en blanco. Sabía que la seguía ahogando, pero no podía detenerme.
Si bien, en cierto momento la tiré contra el suelo, eché a un lado
sus bragas de algodón y la penetré con fuerza.
Ella chilló abriendo sus piernas,
retorciéndose bajo mi cuerpo y triando del cuello de mi camisa. Los
botones estallaron cuando jaló con rabia, pero una bofetada certera
la calmó. Volvió a ser sumisa, gimiendo bajo mi nombre mientras me
rodeaba con sus largas piernas. Sentía cierto placer cuando la
golpeaba, como si un golpe significara caricia, y yo estaba
necesitado de sentir como ella se abría a los sentidos. Mi ancha
figura, mucho más pesada que la suya, la aplastaba hasta casi
sacarle el aliento. Mis músculos estaban en tensión, igual que sus
muslos, mientras notaba como su vagina se convertía en una funda
perfecta que envolvía mi miembro con humedad y presión. Los
músculos de su sexo apretaban con fuerza, intentando que no me fuese
demasiado lejos. El ritmo de mis arremetidas era candente y se
elevaba más y más. Podía sentir sus pechos moviéndose contra mi
torso. Sus pezones estaban terriblemente duros. No dudé ni un
instante en agachar mi cabeza, quedando encorvado, para morderlos y
tenerlos en mi boca durante un rato.
Ella serpenteaba bajo mi cuerpo, su
cuerpo se contorsionaba, pero aquello era demasiado fácil. Por eso,
cuando sentí que llegaría al límite, me aparté. Ella quedó en el
suelo jadeando aún, mirándome como un pez recién pescado, mientras
boqueaba aire. Sus manos estaban a ambos lados de su rostro, su
cabello estaba pegado sobre su frente y sus pechos se movían debido
a la respiración agitada. Las braguitas seguían en su lugar, aunque
manchadas por sus fluidos.
Me incliné sobre ella hundiendo tres
dedos en su sexo. Estaba ardiendo, enrojecido por las penetraciones y
húmedo. Ella gimió consolándose por el roce, pero pronto hubo un
cuarto dedo y la presión aumentó. Gritó cuando mi puño entró por
completo. Era una mano grande y áspera, su pequeña vagina a penas
podía contenerme. Sus muslos blancos y lechosos se cerraron, sus
piernas se cruzaron y ella empezó a gemir. Me costó mucho abrirle
de nuevo las piernas y mantenerla con cierto sosiego.
Cuando saqué el puño me acerqué a la
cómoda. Era hermosa, muy lujosa, y la había restaurado con la ayuda
de un conocido. Dentro ocultaba algunos juguetes que usábamos en
ocasiones especiales. Busqué un pequeño vibrador, el cual tenía
varios niveles de intensidad y se podía controlar con un pequeño
mando. Miré a mi mujer en el suelo, con sus piernas abiertas y
aquella pose desesperada por sentir ciertas atenciones. Sonreí para
mí y agarré el aparato poniéndolo en funcionamiento.
Al arrodillarme frente a ella,
sintiendo de nuevo las perfectas tablas de madera que cubrían el
suelo, sentí unos terribles deseos de besarla, pero no lo hice.
Introduje el aparato, coloqué bien su ropa interior y la levanté
arrojándola a la cama con cierta violencia medida. No quería
lastimarla, sólo hacerle sentir cierta dominación.
Su rostro quedó contra las almohadas,
las cuales abrazó mientras gemía, y sus nalgas quedaron sutilmente
elevadas. Me acerqué a ella, clavando mi rodilla derecha en el
colchón, para meter mis manos entre ella y el colchón, y acaricié
sus pezones que empecé a pellizcar y retorcer. El pliegue bajo su
tierna carne, recubierta de una piel tan suave, era tentador. Quería
morder sus pechos, engullir sus pezones y olvidarme del mundo ahogado
en su perfume. Mi pelvis se movía mientras mi sexo se rozaba sobre
sus nalgas cubiertas por la agradable tela de algodón.
—Michael, Michael...
Recitaba mi nombre como si fueran
salmos, cosa que me encendió aún más. Fui de inmediato a la cómoda
y busqué unas esposas. Se las coloqué en sus pequeñas muñecas,
ajustándolas rápidamente, para luego sacar una pequeña fusta.
Dejé a Rowan girada hacia mí, con su
rostro perlado de lágrimas de placer y gotitas de sudor. Sus
mejillas estaban muy rosadas, sus labios rojos y húmedos, mientras
que su cuerpo parecía retorcerse. Deslizaba la punta de la fusta por
sus senos, para luego golpearlos. Después, con destreza, acaricié
todo su cuerpo con aquel objeto. Ella tenía pequeños orgasmos con
aquellas acciones, las mismas que iban acompañadas por el placer del
pequeño vibrador. En cierto momento, cuando ella creía que podría
librarse de todo y sentirme dentro, pues me incliné para lamer su
mentón, empecé a golpearla con la fusta entre sus muslos, justo en
su vagina. Bajé sus bragas rompiéndolas. Con rabia, y deseo, empecé
a golpear su clítoris.
Había colocado las esposas de tal
forma que sus brazos estaban tras su espalda, sin posibilidad alguna
de poder apartarme, así que sólo podía patalear y gemir. Por eso
cuando la giré, dejándola de lado, y alcé su pierna derecha
apoyando su tobillo en uno de mis hombros, ella se iba hacia delante.
Mi miembro volvió a penetrarla, pero esta vez fueron sus nalgas.
Rápidamente la puse a cuatro en la cama, agarré sus caderas y la
penetré con fuerza. Cada embestida era un mundo. Sus piernas
temblaban. Su espalda se arqueaba. Mi pelvis se descontrolaba. Mis
manos arañaban, pellizcaban y apretaban con fuerza gran parte de sus
atributos. Finalmente la tomé de la cintura y la empotré contra el
cabezal del la cama. Ella quería sujetarse, pero las manos seguían
en su espalda. Giró su rostro hacia mí con los labios color cereza
y completamente abiertos. En ese momento lo supe, estábamos a punto
de llegar ambos al orgasmo final.
Ella cerró sus ojos y se dejó llevar.
Sus dedos se cerraron creando puños, al igual que los dedos de sus
pies. Su espalda se arqueó aún más, igual que alzó su cadera. Fue
una imagen tentadora. Sobre todo porque sus fluidos salieron
manchando las sábanas.
Por mi lado no cerré los ojos. Quería
ver ese espectáculo. Mis caderas se quedaron enganchadas en su
interior. No podía moverme. Un dulce cosquilleo recorrió mis
testículos, aunque era muy intenso, y finalmente me vine. Rellené a
Rowan con mi esperma, el cual no la fecundaría. Si bien, no
importaba. Lo importante era disfrutar de ese modo.
Después de todo el descontrol la
liberé, me acosté a su lado y la abracé. No dijimos nada. El
silencio es la mejor opción cuando las caricias existen. Nuestros
labios al fin se fundieron en un apasionado beso y nuestro aliento
fue normalizándose.
La amaba. No importaba cuantas cosas
tuviese que hacer por ella. Disfrutaba viéndola de ese modo, como
también amaba verla sosegada en pleno papeleo. No importaban los monstruos del jardín. Ni siquiera si el viento mecía fuertemente las ramas. Sólo importaba el placer que habíamos sentido y el deseo que aún nos bañaba.
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